Reggio’s Weblog

La historia que queda en el callejero, de Julián Casanova en El País

Posted in Historia, Memoria, Política, Religión by reggio on 26 febrero, 2009

El alcalde de Zaragoza, Juan Alberto Belloch, quiere darle a una calle el nombre del fundador del Opus Dei. De nuevo una figura religiosa para ocupar uno de los espacios públicos que el Estado democrático ha despreciado.

Los nombres de las calles en España, como las ceremonias conmemorativas, los festejos o los monumentos, son un claro reflejo de nuestra historia zigzagueante en los siglos XIX y XX. Liberales y absolutistas, ya durante el primer tercio del siglo XIX, bautizaron plazas y calles con nombres constitucionales o antirrevolucionarios, según quién ocupaba el poder, pero fue en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX, con el crecimiento y expansión de las ciudades, cuando más ocasiones se presentaron de dar nombres a las calles.

Las principales ciudades españolas doblaron su población entre 1900 y 1930. Barcelona y Madrid, que superaban el medio millón de habitantes en 1900, alcanzaron el millón tres décadas después. Bilbao pasó de 83.000 a 162.000; Zaragoza, de 100.000 a 174.000. No era gran cosa, comparado con los 2,7 millones que tenía París en 1900, con la cantidad de ciudades europeas, desde Birmingham a Moscú, pasando por Berlín o Milán, que en 1930 superaban la población de Madrid o Barcelona. Pero el panorama demográfico estaba cambiando notablemente. La población total de España, que era de 18,6 millones a comienzos de siglo, llegaba a casi 24 millones en 1930. Mientras que hasta 1914 esa presión demográfica había provocado una alta emigración ultramarina, a partir de la I Guerra Mundial fueron las ciudades españolas las que recogieron los movimientos migratorios.

La irrupción de la industria y el incremento de la población transformaron el paisaje agreste, de corte medieval, que mantenían todavía muchas ciudades españolas a finales del siglo XIX. Los nuevos callejeros se dedicaron a honrar a los políticos del momento, liberales y conservadores, a nobles, terratenientes y a las buenas familias de la industria y de la banca. Junto a ellos, aparecieron también las glorias de España, los héroes de la Reconquista y mitos medievales, reyes y emperadores. Y como en España no hubo ruptura religiosa en tiempos de la Reforma protestante y el catolicismo se convirtió en la religión del statu quo, hubo una fusión del españolismo con el catolicismo, bien reflejada en los nuevos callejeros, repletos de personajes de raza, militares y santos. Una historia de hombres, con muy pocas mujeres, salvo las más santas y algunas reinas. De las dos primeras décadas del siglo XX procede además el culto masivo a la Virgen del Pilar y el Corazón de Jesús, dos emblemas de la religiosidad popular española que se trasladaron al callejero de numerosas ciudades y pueblos para recordar a sus habitantes la identidad católica.

Con ese crecimiento de las ciudades, apareció una clara división social de espacio urbano, con barrios ricos y bien equipados y otros pobres e insalubres, y germinó también la semilla republicana, anarquista y socialista sembrada ya en la segunda mitad del siglo XIX. Germinó frente a ese bloque social dominante, del que formaban parte los herederos de los antiguos estamentos privilegiados, la aristocracia y la Iglesia católica, junto con la oligarquía rural y los industriales vascos y catalanes. De ese bloque procedía la mayoría de los gobernantes de un sistema político, el de la Restauración borbónica, seudo-parlamentario y corrupto que excluía, con el sufragio restringido o por el fraude electoral, a eso que empezó a llamarse «pueblo», a los proletarios urbanos, artesanos, pequeños comerciantes y a las clases medias. Muchos de los profesionales que formaban parte de estas últimas eran o se harían republicanos, que intentaron acercarse a los obreros, competir con el socialismo y el anarquismo, con los que compartirían ingredientes básicos de una cultura política común, sobre todo a través del racionalismo y de la crítica a la Iglesia, intentos, en suma, de superar la dependencia de la religión católica.

Esas clases trabajadoras aparecieron en el escenario público con sus organizaciones y protestas, pero siguieron excluidas del sistema político y sus principales representantes nunca alcanzaron el reconocimiento y la honra con lápidas, monumentos o nombres de calles. Hasta que llegó abril de 1931, la II República y la quiebra de ese orden tradicional. Entonces, los símbolos religiosos cedieron paso a otros ritos laicos, más o menos reprimidos hasta entonces, y se rebautizaron calles y plazas mayores de pueblos y ciudades. Hubo más nombres de significado republicano (plaza de la Constitución, plaza de la República, calle 14 de abril) que de orientación obrera o revolucionaria, aunque la presencia anarquista, comunista o socialista en la zona republicana durante la Guerra Civil dejó su huella en las calles de ciudades como Madrid, Valencia o Barcelona, las tres capitales de la República en esos tres años, con nombres que honraban a personajes tan dispares y distantes como Durruti, Pablo Iglesias, Marx o Lenin.

Duró poco, sin embargo, esa huella, borrada a golpe de fusil del callejero y de la historia a partir del 1 de abril de 1939. Acabada la Guerra Civil, los vencedores ajustaron cuentas con los vencidos, recordándoles durante casi cuatro décadas quiénes eran los patriotas y dónde estaban los traidores. Calles, plazas, colegios y hospitales de cientos de pueblos y ciudades llevaron desde entonces los nombres de militares golpistas, dirigentes fascistas de primera o segunda fila y políticos católicos. Algunos se repitieron mucho, como Franco, Calvo Sotelo, José Antonio Primo de Rivera, Mola, Sanjurjo, Millán Astray, Yagüe u Onésimo Redondo. Se honraba a héroes inventados, criminales de guerra y asesinos en nombre de la Patria, pero también a ministros de Educación como José Ibáñez Martín, quien, con su equipo de ultracatólicos, echaron de sus puestos y sancionaron, durante la primera década de la dictadura, a miles de maestros y convirtieron a las escuelas españolas en un botín de guerra repartido entre familias católicas, falangistas y ex combatientes.

Cuando Franco murió, en noviembre de 1975, era difícil encontrar una localidad que no conservara símbolos de su victoria, de su dominio y de su matrimonio con la Iglesia católica, en calles y monumentos. Algunos de ellos desaparecieron en los primeros años de la transición a la democracia, sobre todo tras las elecciones municipales de 1979 que llevaron a los Ayuntamientos a numerosos alcaldes y concejales de izquierda. Pero los cambios siempre fueron objeto de disputa y a nadie se le ocurrió aprovechar el callejero para formar o educar a los ciudadanos en una nueva identidad democrática. Muchos políticos de derechas, y sus fieles que les apoyan, siguen defendiendo ahora, pese a la aprobación de la Ley de Memoria Histórica en diciembre de 2007, que no hay que tocar los nombres de las calles, para no herir susceptibilidades o remover los fantasmas del pasado. Los símbolos franquistas, que aparecieron por la voluntad de los vencedores en una guerra de exterminio contra un régimen legalmente constituido, se funden así con otros tradicionales, patrióticos y religiosos, representando una especie de «imagen oficial» de España, mientras el Estado y las instituciones democráticas se desentienden del asunto o no muestran ningún interés por ocupar los espacios públicos con modelos más dignos para las generaciones venideras.

Por eso no es una cuestión irrelevante la polémica suscitada estos días por el empeño del alcalde de Zaragoza, Juan Alberto Belloch, en dar a una calle el nombre de San José María Escrivá de Balaguer. Su primera intención fue rebautizar con el nombre del fundador del Opus Dei la calle general Sueiro, coronel de infantería en julio de 1936 y uno de los protagonistas de la sublevación militar y de la represión en la capital aragonesa. Cuando apareció la noticia, Luisa Fernanda Rudi, presidenta del Partido Popular de Aragón, declaró que ella «no tenía ni idea» de quién era ese general y que mejor sería que los ediles se dedicaran a algo más productivo que cambiar calles de gente desconocida. En definitiva, la ex alcaldesa de Zaragoza no conocía a uno de los golpistas contra la legalidad republicana en su ciudad y el actual regidor decide honrar a un personaje, santo para la Iglesia católica, inextricablemente unido, él y su institución, a Franco y a su dictadura. El catolicismo, y en este caso un tipo de catolicismo no compartido por muchos de sus creyentes, se impone a los valores cívicos y laicos en el territorio de la política democrática. Pura historia de España.

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.

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Beber para olvidar, de Raúl del Pozo en El Mundo

Posted in Historia, Política by reggio on 25 febrero, 2009

EL RUIDO DE LA CALLE

Cuando asaltaron la Bastilla ya no era la tenebrosa prisión de la Monarquía tiránica; sólo había siete presos, cuatro estafadores, un pirado, un noble degenerado y un solo agitador. Entró la Historia con cuchillos y palas y ni siquiera estaba guardado en ese momento el Marqués de Sade. La literatura ha embellecido el asalto dándole trato de gesta. Hace 28 años dieron un golpe de Estado en España que fue grabado y retransmitido en vivo y en directo. A pesar de ello, hemos embellecido de tal modo el golpe, que yo, que estuve allí tumbado como un gusano, no lo reconozco; la ópera en realidad fue una zarzuela. De eso hablamos el otro día en el Congreso con dos protagonistas esenciales del 23-F, Francisco Laína y Sabino Fernández Campo. Nos convocó José Bono. Eramos 60 comensales. Cuánto panaché de verdura y lomo de merluza hay que tragar para llevar a casa una columna.

Tanto Sabino como Laína se pusieron aquel día de parte de la Constitución. Sabino, que según José Bono no fue un telefonista de lujo, tuvo que desenredar la madeja de traiciones. Laína, como el cabo de la remonta que le decía desde una radio de galena a Queipo en un pueblo de Andalucía «ríndete, hijo de puta, que no tienes nada que hacer», se convirtió en primer ministro del Gobierno provisional; como el cabo, les comunicó a los militares que no tenían nada que hacer. Según él, Juan Carlos I le llamó a los 10 minutos del golpe para ordenarle que el Gobierno de Subsecretarios obligara a los golpistas a claudicar. Cuando le preguntamos a Sabino sobre la trama dijo no acordarse. Confesó que le faltan piezas en el puzzle; con mucha ironía, Sabino pronunció la frase definitiva: «Después de tantas comidas de periodistas voy a terminar enterándome de lo que pasó».

El Rey con chándal y teléfono logró desativar el golpe y nosotros vamos convirtiendo una tarde vergonzosa en una epopeya. Ya les dije que me emociona la cita de Tácito que Robert Graves pone en el inicio de Yo, Claudio: «Una historia que fue sometida a toda clase de tergiversaciones, no sólo por parte de quienes entonces vivían, sino también en los tiempos posteriores, porque lo cierto es que toda transición prominente está envuelta en la duda y la oscuridad».

Yo estaba en el bar, donde suelen nacer las noticias, y creí que mataban a los diputados. Me apuntaba un cabo primera de la Guardia Civil. Uno no olvida nunca un pelotón de fusilamiento. Me arrojé de bruces a la moqueta. Y se cayeron conmigo el vaso, el hielo, la cocacola y la ginebra. Me lo dijo José Luis Gutiérrez: «Tienes la cara como de yeso».

Bebimos para olvidar; los picos se metieron 200 botellas de ginebra y whisky. Ahora lo hemos olvidado todo.

© Mundinteractivos, S.A.

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Gutiérrez Mellado y el 23-F, de Luis Alejandre Sintes en El Periódico

Posted in Historia, Política by reggio on 24 febrero, 2009

LA EVOLUCIÓN DE LAS FUERZAS ARMADAS TRAS EL GOLPE DE ESTADO

Reiteradamente estos días, recordamos y se nos recuerda la incierta y trágica jornada del 23 de febrero de 1981. Dos cadenas de televisión han emitido sendas series sobre el tema, con cotas de audiencia extraordinarias. Ello se explica, aparte de por la calidad de sus guiones e interpretaciones, por el indiscutible interés de muchos ciudadanos por conocer las claves de un momento que marcó nuestra historia reciente. Han pasado 28 años. Muchos telespectadores no habían nacido, pero aún encuentran en amigos y familiares testigos directos, referencias vivas, por supuesto oscilando entre la objetividad y la pasional subjetividad. Aquí radica, en mi opinión, una de las causas del interés despertado.

Una cadena acierta iniciando el hilo de su relato en el País Vasco. Ciertamente, sin la presión asesina de ETA en aquel momento -que se cebaba, provocadora, contra militares, guardias civiles y policías- no se concebiría aquella reacción. Las órdenes de Madrid de desactivar ikurriñas-trampa causaron muertes y mutilaciones innecesarias, cuando ya estaba oficiosamente decidida su legalización; la prohibición de dedicar homenajes y funerales -parte de la Iglesia tiene graves responsabilidades también- propició que se convirtiera en mito a un teniente coronel de la Guardia Civil destinado en Intxaurrondo que defendía a morir a su gente y que sufría aquellas inciertas órdenes. Antonio Tejero tuvo el ascendiente necesario en la Benemérita para arrastrar a 300 hombres de un Parque de Automóviles de Madrid, que le siguieron aquel día al Congreso, pero que se habrían ido con él a conquistar Gibraltar, si él se lo hubiese propuesto.

Por supuesto, no pretendo justificar su acción. Pero, por supuesto, tampoco serían juzgados quienes con sus errores políticos empujaron a este hombre a la locura, mezclada esta con suposiciones, ambiciones y maniobras nunca esclarecidas de técnicas de contragolpe.

De todas las imágenes retrospectivas de aquel momento en el Congreso, destaca la figura, el genio, la reacción, de un personaje indiscutible: el general Gutiérrez Mellado. Pero, por encima del valor demostrado aquella tarde del 23-F, yo destacaría de su amplio haber que dictara una norma que para nosotros ha sido verdadera regla de oro: el militar que quisiera afiliarse a una opción política podía hacerlo, por supuesto, pero colgando el uniforme. El hecho de tener las armas, emanado del poder legítimo del Estado, impedía el ejercicio de toda actividad partidista. Y, pese a tentaciones y manipulaciones, las Fuerzas Armadas en su conjunto han cumplido la regla fielmente. Quedan para la pequeña historia casos aislados de personajillos que han sacado buenas rentas de sus afectos políticos.

Es una lástima que otras instituciones no encontrasen en aquellos momentos a su Gutiérrez Mellado. La neutralidad política debería ser norma de conducta de los servidores del Estado: no puede haber jueces o policías de derechas o de izquierdas, porque se resquebraja el sistema. Lo estamos viviendo. ¡Cuántas preocupaciones y problemas habríamos evitado a nuestra sociedad! ¿A tantas tentaciones arrastra el poder?

Escribo estas líneas cuando constato en reiteradas encuestas del CIS la buena valoración que tienen las Fuerzas Armadas ante la opinión pública. Pese a que pagamos muchos el pecado cometido por pocos el 23-F; pese a que hemos vivido supresiones de unidades históricas; a pesar de los continuos recortes presupuestarios; pese a la pérdida de nuestra Sanidad, de la venta de parte de nuestro patrimonio histórico; pese a que hemos sido moneda de cambio en campañas electorales, a que se aprueben leyes orgánicas sin consenso parlamentario, a que constantemente se reprogramen planes de estudios y leyes sobre nuestra función.

A pesar de todo eso, hemos seguido siendo leales servidores del Estado. Por esto aplaudimos a Obama cuando, en momentos de problemas graves en Irak y Afganistán, mantuvo al secretario de Defensa de la Administración de Bush. ¡Esto es política de Estado! Aquí habríamos cambiado hasta a los conserjes y escoltas. ¡Pero si las Fuerzas Armadas, y es lo que reconocen las encuestas, han sido la institución más flexible, más adaptada a los cambios generacionales y tecnológicos, las que han sabido aprender más de sus errores!

Por supuesto, en el carácter vocacional de la mayoría de sus componentes se encuentra el mérito, el valor añadido, el que permite contar con disponibilidades en 24 horas para acudir a cualquier rincón del mundo, el que compatibiliza aptitudes con actitudes.

Demos por más que superado el 23-F en lo que respecta a las Fuerzas Armadas. No hay más voluntad, no ha habido más voluntad durante estos años que la de servir. Estamos modernizados y abiertos a seguir modernizándonos al ritmo de nuestra sociedad. Pero no inventen ni fuercen nada extraordinario. Dejen que el modelo repose. No intenten arrastrarnos a romper la regla de oro de Gutiérrez Mellado. Es más: intenten trasladarla a otras instituciones del Estado. Todos saldríamos ganando.

Nos encantaría ver cómo la Justicia nos gana por goleada en las encuestas del CIS. El general Gutiérrez Mellado se alegraría también. Sería el mejor homenaje que podríamos tributarle al general este 23 de febrero del 2009.

Luis Alejandre Sintes. General de División en la Reserva fue Jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra.

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El 23-F, años después, de Alberto Piris en Estrella Digital

Posted in Historia, Política by reggio on 24 febrero, 2009

Por alguna razón que ignoro, en torno al 28º aniversario del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 se está difundiendo bastante información relacionada con aquel acontecimiento: programas televisados, material audiovisual, entrevistas, artículos y comentarios. Parte del público al que está dirigida no había nacido aún cuando el hecho se produjo. El «escenario» -como ahora es usual decir- español ha cambiado mucho desde entonces.

Pero convendría recordar algo de lo que luego ocurrió. Me voy a referir a uno de los efectos más nefastos que el 23-F trajo consigo a corto plazo: la polémica mediática provocada por el proceso judicial al que fueron sometidos algunos de los protagonistas del golpe, seguida con apasionamiento por los españoles. En relación con esto, me permitirá el lector que reproduzca algunos párrafos de un artículo que publiqué en El País («El rescate del honor militar», 20-03-1982) y que firmé con mi nombre y graduación, para salir al paso de ciertos comentarios publicados sobre el desarrollo de la vista, que seguían fomentando los fanatismos que tan violentamente afloraron el día del golpe.

«En el lamentable espectáculo casi cotidiano de la sala de justicia de Campamento, se esgrime la palabra «honor» para justificar indisciplinas, deslealtades, desobediencias, ambiciones, ambigüedades… ¿Quién se atrevería a utilizarla después? Sin embargo, el concepto de honor, tal y como diáfanamente lo expresan las Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas, es aquello «que lleva al militar al más exacto cumplimiento del deber». Y allí se maneja profusamente para razonar unos por qué han hecho caso omiso a su cadena de mando militar, para explicar otros cómo han llegado a promover un grave incidente de secuestro con disparos de arma de fuego en lo que debería ser el foro sagrado de la Patria, no cumplir las órdenes recibidas o excederse en el cumplimiento de las que no recibieron legítimamente, para hacer creíble su culpable aceptación de una disciplina ciega que no es la que nos imponen a los militares las Reales Ordenanzas, para justificar, en último término, el vergonzoso espectáculo que en febrero del año pasado puso de relieve, otra vez, en todas las televisiones del mundo, que en España aun se producen conductas aberrantes con el protagonismo de unos, el impulso de otros y la complicidad de bastantes más.

«Remontemos, si es posible todavía, el explicable desánimo. Ni España es sólo el video que se hizo famoso con motivo de los tristes acontecimientos ahora juzgados, ni los españoles somos un país de opereta -por más que a muchos les conviniera así, para seguir beneficiándose de nuestro ostracismo universal-, ni sus Fuerzas Armadas somos en su totalidad un ejemplo de cómo la deformación profesional puede conducir a episodios humillantes, a actuaciones francamente bochornosas. Hay en España un inmenso potencial de supervivencia, aun sin explotar, un gran caudal popular de deseos de renovación; somos los españoles un pueblo sufrido que ha vivido mucho, ha aguantado más y merece mejor suerte; y subsiste en sus Fuerzas Armadas un deseo íntimo y pujante de que no vuelva a ser la «cuestión militar» un escollo en el progreso de los españoles, de que el honor recupere su función, única y exclusiva, de motor que impulsa al más exacto cumplimiento de deber, deber que no consiste en determinar, subjetiva e interesadamente, si España está o no en una «situación límite», o en señalar rumbos forzados a la Patria, ni, mucho menos, salvarla de imaginarios y provechosos peligros, sino en consagrarse al servicio de ella, al servicio de esa Patria que las Ordenanzas definen luminosamente como el «quehacer común de los españoles de ayer, hoy y mañana, que se afirma en la voluntad manifiesta de todos».

El artículo citado me granjeó la sincera amistad de algunas personas, que aún siguen manteniéndola, y el recelo y el desafecto de muchos compañeros de armas que me miraron con no disimulada desconfianza. Ahora, tras varios años de democracia y habitual actividad parlamentaria, encontraría pretencioso llamar al Congreso «foro sagrado de la Patria», como en aquel momento ilusionadamente escribí. Pero, por otro lado, la percepción que los españoles tienen de sus Ejércitos y la que éstos tienen sobre su misión y encaje en la sociedad española han variado en sentido muy positivo para ambas partes. Los dos artículos de las Ordenanzas antes citados, relativos al honor militar y al concepto de Patria, no han necesitado ser reproducidos en las nuevas Ordenanzas recién aprobadas, más volcadas hacia la racionalidad operativa de unas Fuerzas Armadas al servicio de los españoles que a la ambigüedad retórica de las que se redactaron durante la transición.

Hoy el 23-F es un recuerdo que va desvaneciéndose en el pasado. Conviene no olvidarlo, para que jamás vuelva a producirse algo similar y para mejor valorar el hecho de que nuestras Fuerzas Armadas gocen hoy de la estima de los españoles en mayor grado que otras instituciones que no acaban de encontrar su lugar en una España que se define como «un Estado social y democrático de Derecho», como estamos viendo que ocurre con la Iglesia, la Judicatura o la Banca, sin ir más lejos.

Alberto Piris. General de Artillería en la Reserva.

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La cacería contra Suárez y el 23 de febrero, de Jorge Trías Sagnier en ABC

Posted in Historia, Política by reggio on 24 febrero, 2009

La Tercera de ABC

… El manuscrito de Navarro, cuya fotocopia he leído varias veces, de 195 folios por una cara e inconfundible y primororsa letra, ofrece muchas claves esenciales para comrpender esos años de Transición…

En una Tercera que publiqué el mes de octubre del año pasado -«Las memorias de Suárez o el silencio de la Transición»- decía que sabía de la existencia de un manuscrito de Eduardo Navarro Álvarez, autor de prácticamente todo lo que escribió y dijo Adolfo Suárez desde que dejó la presidencia, y que era la base de unas posibles memorias del ex presidente. Ambos, Suárez y Navarro, se han quedado sin voz y, paradojas de la vida, están aquejados de una parecida enfermedad mental degenerativa. Después de ese artículo, Julio Álvarez, sobrino de Navarro, me entregó para su custodia los valiosísimos archivos de su tío; y José Luis Graullera, el amigo inseparable de Eduardo y de Adolfo Suárez, me instó a que escribiese la historia de la Transición, pero no con opiniones más o menos autorizadas o con hechos enlazados a conveniencia de un determinado hilo argumental, sino la historia como fue, basada en documentos. Esos valiosos documentos que ellos y otras personas poseen.

El manuscrito de Navarro, cuya fotocopia he leído varias veces, de 195 folios por una cara e inconfundible y primorosa letra, ofrece muchas claves esenciales para comprender esos años de Transición y la montería que se organizó en España contra el ex presidente. La historia se llama «Mis testimonios sobre Adolfo Suárez» y, evidentemente, no son las memorias de Suárez sino las de Eduardo. Pero más interesante que esos papeles son los cuatro archivos de plástico color caramelo «tofe» con el rótulo de «Documentos Presidente-ENA» -ENA significa Eduardo Navarro Álvarez- con subcarpetas, también de plástico, numeradas de la 1 a la 21 y algunas otras hojas sueltas. Ahí he buceado durante muchos días a ver que encontraba. Hay notas de Suárez como estas:«esto lo tengo que pensar». Todo lo escribía Eduardo, incluso las palabras que pronunció cuando el hijo de Suárez decidió presentarse a la presidencia de Castilla-La Mancha contra Bono. Por eso decía, con sorna, que él escribía «con un seudónimo que se llama Adolfo Suárez».

Pero por fin di con lo que buscaba: el proyecto de memorias del ex presidente del Gobierno de la Transición. Los cuatro archivadores que había estado investigando eran, en suma, ese proyecto de Memorias. O, al menos, esta es la conclusión a la que he llegado. Hay, incluso, un guión de las mismas y algunos folios escritos en primera persona sin el correspondiente manuscrito de Eduardo Navarro, donde Suárez habla con total libertad del Rey, de Arias, de Fernández Miranda, de otros personajes y de los diputados que se escondieron debajo de los asientos la tragicómica noche del 23 de febrero.
Reconstruyamos alguno de esos hechos.

Eduardo Navarro, en sus «Testimonios», afirma que los sucesos del 23-F cada español los cuenta de acuerdo con el entorno en que le tocó vivirlos. «La aparición del Rey fue decisiva. Los Reyes no suelen ganarse el trono al principio de su reinado. Juan Carlos I sí lo hizo y de la noche del 23-F terminó su examen «cum laude». Probablemente es un hecho extraordinario en la Historia, pero es así». Y a continuación relata: «Muchas veces he comentado los sucesos de aquella noche con el Presidente Suárez y he oído su relato. Su actitud aquella tarde y aquella noche acalló a sus críticos y a sus adversarios.
Mientras él permaneció sentado en el hemiciclo, los críticos y los adversarios estaban tumbados en el suelo». Efectivamente, había un clima en la clase política, en su propio partido UCD, en el Partido Socialista y en la mismísima Zarzuela, muy hostil al presidente, un clima similar al que se produjo cuando Arias le presento al Rey su dimisión en 1976. Suárez lo explica así: «Mi única idea durante los primeros momentos del golpe fue mantener la dignidad del Presidente del Gobierno de España. La dignidad de la democracia. Varias veces se me pasó por la cabeza los titulares de los periódicos que podían hacer referencia a mi persona, si el golpe triunfaba: «El Presidente murió de un tiro en la espalda cuando estaba tumbado en el suelo». Eso me rebeló. Si me mataban tenía que ser cara a cara. En aquellos instantes mi único instinto fue dar la cara». Y concluye de forma contundente: «Ni el Ejército ni el país secundaron la intentona. El papel que jugó S.M. el Rey permitió que la pesadilla de aquella noche terminara al día siguiente».

Suárez no analiza las causas del golpe, pues dice que «aún debe ser estudiado y analizado en profundidad». Pero con una sencillez apabullante, al hablar de las causas de su dimisión, nos ofrece, en realidad, las causas del golpe de Estado y de la cacería de la que había sido objeto. «Nadie ha creído algo que es absolutamente cierto: después de las elecciones de 1979, la descomposición de UCD en facciones y el intento de algunas de estas en marchar rápidamente al campo contrario, hacían imposible la tarea de gobernar con seriedad. Nunca olvidaré el año 80, ni la moción de censura que presentó el PSOE ni la cuestión de confianza, ni todas y cada una de las votaciones del Congreso durante ese año. Cada una de ellas se desarrolló bajo la amenaza de que un grupo numeroso de Diputados abandonaba el Grupo Parlamentario de UCD y se pasaba al campo contrario. Las críticas a la persona del Presidente -a mi persona- provenían de todos lados: de la derecha, de la izquierda y de mi propio partido. Había pasado de ser el protagonista del proceso democrático a un malvado encantador de serpientes. Yo pensé que estas críticas influían en la clase política pero no en el pueblo español. Es posible que me equivocara. Ante esta situación decidí dimitir». Más adelante concluye, y creo que es esencial esa afirmación para comprender lo que se estaba tramando en torno al general Armada que hasta el día del golpe contó con la confianza del Monarca, «a lo que no estaba dispuesto es a que se recondujera el proceso democrático fuera de las instituciones constitucionales, a dar ocasión para que los grupos de presión extrademocráticos (sic) aprovecharan mi dimisión para introducir una cuña involucionista».

El relato de lo que ocurrió esa tarde y noche sería muy largo de contar. Cuando se inicia el golpe de Estado el Rey se encuentra con Sabino Fernández Campos y siguiendo instrucciones directas del Monarca, el Capitán General de Madrid, Quintana Lacaci -que luego asesinaría ETA- y el Jefe del Estado Mayor del Ejército, José Gabeiras, deshicieron el golpe, el primero impidiendo que la División Acorazada se pusiera en marcha, y el segundo desmontando la operación de Miláns en el resto de las capitanías. Sin la decidida actuación del Rey está claro que hubiese triunfado el golpe, como asegura Navarro en sus papeles. Según cuenta Eduardo, en sus conversaciones con Miláns el Rey le espetó: «No me marcharé del país y me tendréis que fusilar». El Rey, pues, se puso esa tarde al lado de la senda constitucional. Navarro también explica la trascendencia que tuvo la reunión del gabinete de Subsecretarios bajo la presidencia de Francisco Laína, que con impresionante sentido de Estado se convirtieron en el Gobierno de hecho de la Nación.

La historia la hacen hombres y mujeres sobresalientes. A veces, incluso, la escriben los pueblos. Gracias al indiscutible valor de Suárez, estadistas como Laína y a la nítida actuación del Rey junto a los militares leales el 23 de febrero de 1981, España no se tiñó, una vez más, de sangre. No reconocerlo sería la negación de la mismísima evidencia.

Jorge Trías Sagnier. Hijo del abogado y político catalán Carlos Trías Bertrán y hermano, entre otros, del filósofo Eugenio Trías y del escritor Carlos Trías Sagnier, pertenece a la alta burguesía catalana.

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¿Y si Tejero hubiera aceptado?, de Alfonso Pinilla García en El Mundo

Posted in Historia, Política by reggio on 24 febrero, 2009

TRIBUNA POLITICA

Hoy, 28 años después del 23-F, el autor asegura que la conspiración fue más compleja de lo que se admite. Sostiene que la clave del golpe está en el Gobierno de concentración que auspiciaba el general Armada

Tejido, por un cruce de pasados, el presente no es el último punto de una línea recta llamada historia, sino más bien una continua bifurcación de senderos, un rosario de encrucijadas donde lo que hoy es pudo no haber sido. Pero al mirar hacia el pasado, el hombre traza líneas rectas con la escuadra y el cartabón de su memoria. Sabe el resultado de las cuitas pasadas, de las crisis acaecidas. Conoce los desvelos del pretérito y su posterior solución, por eso acaba confundiendo muchas veces lo imprevisto con lo inevitable.

Este cinematográfico/televisivo aniversario del 23-F ha puesto bien de manifiesto el vicio en el que todos solemos caer cuando hacia atrás miramos. Despreciando las muchas encrucijadas por las que atravesaron sus protagonistas, hemos querido ver en el golpe una conspiración farragosa, un plan chapucero puramente franquista que estuvo abocado al fracaso y que, si no llega a ser por la audaz actuación del Rey, España se habría convertido en la dictadura militar con la que muchos ultras soñaban.

Pero a poco que buceemos en las sentencias del 23-F, así como en los ríos de tinta que el acontecimiento ha generado, podremos darnos cuenta de que la realidad es mucho más compleja, tiene muchas más caras y presenta numerosas aristas. Si narramos la historia bajo la perspectiva de esa lógica binaria donde sólo existen malos y buenos; si dibujamos un solo resultado de la crisis -el que creemos necesario- olvidando posibilidades que también pudieron haber ocurrido, estaremos tiñendo de un solo color los anteojos de nuestro análisis. Y nada hay más empobrecedor para el hombre que despreciar la incertidumbre a la que continuamente se enfrenta en su existir. Porque vivir es decidirse, ya lo decía Ortega, y en ese pugilato con la circunstancia que nos hace optar por un camino o por otro consumimos este instante en medio de la eternidad que llamamos nuestra vida.

El 23-F no fue sólo un golpe franquista. Su espoleta sí, su puesta en escena sí, su chivo expiatorio con tricornio y pistola en mano sí. Pero el golpe es mucho más que un puro y simple pataleo de los nostálgicos. Había en la España de principios de 1981 una crisis fundamentalmente política que se evidenciaba en un Gobierno que hacía aguas por sus cuatro costados sin que su capitán, Suárez, pudiera hacer nada por reflotar el barco. Y no podía hacer nada porque ya se había quedado solo al frente del puente de mando y su tripulación empezaba a repartirse sus galones pensando en la sucesión. Crisis política aderezada con una crisis económica galopante, un desencanto ciudadano evidente y un malestar militar enconado -y azuzado- por una ETA inmisericorde que no había parado de matar a pesar de la Transición.

Y es en este contexto donde surgen los cantos de sirena de un Gobierno de concentración compuesto por los principales partidos políticos representados en el arco parlamentario. Un Gobierno de concentración presidido por una figura independiente, de reconocido prestigio y que no levante ampollas entre la izquierda y la derecha.¿Un catedrático, un pensador, un militar? El nombre de Alfonso Armada saltó a la prensa antes del golpe. El suyo y el de otras personalidades de consenso que, aun procediendo del ayer franquista, habían colaborado con un delicado presente democrático que ahora se desmoronaba.

Este Gobierno de concentración es, desde mi punto de vista, la clave de esa bóveda -que felizmente se vino abajo- llamada 23-F.Quizá por eso solemos pasar sobre él de puntillas, fijándonos sólo en el papel del Rey, una fachada mediática, un supuesto enigma que no sirve más que para nutrir titulares y argumentar propagandas. Y cuando no es el papel del Rey, miramos hacia el elefante blanco, otro de los secretos jamás desvelados que tampoco resulta tan importante para comprender el acontecimiento.

Recuerdo un cuento de Edgar Allan Poe titulado La carta robada.Un grupo de policías busca un documento importantísimo en la habitación de un hotel mientras su ocupante, el ladrón del documento, ha salido. Se trata de un secreto importantísimo y presuponen los policías que la carta se hallará escondida en una doble pared, bajo el suelo, tras aquel espejo o en el marco de este inocente bodegón. En el escondrijo más impredecible estará la carta, piensan, y por eso ponen patas arriba la estancia, derriban las paredes y levantan las baldosas. Pero no la encuentran, porque el avispado ladrón ha dejado la carta encima de la mesa, como un papel más, y nadie busca entre lo que se halla a simple vista.

La evidencia es la mejor caja fuerte, en ella están guardados los más grandes secretos. Porque lo evidente es fácilmente visible, basta un golpe de vista para constatar su existencia, no hay que detenerse en ello y por eso creemos que nada puede atesorar lo que continuamente está enseñándose. Pero esto nos pasa porque olvidamos que el secreto no habita en un lugar sino en un mirar, que lo desconocido no se oculta en un sitio sino en la forma que tenemos de enfocar hacia ese sitio. Si no sabemos mirar no podremos encontrar, por eso conviene empezar a detenerse en lo evidente. Ignoramos lo evidente porque lo visitamos con rapidez y pronto vamos a otra cosa. Simplemente lo vemos, pero nunca lo miramos, porque mirar es recrearse y buscar con paciencia.La simple vista es un corretear de ojos. En el mirar, los ojos dimiten de bullicios, detienen su correr. Casi siempre vemos sin mirar.

Los hechos probados por la investigación judicial son suficientemente esclarecedores de lo que fue este golpe que hoy se simplifica.Estas evidencias enseñan muchas cosas si nos detenemos a mirarlas.El plan golpista contenía cuatro sencillos puntos: uno, secuestrar el Congreso con los diputados dentro; dos, ocupar Valencia para favorecer el efecto dominó en el resto de Capitanías; tres, hacer lo propio en Madrid con los tanques de la Acorazada; y cuatro, presionar en persona al Rey -de esto se encargaría Armada- para que ante la difícil situación el Monarca decidiera dar luz verde a las pretensiones de su antiguo secretario, que no eran otras que las de formar el Gobierno de concentración arriba descrito, ya sugerido por la prensa y, según el general Armada, aceptado como posible solución en algunas conversaciones que él mismo decía haber mantenido con el Rey.

Los dos primeros puntos del plan se llevaron a cabo, pero los dos últimos no, por eso el golpe se quedó en frustrada intentona.Un golpe que no fue puramente franquista, que pretendía dar un vuelco político con Gobierno de concentración incluido y que, más que golpe, era intimidación, sucesión de hechos consumados gracias a los cuales pretendió darse un giro, un golpe de timón a un sistema encallado y al pairo. Pero ni los tanques de la Brunete ocuparon la Castellana, ni Armada se entrevistó en persona con el Rey aquella noche.

La División Acorazada Brunete queda desactivada cuando su responsable, el general Juste, se asegura de que La Zarzuela no apoya el plan de Armada. Sabino Fernández Campo se lo confirma con el famoso «ni está ni se le espera». El golpe empieza a fracasar porque la puerta de La Zarzuela se cierra para su antiguo secretario.Aunque este hecho pudiera suponer un mazazo tremendo para el general Armada, lo cierto es que él aún ve rendijas de esperanza en lo que otros han querido interpretar como un portazo definitivo de la Corona a las pretensiones de su fiel consejero. Y es que tras el «ni está ni se le espera», el general Armada sigue haciendo cábalas y logra, en torno a las doce de la noche, el permiso de sus superiores para negociar con Tejero un Gobierno de concentración política. Temerosa de que el secuestro de los diputados acabe en una masacre, La Zarzuela da el visto bueno al general Armada para que vaya a entrevistarse con Tejero, siempre que el nombre del Rey -lo cuenta Sabino Fernández Campo en un libro de Francisco Medina titulado 23-F. La verdad- no se mezcle en lo negociado.

Y aquí llegamos al nudo gordiano de la historia, a su principal encrucijada. Porque Armada, ese clavo ardiendo al que la Corona finalmente se ha agarrado para salir de la seria crisis, pedirá a Tejero que le deje entrar al Hemiciclo para proponer a los diputados su Gobierno de concentración. Los nombres de las personas que formaban parte de ese Gobierno -socialistas, algún comunista y miembros del centro derecha- quedan detallados en una lista que Armada leyó a Tejero. Carmen Echave, la doctora del Congreso, apuntó aquellos nombres en un documento que no hace mucho tiempo fue publicado por Francisco Medina en su citado libro y por Victoria Prego en este mismo periódico.

«Mi general: yo no he asaltado el Congreso para esto», afirma ante Armada un Tejero indignado al ver que su acción puede servir para que las poltronas del Ejecutivo sean ocupadas por quienes él considera los responsables de todos los males acaecidos en España desde la muerte de Franco. Así pues, el teniente coronel Tejero hizo fracasar el golpe que él mismo había iniciado, poniendo de manifiesto con su acción la complejidad de una trama donde no sólo había trazas franquistas, sino movimientos políticos inconfesables, toreo de salón entre bambalinas con un Gobierno de concentración en ciernes que pudo haberse confirmado si los micrófonos del Hemiciclo se hubieran abierto para Armada.

Cabizbajo, el general Armada regresará al Palace acompañado de una lapidaria frase: «He fracasado». Sonaba en un reloj insomne la una de la madrugada. Diez minutos después, el Rey daba el famoso discurso que tanto tranquilizó a una España apagada por el brillo de los tricornios.

Pero, ¿y si Tejero hubiera aceptado? Tan peligroso es enredarse entre futuribles como interpretar bajo un férreo determinismo los procesos históricos. Es imposible analizar lo que finalmente no ocurrió, pero de igual manera resulta interesante, y útil, conocer lo que pudo haber ocurrido para comprender la compleja naturaleza del acontecimiento. No sólo hay que fijarse en los resultados que se dieron, sino en los senderos que pudieron haberse explorado.

Porque si Tejero hubiera finalmente aceptado la propuesta de Armada, quizá los que hasta ahora han sido considerados como traidores podrían haberse convertido en salvadores de la patria.Si a la historia le quitamos el determinismo con que solemos interpretarla nos queda la sorpresa, el azar, la incertidumbre y el escalofrío.

Alfonso Pinilla García es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura.

© Mundinteractivos, S.A.

23-F: recuerdos y preguntas, de Antonio Elorza en El País

Posted in Historia, Memoria, Política by reggio on 21 febrero, 2009

Me encontraba hablando por teléfono con Fernando Claudín para organizar unas conferencias conmemorativas del 50º aniversario de la Segunda República cuando llegó la noticia de la dimisión de Adolfo Suárez. «Ruido de sables», sentenció. También estaba al teléfono, ahora preparando la edición de un libro, cuando a ambos lados de la línea retumbaron los disparos en el Congreso. «¡Policías malos que no dejan trabajar a los aitás!», dictaminó mi hijo de cuatro años. En las horas que siguieron, atendí la consigna del partido, pronto por fortuna anulada, de concentrarnos en las inmediaciones de las Cortes. Los círculos protectores de grises nos relegaban a la plazuela de Goya, junto al Prado. Horas después, la Policía Municipal anunció que unas fuerzas de la Brunete venían para liberar a los diputados. Un amigo me contó el fin del episodio. En realidad, quien llegaba era Pardo Zancada para reforzar a Tejero. El grupo de concentrados le saludó con los gritos de «¡Democracia, sí; dictadura, no!». Nuevo caos de consignas por la mañana: primero, atrincherarse en las Facultades; luego abandonarlas para no provocar.

Un cierto grado de confusión alcanzó en esa jornada a todos los niveles de la sociedad, del poder político y de los mandos militares, incluidos los golpistas, que acabaron atrapados en su propia tela de araña. Es el clima reflejado en la dignísima miniserie de TVE. La única objeción reside en el hecho de que sea la televisión del Estado la que difunde una versión tan cerrada del episodio, con el Rey como protagonista inmaculado, cuando hay puntos oscuros aún por dilucidar. El fondo de la cuestión parece claro: la opción constitucionalista del monarca y sus gestiones para obtener la obediencia de unos jefes militares partidarios del «golpe de timón»; la lealtad de algunos, como Fernández Campo y Gabeiras; la voluntad golpista de Miláns o de Tejero; la felonía de Armada. La combinatoria de las actuaciones es, sin embargo, más compleja.

Escuché al Rey su narración de los hechos con ocasión de una cena en casa de Jaime Sartorius, allá por julio de 1988, y una vez que ya tenemos una versión oficial, resulta imprescindible destacar algunas diferencias. Así, la conciencia del riesgo asumido por el monarca. El príncipe Felipe le pregunta: «¿Qué pasa, papá?». Y él responde: «Nada, hijo; he dado una patada a la Corona, está en el aire y ya veremos donde cae». Más importante es la observación hecha por la Reina al conocer la ocupación del Congreso: «¡Esto es cosa de Alfonso!». Consecuencia: tajante rechazo a cualquier intento de Armada para acudir a la Zarzuela y advertencia a Gabeiras de que no delegase nada en su segundo, protagonista en todo momento de la narración regia. Hay, pues, un hilo conductor de las relaciones entre Armada y el Rey que la serie no aborda suficientemente. Todo indica que Armada participa en ese «ruido de sables» de que hablaba Claudín y que dio en tierra con Suárez, quien para nada quería al futuro golpista en el Estado Mayor. Nada sabemos de su larga conversación con el Rey diez días antes del 23-F. Resulta verosímil que el Rey prefiriera tenerle cerca como hombre de confianza en tiempo de inseguridad y que reaccionara al sospechar su intervención en la trama, dejándole claro que no secundaba el golpe.

Tampoco cabe descartar que siguiera pensando en utilizarle en último extremo, y ahí está el visto bueno dado para presentarse en las Cortes. En la miniserie es Gabeiras quien lo otorga, pero el general contó años después que la autorización previa fue del Rey, cosa lógica, para convencer a Tejero de que depusiera su actitud. Sólo que a esas alturas estaba bien probado que Armada jugaba su propio juego golpista. Difícilmente don Juan Carlos podía ignorarlo. Culminando una labor iniciada tiempo atrás, más de sierpe que de elefante, iría a proponer a los diputados presos su gobierno de salvación nacional. Tejero reventó el intento. El resto es bien conocido. Debilitada ya por la presión del monarca sobre los capitanes generales y por los propios celos entre estos, la baza de espadas había fracasado. Una hora más tarde, el Rey aclaró todo con su comunicado constitucionalista en televisión. La imagen jugó así un papel sustancial, desde la providencial cámara que transmitió el tejerazo e invalidó todo intento de presentar aquel ejercicio de barbarie como un acto de salvación de la patria. La última batalla de la guerra civil se había perdido para los sublevados, entre la traición y el esperpento.

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Fin de época, desaparece una generación, de Jordi Borja en El País de Cataluña

Posted in Historia, Memoria, Política by reggio on 16 febrero, 2009

Paul Nizan no tuvo una juventud feliz: teníamos 20 años y no dejaré a nadie decir que fueron los mejores años de nuestra vida, escribió el autor de Chiens de garde y Aden Arabia, dos libros escritos en la década de 1930 y muy actuales. El segundo incluye, además, una estremecedora introducción de Sartre. Los que teníamos 20 o 25 años a finales de la década de 1960 fuimos afortunados. La historia avanzaba cuando nosotros iniciábamos nuestra carrera de adultos, progresábamos a la vez, podíamos sentirnos protagonistas, la épica no se reducía al Barça. Ahora cuando se cumplieron ya 40 años del mítico 68 y van a cumplirse 30 de las primeras elecciones municipales es inevitable asumir que es el fin de una época y de una generación. De una generación privilegiada, la que vivió intensamente entre los años sesenta y el final de siglo el largo proceso de resistencia ascendente y pudo luego contribuir a crear, con todas las limitaciones que quieran, las bases de una democracia que no quisimos que fuera únicamente formal.

Toni Farrés acaba de morir. Elegido alcalde de Sabadell en las primeras elecciones municipales (1979), reelegido continuamente con más del 50% de los votos, hasta que decidió que 20 años es más que nada y se retiró discretamente en 1999. Había nacido en 1945, lo conocí en 1968 cuando yo regresaba discretamente de una obligada (pero feliz) estadía de algunos años en París. Somos la generación del 68. Él, ex estudiante de Derecho, se había ido a trabajar a Unidad Hermética. Fue destacado sindicalista de CC OO, luego terminó la carrera, hizo de abogado laboral, más tarde fue un alcalde emblemático no sólo del PSUC, también de toda una generación de alcaldes y concejales que pasaron de la militancia clandestina al Gobierno de unas ciudades en crisis. Nunca cambió de barricada, estuvo siempre al lado de los trabajadores, pero entendió que mal servicio les daría si sólo se ocupaba de hacer programas sociales, que se hicieron y muchos en unos años en los que se perdieron varios centenares de miles de puestos de trabajo sólo en la provincia de Barcelona. Toni recuerdo que me dijo poco después de ocupar la alcaldía y discutíamos sobre cómo plantear la cuestión metropolitana: quiero cambiar la ciudad, atraer actividades, arreglar los barrios. No estoy en contra de Barcelona, pero me temo que si nos acercamos demasiado seremos siempre una periferia. Si tenemos que ser como Barcelona quiero que seamos como el Eixample, no como Nou Barris (NB ahora se ha convertido en una estupenda parte de la ciudad, pero en la década de 1960 era donde la ciudad pierde su nombre).

Toni Farrés fue un gran alcalde que heredó una ciudad en crisis, tanto económica, hundimiento del textil local, como urbana, más del 50% de la población vivía en barrios degradados o marginales. Él con un equipo liderado por el histórico PSUC la cambió. Poco después del inicio de su alcaldía, un diputado convergente originario de Sabadell me decía: qué mala suerte, con la grave situación de la ciudad ha sido elegido un alcalde comunista, nos acabará de hundir. No lo creo, contesté, Farrés será muy bueno para la ciudad y ya veremos si en otras ciudades vosotros lo hacéis mejor. Es suficiente visitar el Eix Macià, una obra ambiciosa que se inventó un alcalde con ideas radicales pero sin prejuicios, con prioridades sociales a favor de la mayoría, pero que pensaba para toda la ciudad, en su economía, urbanismo e imagen. Al inicio del proyecto me dijo: ahora estoy seguro de que irá adelante y rápido, hemos conseguido convencer al Banc de Sabadell y a El Corte Inglés de que se instalen en los dos extremos del Eix.

Nos veíamos sólo de vez en cuando, hace unos meses compartimos unos días en Buenos Aires, él me comentó que quería pasar una parte de la semana en Torredembarra y poder escribir un libro sobre los alcaldes, los de ahora y de mañana. Antes de Navidad acordamos vernos en enero cuando él suponía que se habría recuperado bastante. No ha sido posible. Nos queda una tristeza melancólica, por la pérdida de una persona querida. Pero también, me parece, porque nos hace más conscientes de que desaparece también toda una generación, como me decía el viernes, en el ayuntamiento, muy cerca del cuerpo presente de Toni, la amiga Dolors Calvet, la que por unas decenas de votos no pudo sucederle en la alcaldía. El cambio de siglo coincide con el fin de una época.

En los próximos meses celebraremos los 30 años de los primeros ayuntamientos democráticos, tras las elecciones del 3 de abril de 1979. Un mes después de las elecciones generales las municipales depararon un resultado que significaba un viraje a la izquierda. Los socialistas catalanes fueron los más votados y en segundo lugar lo fue el PSUC. En la gran mayoría de los municipios grandes y medianos se constituyeron gobiernos de izquierda, en algunos casos con participación de Convergencia. Los nuevos alcaldes y regidores tuvieron que aceptar el desafío de hacer funcionar una maquinaria deteriorada, con muy escasos recursos y a la vez responder con eficacia a las demandas sociales acumuladas a las que se añadieron las que generaba la crisis económica que desindustrializó una parte importante de la economía del país. Los equipos de gobierno del 79, con la colaboración de equipos de profesionales-militantes y el diálogo con las entidades ciudadanas y vecinales, cumplieron una obra inmensa, que consolidó la democracia y evitó que se produjeran reacciones sociales violentas que la hubieran, quizá, hecho naufragar. Estos equipos se habían forjado en la lucha antifranquista y entonces estuvieron a la altura de las circunstancias. En la crisis actual los nuevos equipos, que no tienen culpa alguna de haber vivido tiempos más fáciles, tendrán que enfrentarse a nuevas situaciones que exigirán, como ocurrió entonces, fuerza, coraje, imaginación y sensibilidad. Les deseamos sinceramente suerte.

Jordi Borja es profesor de la UOC.

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Quién mató al marqués de Sargadelos, de Gregorio Morán en La Vanguardia

Posted in Asturias, Cultura, Economía, Historia by reggio on 7 febrero, 2009

SABATINAS INTEMPESTIVAS

Uno de esos curiosos enigmas de nuestra historia es la invención de la Ilustración, o para ser más benignos con nuestro pasado, la búsqueda de nobles y letrados que se dedicaron con escaso éxito a iluminar a una población sembrada, abonada y esquilmada por la Iglesia regular y las órdenes religiosas, con la entusiasta colaboración de una buena porción también de nobles y letrados. Dentro del florilegio de figuras no hay región de España que no tenga su ramito de notables cuyos esfuerzos, en general baldíos, constituyen no obstante un fascinante objeto de estudio; muy iluminador sobre nuestras limitaciones siempre y cuando el historiador de las ideas no se incline por esa obsesión de convertir a virtuosas mediocridades en exaltados forjadores de futuros.

En España y muy especialmente en Asturias esto resulta una evidencia al tratar la figura de Jovellanos, en mi opinión uno de los hombres más interesantes del volcánico tiempo que le tocó vivir, pero cuyo interés nos ayuda tanto más en sus limitaciones, en sus frustraciones y en sus fracasos, que en sus ideas, proyectos y análisis. Reconozco que hay pocas cosas más aburridas y deprimentes que haber sufrido durante muchos años el agotador goteo de jovellanistas de derechas, de izquierdas y últimamente de centro. En Asturias los discípulos y albaceas de Jovellanos forman legión en las más curiosas ramas del saber y del no saber, y todo por espurias razones que no es el momento de desvelar, pero que están ligadas al grandonismo del país. De tal modo, que se podría encontrar una línea de pensamiento (por llamarla de alguna manera) que partiendo de Don Pelayo pasa por Jovellanos y muere con Clarín y sus colegas de la autodenominada Atenas del Norte; una especie de chigre, que dirían los sarcásticos locales, donde se ampliaban los estudios universitarios.

He escrito y reiteradamente sobre Jovellanos en este periódico, y creo que he explicado ya lo suficiente mi particular visión de este prohombre, auténtico paradigma de las bondades y las limitaciones de nuestra Ilustración, cuyo rasgo no sé si definitorio pero sí el más significativo es que todos y cada uno de ellos, salvo muy contadas excepciones, eran auténticos meapilas, siervos de la Iglesia y de sus capellanes en una época en la que el progreso en cualquiera de los campos pasaba por la ruptura con ese canon tradicional y retrógrado.

La Ilustración libresca española tiene en mi opinión escaso valor, por más que tenga mucho mérito. Sin embargo hay una figura que no aparece en los estudios de los historiadores que consideramos clásicos de nuestra Ilustración y que a mí me parece probablemente el más interesante de nuestros ilustrados, un tanto tardío ya que nació en 1749 y no llegó a cumplir los sesenta años porque lo mataron a garrotazos, patadas y cuchilladas las buenas y muy religiosas gentes de la villa de Ribadeo en 1809, exactamente el lunes hizo doscientos años.

El linchamiento del marqués de Sargadelos es uno de esos acontecimientos históricos que iluminan, valga la ironía, lo que los italianos denominaron Iluminismo y nosotros Ilustración. Antonio Raimundo Ibáñez, marqués tras muchos vericuetos de Sargadelos, población gallega cercana a la costa cantábrica, es un espécimen que bien hubiera merecido más de una biografía. La única que conozco está escrita por una de esas lumbreras locales, eruditas y reaccionarias, J. A. Casariego, que se enseñoreaban de la teoría y la práctica académicas en el Oviedo de mi adolescencia.

La peculiaridad del futuro marqués de Sargadelos es que nació discreto, en familia de escribano -hoy diríamos, casi notario- y que no estudió en la universidad por falta de medios, aunque de poco le hubiera servido la de Oviedo que le correspondía, puesto que había nacido en Santa Eulalia. Llegó al monasterio de Villanueva de Oscos, regido entonces por la orden de San Bernardo, ya leído en su casa. Hay que conocer la zona asturiana de los Oscos para tener una vaga idea de lo que debía de ser aquello a mediados del siglo XVIII. Baste decir que la patata entra por entonces en la alimentación y que el sistema de vida, o de supervivencia, se mantenía prácticamente inmutable desde la Edad Media. Estudios recientes precisan que el mundo asturiano, y más en una zona como los Oscos, vivía con varios siglos de retraso con la España capitalina.

El mérito de Antonio Raimundo Ibáñez va a ser desplazarse a Ribadeo y dedicarse al comercio primero y a la industria luego. Algo tan insólito como aprovechar sus buenas relaciones con la Corona y en concreto con el arma de Artillería para hacerse proveedor y fabricante. Creó una herrería, una fundición de hierro colado -tenía un alto horno de carbón vegetal- y una fábrica de loza, la más importante de España, que tras su asesinato se fue al demonio y que en tiempos modernos ha sido recuperada. Tenía pensada una industria del vidrio y otra textil, que no logró concluir. Se le consideró el primer importador de lino de Rusia, de hierro de Suecia, de ollas de Burdeos y de bacalao de Terranova.

No hace falta decir que se casó bien, con doña Josefa López Acevedo, y que alcanzó la categoría de inspector general de Artillería, y que construyó su mansión en Ribadeo, pero que la Iglesia y la nobleza local le prepararon el terreno para que fuera acusado de todo. Gozaba de una notable cultura y no menos notable biblioteca. De poco le valió formar parte de la Junta de Defensa contra los invasores napoleónicos, porque hubo de firmar la paz cuando ocuparon la villa, y cuando se fueron, ay, cuando se fueron. La turba animada por los eclesiásticos lo consideró el principal afrancesado y coló la brillante idea de tesoros guardados en su casa. La asaltaron y a él le sacaron y le fueron dando mamporros y cuchilladas hasta que acabaron con su vida, ante su mujer y su hija. Luego vino la leyenda y se inventaron las mil historias del marqués de Sargadelos, pero lo cierto es que le mataron por moderno. ¡A quién se le ocurre montar fábricas en Sargadelos! Lo demoniaco no era la explotación del hombre, sino la llegada del demonio de la industria.

Aquel empresario que no había salido de la nobleza ni de la clerecía empezó comerciando con lo que había -aceite, vino, aguardiente, hierro y lino-, se lanzó a la industria y sufrió por ello un auténtico calvario desde 1798, cuando se levantan contra él todas las fuerzas vivas y moribundas de la zona. El paso de una sociedad agraria a una industrial puso en pie de guerra a nobles y prelados. Llegaba el mal y ese mal era mucho más peligroso aún que la letra impresa y la cultura, porque este era irreversible.

El linchamiento del marqués de Sargadelos el 2 de febrero de 1809 es como un símbolo de la utilización del patriotismo para pagar las cuentas de la modernidad; matándole a él se eliminaban muchos males, entre otros, la civilización, la cultura y la libertad. Pero había más, y es que casos como el de Sargadelos ilustran sobre el complejo carácter que tuvo esa guerra contra los franceses, en la que el elemento dominante era el mantenimiento de la tradición que acabaría apagando y castigando a las fuerzas que luchaban por la libertad y el progreso (¿se puede aún seguir escribiendo esto sin que los posmodernos se descojonen?). Los sectores populares que encabezados por nobles y curas de aldea se alzaron patrióticamente contra los franceses y los afrancesados serían los mismos que traerían al rey felón -Fernando VII- y que gritarían «¡vivan las caenas!», por allí, y «lejos de nosotros la funesta manía de pensar», por acá.

Quizá por eso siempre he creído que la defensa incombustible de Jovellanos, el no reconocimiento de sus agobiantes limitaciones como pensador, como escritor y como político, nos sitúan en ese acoquinado posibilismo que termina siempre tan adaptado a las circunstancias que es inseparable del conservadurismo. En la arrogancia de Ibáñez, el de las fábricas de Sargadelos, hay elementos para debatir. Por eso lo lincharon; no por rico, sino por moderno. Porque los señores siguieron siendo exactamente los mismos después de incitar al linchamiento. Incluso me consta que, pasados muchos años, han sido sus más conspicuos festejadores.

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Para comprender el presente, de Francesc de Carreras en La Vanguardia

Posted in Historia, Memoria, Política by reggio on 5 febrero, 2009

Es asombroso leer el libro recién publicado de Amadeu Hurtado que contiene su minucioso dietario en el periodo que va desde finales de mayo a mediados de septiembre de 1934 (Abans del sis d´octubre, Quaderns Crema, Barcelona, 2008). El asombro proviene de las muchas similitudes que existen entre la política catalana de aquella época y la actual. Se suele decir que hay que aprender de la historia para no repetir sus errores. Parece que en Catalunya no seguimos este sabio consejo: la política catalana no cambia, seguimos combatiendo los mismos fantasmas, encerrados con los mismos juguetes, obsesionados con los mismos problemas.

Un hilo conductor da unidad al libro: las vicisitudes parlamentarias de la llei de contractes de conreu (ley de contratos de cultivo), impugnada por el Gobierno central, declarada inconstitucional por el Tribunal de Garantías Constitucionales de la época y aprobada de nuevo con idéntica redacción por el Parlament de Catalunya, dando lugar al consiguiente conflicto de legitimidades. Amadeu Hurtado, abogado de gran prestigio, hombre culto, inteligente y sensato, republicano, catalanista y de talante independiente, es el encargado por el Govern de la Generalitat para defender la ley delante del citado tribunal.

Tras la sentencia que anula la ley, Hurtado busca una salida inteligente para adaptarla a la Constitución salvando sus aspectos sustanciales. Oficiosamente, pacta una solución jurídica al problema con Niceto Alcalá Zamora, presidente de la República, y con Ricardo Samper, presidente del Gobierno. Después da a conocer esta solución a Companys, president de la Generalitat, que la rechaza inmediatamente, sin ni siquiera entenderla, alegando que no piensa modificar ni una coma del texto porque la dignidad de Catalunya está en juego. Sin embargo, dos meses después, la misma Generalitat acepta una nueva propuesta de reforma de la ley que supone un cambio mucho más profundo que el sugerido por Hurtado dos meses antes. Frívolamente, sin explicación razonable alguna, lo que suponía una afrenta a la dignidad catalana se acepta sin ninguna objeción a pesar de quedar mucho más desfigurada que en la propuesta de Hurtado. La prensa, con Rovira i Virgili a la cabeza, jalea esta solución como un gran triunfo de la Generalitat.

Hurtado, persona honrada y competente, contempla estupefacto la «comedia» -esta es la palabra que utiliza- de la que es testigo directo y sus anotaciones diarias, con detalles impagables que merecen que el libro sea leído con calma, son testimonio de la fantasmal política catalana de entonces, tan similar a la de ahora.

Pensemos, por ejemplo, además de en el Estatut, en la famosa fecha tope del 9 de agosto pasado en la que si no había acuerdo de financiación la crisis con el Gobierno central sería irreversible porque también la dignidad de Catalunya estaba en juego. Transcurridos seis meses, ahora ya no hay prisa alguna y el objetivo es, simplemente, lograr un buen acuerdo que, por cierto, no llega. ¿Cuándo nos engañaron? ¿Entonces, ahora o siempre?

Además de los problemas jurídicos, explicados con una claridad lineal por Hurtado, el interés principal del dietario lo encontramos en determinadas conversaciones mantenidas por Hurtado con relevantes personalidades de la época (Azaña, Alcalá Zamora, Samper, Companys, Gaziel, entre otros), todas ellas reproducidas con gran detalle, en la descripción de determinados episodios y en los juicios que el autor emite sobre el clima político de aquel periodo. Destaca Hurtado cómo la política catalana consiste más en una continua protesta motivada normalmente por razones sentimentales que en una clara y decidida acción de gobierno: «Fingen peligros que no existen y crean conflictos imaginarios», dice. Y añade: «Nuestros políticos necesitan estas agitaciones porque no saben hacer otra cosa».

También el autor insiste constantemente en que la actuación de la clase política resulta del todo indiferente al resto de la sociedad. El día que el Parlament aprueba por segunda vez la ley declarada inconstitucional, los políticos y la prensa sostienen que el pueblo de Catalunya en masa se congregó en el parque de la Ciutadella en apoyo de las posiciones catalanas. Él, que estaba presente, relata como los manifestantes eran cuatro gatos, mientras la realidad era que el pueblo se paseaba tranquilamente por las calles de Barcelona sin preocuparse de lo que sucedía en la Cámara.

Habla también Hurtado del constante victimismo de Catalunya frente a España («pueblo el nuestro con el espíritu débil del perseguido»), del doble lenguaje político utilizado según se esté en Madrid o en Barcelona, de que los de Estat Català son nazis y de la mediocridad de los políticos catalanes. Así retrata a Macià, amigo suyo desde la infancia: «No sabía nada de nada y daba miedo escucharle hablar de los problemas de gobierno porque no tenía ni la más elemental noción; pero el arte de hacer agitación y de amenazar hasta el límite justo para poder retroceder a tiempo, lo conocía tan bien como Cambó y como los políticos de ahora». Curiosamente, Hurtado no distingue casi entre la Lliga y Esquerra, aunque en la comparación considera a estos últimos «un poco más chapuceros y mucho menos instruidos». También aquí podemos encontrar paralelismos con la situación actual.

El oportuno dietario de Amadeu Hurtado no sólo nos permite conocer el pasado, sino comprender mejor el presente, una vez han transcurrido casi 80 años.

FRANCESC DE CARRERAS, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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Acosar a los divos, de Vicente Molina Foix en El País

Posted in Historia, Memoria, Política by reggio on 31 enero, 2009

La película de Paolo Sorrentino Il divo es una brillante farsa política que recomiendo a todos los espectadores, incluidos aquellos que -como yo y la pareja de amigos con los que fui a verla- salgan del cine igual de divertidos que de escandalizados. Los materiales de Sorrentino, que ha escrito también el guión de su película, son artísticamente impecables, y se basan en una amplia labor documental que los conocedores de la política italiana contemporánea han estimado solvente y certera. Concebida como una gran stravaganza operística, los actores del numeroso reparto, todos de una bufonería muy elaborada, se amoldan a ese espíritu general, contrastando en su papel de coristas con la casi ininterrumpida sucesión de arias de bravura de Toni Servillo, que hace de Giulio Andreotti, al modo en que Philip Seymour Hoffman hizo del famoso novelista americano en Truman Capote o Cate Blanchett de Katharine Hepburn en El aviador: calcando asombrosamente a esos personajes reales, en un alarde de mérito mimético más que de verdadero arte dramático.

La película de Sorrentino, por lo demás, no es única en su propósito de retratar con presunta veracidad y descarnada comicidad a una figura política en ejercicio. Nanni Moretti, pese a negarlo, hablaba paródicamente de Silvio Berlusconi en El caimán (una de sus obras menos logradas); Stephen Frears trazaba con acidez demoledora las siluetas no sólo de Isabel II y Felipe de Edimburgo, sino de Tony y Cherie Blair en The Queen, y pronto veremos el falso documental de Dan Butler Karl Rove, I love you, sobre el homónimo y controvertido director de campaña de George Bush Jr., objeto él mismo el año pasado de W, una recreación semi-ficticia de trazo grueso dirigida por Oliver Stone. Sabiendo la tendencia copiona de una buena parte, la más holgazana, de la industria del cine, hay que esperar en los próximos tiempos nuevas réplicas; candidatos idóneos no faltan, y no quiero ni pensar la cantidad de gente que en España pagaría lo que fuese por ver en gran pantalla un caimán o un divo o un monarca destronado a imagen y semejanza de José María Aznar.

Esta nueva modalidad del biopic en vivo y en directo, que suele gozar del favor del público más políticamente comprometido y del cinéfilo más formado, apela, en mi opinión, a lo peor de nosotros mismos y, por mucho esmero que se ponga en su confección, resulta muy similar a la tan denostada basura televisiva, alimentada en las mismas fuentes: la curiosidad malsana y prepotente, la invasión de la intimidad, y el concepto de que el ser personaje público levanta las barreras de lo privado, por lo que el resto de los ciudadanos se siente autorizado a acosar, fisgonear y juzgar.

Andreotti nos cae mal a todos, por supuesto, excepto al Papa, a los no sé cuántos papas que él ha visto pasar por el Vaticano en sus recién cumplidos noventa años. Es casi probable (aunque no en los tribunales) que este hombre culto y sibilino haya cometido delitos, por lo demás no muy distintos de los que otros estadistas menos duraderos cometen en Italia, en Estados Unidos y en Zimbabue, por no hacer la lista interminable. La película los saca a relucir, en una combinación -muy eficaz pero para mí de dudosa moralidad- de periodismo de investigación filmada y artimaña de paparazzi; es a ese respecto muy elocuente leer unas consideraciones del propio director Sorrentino, en las que afirma que su punto de partida o inspiración a la hora de escribir Il Divo fueron las semblanzas que del siete veces primer ministro y ocho veces ministro de Defensa de distintos Gobiernos italianos trazaron Margaret Thatcher («él parecía tener una aversión positiva a los principios») y Oriana Fallaci, quien visitó a Andreotti y se quedó hipnotizada a la vez que aterrorizada por sus suaves maneras untuosas, deduciendo la periodista que «el verdadero poder te estrangula con lazos de seda, con encanto e inteligencia».

Lo que sucede, sin embargo, es que este tipo de cine, y en particular esta película, se presenta como obra de ficción, y a Andreotti no lo interpreta Andreotti, sino Servillo, saliendo además en el filme su mujer (en la vida real), interpretada en la pantalla por Anna Bonaiuto, su secretaria (real) encarnada por la gran actriz Piera degli Esposti, su confesor y sus antagonistas, todos también actores, mezclándose aquello que la información y las hemerotecas nos dicen veraz con la conjetura del artista Sorrentino. ¿Y por qué no? La historia del arte narrativo es la historia de la falsificación inventiva de lo real y de lo acontecido, y son incalculables la cantidad de obras maestras de la novela y de memorables personajes ficticios que no eran sino un trasunto o reflejo apenas distorsionado de situaciones y seres verídicos. Verídicos pero muertos.

Morir nos hace históricos, a todos; a los divos y héroes y a los seres anónimos y comunes, y esa condición póstuma concede, a mi modo de ver, el permiso para que los vivos ejerzamos nuestro deseo de saber, nuestros métodos de investigación, nuestra voluntad de que el pasado y sus pobladores adquieran verdad y tengan por ella condena o elogio. La muerte no debe actuar, sin embargo, como embellecedora ni gratificadora, ni por supuesto falseadora de los muertos, aunque en España es inveterada -y sigue viva- la manía de honrarlos inmediatamente después del último suspiro, mejorándolos y otorgándoles premios y epítetos que en vida les fueron cicateramente escatimados.

Me parece obsceno, por el contrario, que personas vivas (estoy pensando no en el propio Divo de la política italiana, sino en alguno de sus cuatro hijos o sus muchos nietos) puedan ver en cine, en televisión o en cualquier otro medio las insinuaciones y las suposiciones que alguien ajeno hace no de sus actuaciones públicas, sino de su vida íntima, de sus manías, de sus dolores de cabeza y sus sueños eróticos. Es una forma de intromisión hiriente y acoso en carne viva que nadie, ni siquiera el gobernante más infame o denostado, debería sufrir a cambio de unas carcajadas en una sala oscura llena de cotillas.

Vicente Molina Foix es escritor.

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La URSS, Afganistán y el prosovietismo de los años ochenta en Catalunya, de Salvador López Arnal en Rebelión

Posted in Historia, Internacional, Política by reggio on 29 enero, 2009

Durante el siglo XX Afganistán ha estado en el punto de mira y atención de las grandes potencias occidentales por su situación geoestratégica, por ser país lindante con la Unión Soviética. Ya en 1950, en la revista norteamericana Current History, se señalaba: «Uno de los motivos por los que América [Estados Unidos] le interesa Afganistán es la probable significación futura de este país como plaza de armas para agredir a Rusia [Unión Soviética]». Antes incluso, en abril de 1949, la revista inglesa Contemporary Review apuntaba que posiblemente Afganistán adquiriera una importancia análoga a la que entonces tenían los países lindantes “con el telón de acero de Europa”. En su edición de 1 de junio de 1955, el New York Herald Tribune sostenía igualmente que eran pocas las regiones del mundo que tuvieran más interés para los expertos militares y políticos estadounidenses que Afganistán.Rebelión editó el pasado sábado 24 de enero de 2009 un artículo de Vicenç Navarro sobre “Las raíces de la guerra de Afganistán” (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=79600) publicado previamente en Sistema, una revista de teoría social próxima a una de las familias del PSOE, donde nuevamente se hacía referencia a la historia del país afgano. Deseo detenerme en una parte de su relato y de su argumentación, la relacionada con las razones de la intervención militar de la URSS a finales de 1979, a la que añadiré algunas informaciones complementarias.

Antes de ello vale la pena recordar que Vicenç Navarro no ha militado nunca o cuanto menos no lo ha hecho desde hace más de 25 años en organizaciones sindicales o políticas herederas o influenciadas por la III Internacional, mucho menos por la IV. El profesor Navarro transita, en ocasiones con mucha intensidad militante, en el ámbito de la socialdemocracia o lugares afines, una socialdemocracia que, si bien no cree posible superar el marco civilizatorio capitalista en un plazo de tiempo políticamente efectivo, cree en cambio urgente defender y ahondar en el denominado Estado de bienestar; atender, cuidar y dotar las aristas más sociales de la Administración pública; colocar y manejar con coraje unas bridas muy ajustadas para las actuaciones del mercado y de sus mercaderes más destacados, conjeturando, teorizando en sus buenos momentos que no son el conjunto vacío, que acaso esa serie de medidas, y otras actuaciones complementarias, vayan debilitando sustantivamente, poco a poco pero eficazmente, el modo de producción y vida mercantil-capitalista posibilitando la explícitamente deseada irrupción de nuevas formas de cooperación social y económica.

Vicenç Navarro, por lo demás, no es ningún intelectual marginal. Es catedrático de salud pública en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y es igualmente catedrático, o lo ha sido hasta hace muy poco, de la Universidad Johns Hopkins, una institución privada de Baltimore, Maryland, fundada el 22 de febrero de 1876. Allí, en Estados Unidos, han sido alumnos de él, y colaboradores en momentos posteriores, científicos naturales y sociales de la talla de Joan Benach, uno de los grandes especialistas mundiales en asuntos de salud pública, amén de una mente ennoblecida y enrojecida.

Navarro recordaba en el artículo referenciado que el nuevo Presidente de EE.UU desea pedir a sus aliados de la OTAN que aumenten su contribución a la guerra en Afganistán. Dado que España es parte de la OTAN -mediante referéndum ratificador convocado y manipulado por el PSOE-, es bueno, incluso necesario, señalaba el profesor de la Pompeu Fabra, que la ciudadanía conozca brevemente la historia de aquel país.

Una de las primeras veces que Afganistán apareció en los medios de información españoles fue en los años ochenta, “cuando tales medios se refirieron a la intervención de EE.UU. para parar la invasión de aquel país por parte de la Unión Soviética”. Afganistán corría el peligro, se dijo, de transformarse en otra colonia del imperio soviético, lo que fue impedido por la intervención usamericana en apoyo a “las fuerzas de liberación” que luchaban en contra de un gobierno satélite de la dirección política de la Unión Soviética. Las reflexiones de los entonces llamados nuevos filósofos franceses –destacadamente de Bernard-Henry Lévy o André Glucksmann- coincidían punto por punto con lo apuntado. La segunda vez que Afganistán apareció en tales medios, prosigue Vicenç Navarro, fue un mes después del ataque a las Torres Gemelas. Las fuerzas armadas estadounidenses atacaron el régimen talibán, sin autorización previa de la ONU, provocando su caída y sustitución por virreyes y gobiernos designados por el mando imperial

Hasta aquí la versión oficial, señala Navarro, reproducida en los medios de información y persuasión españoles. Pero tales versiones -y muy en particular la primera, en esta nos detenemos- no se corresponden con la realidad. ¿Qué pasó en Afganistán a finales de los setenta?

1.El 27 de marzo de 1919, mientras se desarrollaba la tercera guerra anglo-afgana (del 3 de mayo al 3 de junio de 1919), en plena guerra contra el terror blanco, el gobierno soviético fue el primer gobierno en el mundo que reconoció la independencia y soberanía de Afganistán. Al término de esta guerra, Gran Bretaña se vio obligada a firmar un tratado de paz, reconociendo por primera vez la independencia de Afganistán, aunque los británicos exigieron reiteradamente la ruptura de relaciones diplomáticas entre Afganistán y la URSS -en 1923 presentaron a la URSS el «ultimátum de Curzón», una de cuyas principales exigencias era revocar el personal diplomático soviético en Afganistán- y en enero de 1929, Bachha-i-Saqao ocupó Kabul, derrocando el Gobierno legítimo y se proclamó emir de Afganistán con al apoyo y financiamiento del imperio británico.

Sin embargo, en junio de 1955 se firmó el acuerdo soviético-afgano sobre tránsito comercial: las mercancías de Afganistán podían transitar libremente, exentas de derechos aduaneros, por territorio soviético con destino a terceros países. Por esas mismas fechas, el gobierno de Afganistán pidió ayuda para ampliar sus fuerzas armadas al gobierno soviético, que envió asesores y instructores militares a este país.

2. Afganistán, en todo caso, uno de los países más pobres del mundo, estuvo regido hasta la década de los ‘70 por un sistema feudal, gobernado por una monarquía, “en el que el 75% de la tierra era propiedad del 3% de la población rural”.

3. En los ‘70 las fuerzas opositoras a aquel régimen feudal fundaron un Partido, el Democrático Popular (PDP), que lideró la resistencia. El movimiento forzó el derrocamiento de la Monarquía en 1973, siendo sustituida por un gobierno que fue igualmente ineficaz, corrupto, autocrático y poco popular. El PDP acumuló fuerza para exigir la destitución y abdicación del Rey pero no tuvo entonces suficiente energía para cambiar las características esenciales del sistema político afgano.

4. Sin embargo, la insatisfacción con situación alcanzó tal nivel que en 1978 las movilizaciones populares forzaron la dimisión del gobierno. Una parte del Ejército no sólo no reprimió las movilizaciones sino que las apoyó, estableciéndose el primer gobierno popular en la historia de Afganistán dirigido por el PDP y liderado por un poeta y novelista, Noor Mohammed Taraki, el denominado “Gabriel García Márquez de Afganistán”.

5. El PDP, señala Navarro, inició gran número de reformas incluyendo la legalización de los sindicatos, el establecimiento de un salario mínimo, una fiscalidad progresiva, una campaña de alfabetización y reformas en las áreas sanitarias y de salud pública que facilitaron el acceso de la población a tales servicios. En las áreas rurales, facilitó el establecimiento de cooperativas agrícolas.

    Una reforma que también tuvo un enorme impacto fue la de favorecer la liberación de la mujer, abriendo la educación pública a las niñas además de a los niños, y facilitando la integración de la mujer al mercado de trabajo y a la universidad.

Algunas mujeres ocuparon puestos gubernamentales y siete de ellas fueron elegidas miembros al Parlamento afgano. Las mujeres, que viajaban libremente, llegaron a constituir el 57% de los estudiantes universitarios del país.

6. El gobierno, por lo demás, eliminó también el cultivo del opio. Afganistán producía en aquellos años el 70% del opio consumido para la producción de heroína. Ni que decir tiene que el porcentaje actualmente es incluso mayor.

7. Como no podía ser de otra forma las citadas reformas revolucionarias generaron enormes resistencias entre aquellos grupos cuyos intereses estaban siendo afectados. Tres de esos grupos dirigieron el enfrentamiento: los terratenientes propietarios de grandes explotaciones agrícolas, los líderes religiosos, que se opusieron por todos los medios a los avances en la emancipación de la mujer, y los traficantes de opio. En su ayuda acudieron raudos Arabia Saudí, el ejército del Pakistán, temeroso del contagio que las reformas podían producir entre las clases populares del propio Pakistán y, como era de esperar, el gobierno imperial de Estados Unidos.

8. La CIA, señala Navarro, había reconocido el carácter autónomo del PDP y nunca durante los años en que luchó contra el régimen feudal afgano se refirió al PDP como “organización agente o al servicio de Moscú”. La CIA era consciente que el PDP respondía a una demanda propia “que tenía su propia independencia y autonomía”. Sin embargo, y antes de que la URSS interviniera en Afganistán, el gobierno imperial estaba financiando las fuerzas extremistas y fundamentalistas afganas que estaban intentando sabotear las reformas del gobierno. Como es sabido, Zbigniew Brzezinski, el Consejero Nacional de Seguridad del Presidente Carter, un político de origen polaco neta y abiertamente anticomunista, admitió posteriormente que el gobierno estadounidense financió a las guerrillas extremistas que realizaron actos de sabotaje quemando, por ejemplo, las escuelas públicas.

    Es más –señala Navarro- el gobierno federal de EE.UU. alentó un golpe miliar en contra del gobierno PDP que tuvo lugar brevemente en 1979 y que asesinó a Tarak y a miles de dirigente del PDP antes de que militares próximos al PDP retomaran el poder.

9. La alianza de EE.UU, Arabia Saudí y Pakistán era enormemente poderosa y amenazaba la continuidad del gobierno popular. De ahí que la administración afgana pidiera ayuda a la Unión Soviética, ayuda que, por cierto, no fue concedida inmediatamente, hasta que, finalmente, el gobierno de la URSS aceptó enviar fuerzas armadas en ayuda del ejército afgano leal al PDP que estaba luchando contra las guerrillas fundamentalistas de las Mojahidden, las fuerzas apoyadas y sostenidas por la traída EE.UU, Arabia Saudí y Pakistán. La petición se amparaba en lo establecido por el “Tratado de amistad, buena vecindad y colaboración”, concertado entre Afganistán y la URSS el 5 de diciembre de 1978, tratado que se basaba en el derecho de todo Estado, según el artículo 51 de la Carta de la ONU, a la autodefensa individual o colectiva.

10. En 1979, la Unión Soviética aceptó la petición del gobierno del PDP. Es muy probable que, dialécticamente, esa fuera la finalidad última del gobierno federal de EE.UU. y que la URSS cayera en una trampa orquestada por diversos servicios secretos: inmediatamente se tomó la invasión como excusa para movilizar el mundo musulmán en contra del apoyo de la URSS a un gobierno laico, progresista y deseoso de modernizar el país. EE.UU. y Arabia Saudí, recuerda Navarro, gastaron unos 40 billones de dólares -¡40 billones de $USA!- en apoyo de los Mojahidden, a los cuales se unieron 100.000 fundamentalistas procedentes de Pakistán, Arabia Saudí, incluido Bin Laden, Irán y Argelia, todos ellos armados y asesorados por la CIA.

11. Diez años más tarde, enero de 1989, las tropas soviéticas abandonaron Afganistán. La caída del muro se produjo meses después y la desaparición de la URSS dos años después. No es imposible pensar que una de las causas determinantes de la derrota de los países del llamado socialismo real esté directamente relacionada con el desastre que significó para la Unión Soviética la trágica y ruinosa década de Afganistán.

La guerra, sin embargo, continuó tres años más. A pesar de haber perdido el apoyo de su gran aliado, el gobierno del PDP se mantuvo en el poder hasta 1992, año en el que fue derrocado por los rebeldes y fue reemplazado por un debilitado gobierno interino.

Dejemos el relato en este punto. Con algún aditamento añadido, está es la explicación de Vicenç Navarro sobre lo sucedido en Afganistán en una primera fase. El profesor de la Pompeu Fabra concluye esta parte de su explicación señalando:

    En todo este proceso, se ha olvidado de que si se hubiera permitido que el gobierno PDP hubiera hecho las reformas que el país necesitaba, no habría habido “invasión” soviética de Afganistán, no habría habido guerra de Afganistán, no hubiera habido Bin Laden y Al Quaeda y no hubiera habido un 11 de Septiembre. Y es esta precisamente la verdad que se oculta. La historia habría seguido otros derroteros. Probablemente habría surgido Al Quaeda, pero el lugar y el formato habrían sido diferentes. En el fondo del conflicto está la resistencia del gobierno federal de EE.UU. (y sus aliados y muy en especial Arabia Saudí), y su oposición a las reformas progresistas y laicas. Ni que decir tiene que existen otras causas de la existencia del terrorismo islámico.

Interesa señalar aquí que los argumentos esgrimidos hoy por Vicenç Navarro, con algún matiz al que luego me referiré, fueron usados y expuestos a inicios de los ochenta por sectores del comunismo catalán que fueron tildados, casi sin discusión ni contraargumentación, de estalinistas, desinformados, ideólogos de la URSS imperial, de gente trasnochada y anclada en el pasado más negro. Largo etcétera. La descalificación no tuvo límites.

No estoy presuponiendo que el análisis de Navarro sea correcto en todas sus aristas ni que la URSS tuviera sólo un interés internacionalista en su intervención. Ni siquiera presupongo éste y no desecho otras razones de orden interno: evitar el auge en sus fronteras asiáticas de fuerzas fundamentalistas alimentadas por agentes internos y externos. Tampoco pretendo ocultar que en sectores marxistas revolucionarios se seguía mirando muy acríticamente la política interna y externa de la URSS.

Pero sí quiero remarcar que la descalificación de esos sectores comunistas que, insisto, sin duda estuvieron en ocasiones muy cegados ante la evolución de la URSS, no tiene parangón ni razón. No se trata de negar el lado oscuro de la política exterior de la URSS durante la guerra fría1, durante la III guerra mundial. Basta pensar en Budapest o en Praga, por ejemplo, o incluso en el voto favorable de la URSS a la formación del Estado de Israel en 1948. Pero no hay en la historia de la Unión Soviética nada –nada- comparable a lo que fue Vietnam, Chile, Bolivia, Grecia, España, Guatemala, Cuba o Argentina en el ámbito de la política exterior de Estados Unidos.

Algunos ejemplos de ello, todo ellos conocidos por lo demás:

1. Se solía afirmar, como burda propaganda ideológico-cultural, que las actitudes de las potencias occidentales durante la guerra fría fueron una respuesta a lo que se llamó el golpe de Praga, la toma de poder por el Partido Comunista en Checoslovaquia. Manuel Sacristán refutó la acusación con claridad:

    Pero eso es falso. Porque el comienzo de la guerra fría, si alguna fecha de comienzo tiene, es un célebre discurso de Churchill en marzo de 1946 en la Universidad norteamericana de Fulton, mientras que lo que se llama golpe de Praga es de dos años después, de abril del 48. Asimismo cuando se dice que la OTAN es la contrapartida del Pacto de Varsovia se olvida que la OTAN está fundada el 4 de abril del 48, mientras que el Pacto de Varsovia es de siete años después, del 55. Lo mismo, por ejemplo, el mecanismo de la tensión internacional que provocó la constitución de las dos mitades de Alemania en estados: la primera mitad de Alemania que fue constituida en estado fue la occidental; la constitución de la Alemania oriental en estado es posterior y es una réplica.

2. Paul Warnke, negociador americano en las SALT II, señaló con toda claridad: «No conozco dirigente militar alguno que, en su sano juicio, estuviera dispuesto a cambiar las fuerzas de combate americanas por las soviéticas». La resistencia en contra de los SALT II muestra, añadía, «…un descontento con el actual equilibrio nuclear estratégico, en el cual no somos los suficientemente superiores»

Por lo demás, Colin Gray, en su artículo «Victory is possible», Foreign Policy, 39, 1980, señalaba con no menor claridad:

    Sólo hay seguridad cuando se es algo superior. No hay ninguna capacidad ni posibilidad de maniobra cuando la propia fuerza está completamente compensada por la del enemigo. Sólo hay posibilidades para la política exterior cuando se tiene una ventaja en el poderío militar de la que se puede disponer libremente…Occidente debe encontrar caminos que le permitan utilizar armas atómicas como medio de presión reduciendo a la vez la potencial y paralizante autodisuasión a un mínimo»

Por su parte, Vernon A. Walters2, uno de los políticos más insoportables de la historia de Estados Unidos, señalaba lleno de gozo y prepotencia:

    Se lo explicaré. Poco después de ser nombrado presidente, Ronald Reagan convocó a una serie de reuniones sobre, digamos, el estado del mundo. Yo asistía a ellas como subdirector de la CIA. Cuando sus asesores empezaron a hablarle de Rusia, él les empezó a preguntar. “¿Podemos utilizar con ellos el arma nuclear?”. Los asesores, como él esperaba, lo desaconsejaron: moriría demasiada gente. Reagan preguntó entonces: “¿Ganaríamos una guerra convencional?”. La opinión general era que el ejército convencional soviético era extremadamente poderoso y que nadie podía garantizar una victoria. Entonces Reagan les preguntó que era lo que Estados Unidos tenía y Rusia no tenía. Él mismo se lo contestó: dinero. Y el dinero acabó con Rusia (…) Claro. Era simple. Sí se puso en marcha la guerra de las galaxias que salió carísima, y otras iniciativas paralelas. Aunque el proceso de arruinamiento había empezado mucho antes. Recuerdo que, según las estadísticas que manejábamos, Rusia tenía un producto interior bruto que era la mitad del nuestro. Pero estábamos equivocados. Reclutamos a alguien que nos demostró que el PIB de Rusia era una sexta parte del de los Estados Unidos.

Yo luché contra el comunismo, proseguía un satisfecho y chulesco Walters, y ganamos, ganamos la guerra fría concluía.

3. Además de ello, los matices estuvieron presentes, muy presentes, aunque fueran ocultados en la discusión pública, en la argumentación de aquellos años por parte de sectores comunistas críticos pero no antisoviéticos. En una nota editorial de 1980 (“Misiles, socialdemocracia e imperialismo, o el final de l distensión”, mientras tanto, nº 2, pp. 9-12), Miguel Candel, militante del PSUC en aquellos años, de un sector del PSUC no dispuesto a bailar con el cuento de una transición inmaculada ni a renunciar a todo lo que desde Palacios de Moncloa y Oriente se exigía con apremio, finalizaba su reflexión crítica sobre las posiciones defendidas en aquel entonces por la socialdemocracia alemana en torno a los nuevos misiles otánicos que se deseaba instalar en Europa señalando:

    La intervención de la URSS en Afganistán ha suscitado hondas preocupaciones en varios destacamentos revolucionarios del Tercer Mundo y abiertas críticas en diferentes ambientes comunistas. Aquellas preocupaciones y estas críticas han de ser compartidas, sin duda, por los revolucionarios de Occidente capitalista. Pero al mismo tiempo hay que saber distinguir las causas de los efectos: hay que saber que lo que el imperialismo anuncia ahora como represalias a la intervención de la URSS en Afganistán son medidas que estaban en marcha desde bastante tiempo atrás: suministro de armas a Pakistán y apoyo a la dictadura militar que lo gobierna para que a su vez mantenga encendida la antorcha de la guerrilla afgana; reforzamiento de la base aeronaval de Diego García y de la presencia militar en todo el Índico; establecimiento de bases militares en Egipto; intento de bloqueo de Irán; aplazamiento de la ratificación del acuerdo SALT, etc. Por eso, una vez más, suena a falso el clamor de corresponsales y agencias de prensa sometidos a la hegemonía norteamericana denunciando el cinismo de las explicaciones oficiales soviéticas, según las cuales la intervención en Afganistán se habría hecho en nombre del “honor, la independencia y la continuidad” de la segunda revolución afgana [la cursiva es mía].

Insisto: preocupaciones y críticas que tenían que ser compartidas por los revolucionarios que intervenían en el Occidente capitalista

Dirán ustedes y sin duda dirán bien: es un desahogo, un simple y visceral desahogo. De acuerdo, lo es, pido disculpas por ello. Pero acaso acordarán conmigo que algunos eslabones de la argumentación desplegada no son un simple disparate y forman parte de una aproximación asintótica a la verdad, a una verdad que nuevamente nos ha sido extraída por ladrones milenarios de vida e historia de los pueblos.

NOTAS:

[1] Guerra fría, muy caliente por lo demás. En sus apuntes depositados en Reserva de la Biblioteca Central de la UB, Sacristán recordaba: «De 1945 a 1980 ha habido 127 guerras que han producido más víctimas que las de la segunda guerra mundial» [Fichero «Pacifismo»].

[2] “Ganamos la guerra fría”. Entrevista con Arcadi Espada. El País, 25/8/2000.

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