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‘Elektra’: música y venganza, de Gregorio Morán en La Vanguardia

Posted in Cultura, Música by reggio on 16 febrero, 2008

SABATINAS INTEMPESTIVAS

Ya sé, ya sé, que existen DVD con interpretaciones fastuosas, en montajes espléndidos de grandes escenógrafos y con orquestas de fábula dirigidas por nombres legendarios. Todo lo que ustedes quieran, pero si tienen ocasión de escuchar en vivo y en directo una representación de Elektra de Richard Strauss, olvídense de la máquina milagrosa que le han instalado en casa y traten de asistir – en el Liceu, por ejemplo- a uno de esos acontecimientos culturales cuya huella no es fácil que olviden. Si insisto es porque tienen la ocasión de presenciar una de las obras más sorprendentes no sólo de la música sino de la cultura europea que inauguró el siglo XX. Rumiantes de la música, abstenerse.

Una ópera como esta plantea, en su aparente sencillez, sugerencias musicales, culturales y sociales que la convierten en una singularidad esplendorosa e inquietante. Está lleno el mundo de la creación de tratamientos de la venganza, pero siempre con una característica común; se la justifica o se la rechaza. Aquí no, aquí tenemos un caso de venganza en bruto; un ansia criminal, asesina, ciega en la pasión de matar. ¿Y a quién? A su madre.

Aquello que hace del mundo griego un pasaje indescifrable de la historia de la humanidad, en ocasiones se reduce a algo tan insólito como su capacidad para plantear los ángulos más oscuros del ser humano. El milagro griego antiguo está en la osadía de plantearse cuestiones de tal fuerza, de tal complejidad, que una vez liquidado aquel mundo, fueron necesarios muchos siglos para que alguien osara volver a tratarlas. En el caso de Electra, pasaron veinticinco siglos. Matar al padre, permítanme el sarcasmo, se convirtió en una obligación a la que Freud dio sentido cultural; porque ya estaba ahí, en la vida. Pero que una hija alimente la obsesión de asesinar a su propia madre para vengar al padre, es algo espantoso hasta en nuestra patología social. Tanto que desde aquellos griegos temerarios, capaces de afrontarlo todo, no volvería a tratarse en su desnudez hasta el siglo XX.

El parricidio forma parte de nuestra tradición, digámoslo así. Incluso es una fórmula pedagógica que ha caído en desuso. Es obvio que me refiero a la metáfora y no a la ejecución. (Ahora hay que tener mucho cuidado con lo que se deja a la valoración de los lectores, porque los diarios se han vuelto tan militantes de la evidencia – que por cierto suele ser falsa- y los lectores tan perezosos de la inteligencia, que al menor descuido caes en la órbita de alguna acémila letrada con principios inconmovibles, que te lleva a los tribunales acusado de «incitar al crimen familiar»). Matar al padre está admitido como una necesidad de la evolución social y cualquier hombre de empresa, con talento y testículos, podría explicar mucho mejor que yo el porqué una empresa familiar, para que sobreviva, necesita matar una parte del padre en cada generación. Con un aditamento: eliminarlo y que sobreviva al crimen. Porque del padre sabio sucede como con el cerdo. Se aprovecha todo, pero antes hay que matarlo.

Pero aquí estamos en un mucho más allá. Tan es así, que aquel planteamiento que recogieron en diferente medida los tres trágicos del teatro griego – Electra, la hija de Agamenón, necesita para ser feliz el asesinato de su madre, Clitemnestra, tan cómplice en la muerte de su padre que ahora está casada con el asesino-, ese argumento repugnará durante siglos a nuestra sensibilidad humana. Matar al ejecutor hubiera bastado, pero centrarse en la venganza sobre la madre, máxima culpable, en la apreciación de la hija es algo socialmente repudiable en nuestra cultura. Bastaría recordar los ejercicios que hace Shakespeare para que Hamlet no pueda interpretarse como un agresor de su madre, cuya culpabilidad es similar a la de Clitemnestra. Hamlet utiliza varios recursos para precisar que su madre es cómplice del asesino, pero atenúa su responsabilidad, porque es su madre, y eso hace imposible hasta la idea de agredirla, no digamos ya matarla. Pero el mundo griego fue tan lejos que dejó ahí una huella indeleble, que supondría una veta insondable del arte y de la cultura del siglo XX. No es extraño que el comienzo del conflicto entre Freud y su más brillante discípulo Jung empezara cuando a este se le ocurrió desarrollar el concepto de complejo de Electra,en paralelo al complejo de Edipo del maestro airado.

Todo sucedió a comienzos del siglo XX y habría que preguntarse por qué. El primero que recoge la antorcha teatral será Hugo von Hofmannsthal, personaje curiosísimo y un escritor inmenso que nunca tuvo mucha suerte entre nosotros; modestas ediciones en editoriales voluntariosas. De él tomará Richard Strauss el libreto para su soberbia ópera. Yo imagino la impresión que debió causarle al esponjoso Strauss -un genio musical y un miserable en muchas otras cosas- cuando en 1903 asistió en Berlín al estreno de la Elektra de Hofmannsthal, dirigida por Max Reinhart e interpretada por otra leyenda del teatro alemán, Gertrud Eysoldt (ay, ese vídeo imposible sí que me hubiera gustado tenerlo). Ahí empezó la recuperación de Electra, veinticinco siglos después de Sófocles y Eurípides, como si no hubiera pasado nada. Pero con una novedad, que para mí es el mayor reproche al montaje del Liceu barcelonés. Y es que Hofmannsthal construye un personaje de Electra tan implacable en su ansiedad de venganza que, una vez conseguida ésta, a ella no le queda otra cosa que bailar. En la traducción al castellano que hizo el olvidado escritor catalán Eduardo Marquina, dice: «Quien se sienta dichosa como yo, que calle y dance». Pues bien, en el Liceu calla pero no hay danza. Y eso es un crimen, otro crimen. Porque Richard Strauss, al ponerle música a la obra de Hofmannsthal, la enriquece de tal modo que ese final, que lamentablemente nos sustrae el montaje del Liceu, es una obra maestra en sí misma. Porque ahí, en ese gesto, Electra muere. Y muere de la satisfacción que concede la venganza.

La figura de Electra, recuperada tras muchos siglos de piadoso silencio, fue la tentación y el reto de autores teatrales. Giraudoux, otro olvidado, apostó por ella y creó la obra más ambiciosa de cuantas escribió, donde incluso hay un tufo a sangre que nos pertenece, el de nuestra guerra civil, periodo en el que fue escrita. Y Eugene O´Neill, unos años antes y aprovechando -ya es casualidad- una estancia en las islas Canarias acabó por darle forma a su complejísima A Electra le sienta bien el luto,obra de difícil representación – más de cinco horas- y que tuve el placer de ver hace ya algunos años, extractada, en el Lliure de Barcelona (1992), donde aún conservo el recuerdo de uno de los rostros más crudos del teatro catalán, el de Anna Lizaran. Pero siempre lo mismo, la venganza de una hija hacia su madre. Nadie alcanzó, en mi opinión, la eficacia de Hofmannsthal y la belleza musical de Richard Strauss.

Esa danza, imaginada, porque en el Liceu no alcancé a verla, esa consumación del crimen en un baile siniestro podría servir de argumento para demostrar que el arte puede trascender a la brutalidad. Una riqueza expresiva en papel pautado que en mi opinión no volvería a alcanzar nunca el compositor. Luego vendrían grandes éxitos, pero Elektra significa para Richard Strauss una cima irrepetible.

Y lo que son las cosas, nosotros tenemos nuestra Electra. En los pueblos aún se conservan algunas ancianas que se llaman Electra, muy mayores obviamente. En el exilio aún más. Y es que el 31 de enero de 1901 don Benito Pérez Galdós estrenó en Madrid, Electra. La obra, como pieza teatral, es deleznable, pero figura en nuestro teatro como el mayor escándalo escénico de España. La historia de la Electra galdosiana se resume en una joven que, impelida por su confesor -jesuita, naturalmente-, se ata a un convento con el fin de dejar su enorme herencia a la Iglesia. La madre y otros familiares reaccionan y ponen el asunto en los tribunales. Fue una historia real que tuvo como abogados enfrentados a dos políticos estelares, Antonio Maura por la Iglesia y Nicolás Salmerón por la familia, que exigía la libertad de la doncella. Por esas singularidades tan nuestras, sucede que es España el único lugar donde la palabra Electra fue sinónimo de libertad. Confieso que aún es el día que no entiendo por qué demonios llamó Galdós a su protagonista Electra. Algún ilustre comentarista literario sostuvo que fue por afinidad a algo tan moderno entonces como la electricidad,pero yo no me lo acabo de creer.

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