Reggio’s Weblog

Los tres frentes, de Alfredo Pastor en Dinero de La Vanguardia

Posted in Economía by reggio on 22 febrero, 2009

Desde principios de febrero, el desánimo parece haberse instalado en los mercados: el presidente Obama hubo de intervenir personalmente para pilotar a través del Senado su plan de estímulo económico, que terminó por ser aprobado por un volumen casi una cuarta parte menor que su propuesta, y con los únicos votos de los senadores demócratas, lo que daba a la gente la impresión que los políticos no consideraban el asunto lo bastante importante como para olvidar sus diferencias.

Dos días más tarde, el nuevo Secretario del Tesoro, Timothy Geithner, presentaba su esperado plan de saneamiento financiero; la recepción fue elocuente: el espectador interesado podía ver cómo iba bajando el índice Dow Jones a medida que el secretario del Tesoro iba hablando: al final de la jornada, había perdido un 4,6%.

En Europa, las noticias no han sido mejores: nadie se atreve a asegurar que la situación de la banca haya experimentado una mejora decisiva, y la situación de la industria, los servicios y el empleo no hace más que degradarse: seguimos metidos en el enorme barrizal – colossal muddle-del que hablaba Keynes en 1930.

Una explicación fácil consiste en decir que las medidas de los gobiernos no han tenido tiempo de actuar; pero no es una explicación muy tranquilizadora. Quizá sería mejor volver al principio y examinar la naturaleza del problema, para entender mejor la causa de ese retraso. En realidad, el problema de sacar a nuestras economías de una crisis que amenaza con convertirse en una depresión se descompone en tres objetivos que se estorban entre sí.

LOS TRES OBJETIVOS

El primero es el de mantener la economía en marcha, tratando de compensar la debilidad de la demanda privada mediante la política fiscal; éste es el único objetivo que se ha acometido hasta ahora.

El segundo objetivo es repartir de manera tolerable las pérdidas causadas por el final de la burbuja inmobiliaria. Para simplificar: si alguien se ha comprometido a comprar en cien una casa que hoy vale cincuenta ¿quién corre con la pérdida? Si el banco embarga al promotor, es este quien paga; si el Estado financia al propietario, es el propietario quien pierde; si el propietario o el promotor dejan de pagar, es el banco.

A este problema -desde luego más difícil que el anterior- le estamos dando demasiadas vueltas, porque de eso se trata cuando hablamos de fijar un precio para la compra de activos por parte del Estado. Se trata, desde luego, de un asunto espinoso; pero el sentido común hace ver, primero, que sólo el Estado podrá adquirir los activos más o menos dañados a un precio que no lleve a la banca a la quiebra, y que, por consiguiente, el papel de los fondos privados sólo puede ser marginal; segundo, que sólo una entidad con un enorme respaldo político podrá imponer un criterio que no dejará del todo satisfecho a nadie.

En mi opinión, sólo esta operación de compra, poniendo un suelo a las pérdidas posibles de la banca, podrá detener la espiral descendente y permitir la capitalización de las entidades necesaria para su normal funcionamiento. Dicho de otro modo: ésta es, más aún que la política fiscal, la clave de la recuperación, y los políticos deberían concentrar el peso, la energía y la voluntad que les queden en su puesta en marcha: mientras esto no se logre, los efectos de la política fiscal serán insignificantes. Ya se ve que esta búsqueda de un criterio impecable para repartir las pérdidas entra en conflicto con la urgencia de reanimar el sistema financiero para mantener la economía en marcha.

El tercer objetivo, especialmente importante en el caso español, es transformar la economía. Ahora habrá que acometer ese cambio sin nuevos recursos, porque estos irán dirigidos a mantener el gasto, lo que implica hacer más polideportivos y no más laboratorios: es por esto que el primer objetivo y el tercero se estorban entre sí. Pero no importa: muchas de las mejoras de nuestro modelo requieren más voluntad que recursos, y nuestra economía acumula tales depósitos de ineficiencia, fruto de la calidad de vida que tanto celebran los turistas, que un poco de rigor y seriedad en cómo hacer las cosas, incluso las más nimias (llegar a tiempo, entregar en la fecha prevista, hacer las cosas bien de verdad a la primera…) pueden producir resultados casi milagrosos.

Para sacar a la economía de la crisis hay que avanzar a la vez en estos tres objetivos. La tarea de los políticos tiene dos aspectos: uno, genérico, de infundir confianza en que saldremos de ésta por nuestras propias fuerzas. Otro, más aplicado, valorar en cada momento cuánto se puede avanzar en uno sin perjudicar al de al lado, cuánto se puede estirar la cuerda sin que se rompa. Esta es la tarea del político: no la de repetir cifras, ni enseñar gráficos, ni adelantar predicciones que los hechos se encargan de desmentir; lejos de dar una impresión de solidez profesional, el político consigue, con presentaciones de ejecutivo, gastar en vano todo su crédito.

Alfredo Pastor. Profesor del Iese. Doctor en Economía por el MIT, fue secretario de Estado de Economía con Pedro Solbes.

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¿Qué hay en el plan del Gobierno (II), de Alfredo Pastor en Dinero de La Vanguardia

Posted in Economía by reggio on 8 febrero, 2009

Las medidas de política fiscal que contiene el plan del Gobierno no presentan sorpresas. Podrán parecer insuficientes a algunos, mal dirigidas a otros -en especial a aquellos que piensan que los recortes de impuestos son un medio más eficaz que los programas de gasto para estimular la economía-, pero van dirigidas a un objetivo bien concreto: suplir por un tiempo la caída de la demanda inducida por la crisis inmobiliaria.

Al tratar de evaluar las medidas dirigidas al sector financiero, por el contrario, se adentra uno en tierra incógnita, porque es difícil saber si unas medidas son acertadas cuando uno desconoce cuál es la situación que tratan de remediar. En el caso de nuestra banca, el público en general ignora cuál pueda ser su estado, porque la información publicada desafía los esfuerzos del analista para saber qué pasa; pero, además, uno no está del todo seguro que ni ella misma, ni nuestras autoridades lo sepan.

En el plan del gobierno, las ayudas a la banca se centran en la constitución de un fondo para la adquisición de activos dudosos de hasta 250.000 millones de euros entre 2008 y 2010: casi una cuarta parte del PIB de 2007. A primera vista, una barbaridad de dinero; pero cuando comparamos la cifra con las del sector bancario, nos damos cuenta que es relativamente modesta: equivale al 7,3% de los activos totales de la banca en junio de 2008, y a algo más del 10% de la financiación total concedida por la banca al sector privado. El único patrón de comparación para tratar de adivinar si esa cantidad bastará para limpiar los balances de la banca de esos activos dudosos es la cifra de activos clasificados como dudosos: en junio de 2008, esa cifra era de 38.000 millones de euros; como el fondo constituido tiene un volumen seis veces superior, podría uno concluir que puede soportar un enorme aumento de la morosidad de los créditos.

Esta sería una conclusión excesivamente ingenua: puede ser, a lo más, un buen deseo. En primer lugar, nuestra banca es, en buena parte, dependiente de la financiación externa y, por consiguiente, de la salud de la banca extranjera. Si bien parecemos haber salido de la atmósfera de pánico que rodeó la quiebra de Lehman, uno busca en vano buenas noticias sobre el sector: la fase de consolidación y ajuste iniciada en agosto de 2007 no ha terminado aún.

En segundo lugar, aunque haya que creer a nuestras autoridades cuando afirman que la implicación de la banca española en la compra de los llamados activos tóxicos es pequeña, también es cierto que basta con una pequeña cantidad para contaminar todo el balance de una entidad: no se los llama tóxicos por casualidad. En la raíz de la crisis de liquidez está la incertidumbre: en la situación actual, la menor sospecha parece conducir a la parálisis.

Si esto es así, ni este fondo ni otro mayor podrán remediar la situación. Por último, no hay que hacerse demasiadas ilusiones: el que el fondo pueda ir absorbiendo los aumentos de la morosidad no significa que el crédito siga creciendo como lo había hecho en el pasado: el volumen de crédito concedido por la banca al sector privado en España es casi cuatro veces el PIB; en la zona euro, dos veces y media. Todo induce a pensar que, en el futuro inmediato, el crédito aquí aumentará mucho menos que antes. No, no habrá para todos.

¿Qué decir del plan del Gobierno? Que se parece bastante a otros (lo que no deja de tener su mérito, porque fue el primero presentado a la Comisión); que es acertado en su arquitectura general; que las medidas fiscales pueden ser objeto de críticas de matiz; que por lo que se refiere a las medidas financieras hay que esperar que basten, pero que es posible que los acontecimientos las superen. Pero, sobre todo, hay que tener presente que el plan no es más que un instrumento que puede hacer una modesta aportación a la salida de la crisis. La Hacienda pública pone a disposición los recursos que tiene, y algunos que aún no tiene. No puede hacer mucho más. Las administraciones tienen ahora la responsabilidad de hacer que el dinero llegue a su destino sin demasiadas complicaciones, y que se gaste medianamente bien.

Y nuestros gobernantes tienen la gran responsabilidad de infundir confianza: sólo así se devolverán los ánimos a quienes mantienen la marcha de nuestra economía.

¿Qué cómo se hace? Pues parece que cuando a Clement Attlee le preguntaron cuál había sido la contribución de su predecesor, Churchill, a la victoria en la segunda guerra mundial, Attlee dijo: «Hablar». Pues eso tendrían que hacer los nuestros: hablar menos, quizá, pero desde luego mejor.

Alfredo Pastor. Profesor del Iese. Doctor en Economía por el MIT, fue secretario de Estado de Economía con Pedro Solbes.

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¿Qué hay en el plan del Gobierno?(I), de Alfredo Pastor en Dinero de La Vanguardia

Posted in Economía by reggio on 1 febrero, 2009

Durante los tres últimos meses, los gobiernos de nuestras economías han ido diseñando planes para hacer frente a la crisis, y ahora estamos todos esperando a que surtan efecto. Echemos una primera mirada al nuestro para hacernos una idea de lo que podemos esperar de él: en particular, vale la pena tratar de saber si las medidas no sirven para nada, o si aún no han surtido efecto y hay que esperar un poco más.

Todos los planes tienen un mismo objetivo: reanimar la demanda, o, por lo menos, evitar que siga cayendo y que la recesión dé paso a la depresión. Todos tienen tres apartados: el primero quiere fomentar la demanda aumentando el gasto de particulares, de empresas o del gobierno; el segundo quiere mejorar la situación de caja de familias y empresas; el tercero, facilitar la concesión de crédito por parte de los bancos. Empezaremos por los dos primeros.

MEDIDAS DE GASTO

El plan aprobado por el Gobierno prevé aumentar el gasto por dos caminos: aumentando el gasto público, y aumentando la renta disponible de las familias para que éstas gasten más. Creo que la primera vía es más eficaz, si de aumentar la demanda se trata, ya que un euro gastado en carreteras aumenta la demanda en algo más de un euro (porque los que reciben el euro en pago de sus servicios gastan parte de él a su vez); mientras que una familia que se beneficia de un menor pago de impuestos puede decidir ahorrar el importe de la rebaja, en todo o en parte. Otros – generalmente conservadores en materia económica-defienden la superioridad de las reducciones de impuestos. En el caso de las empresas, la reducción transitoria del impuesto de sociedades – medida propuesta con tenacidad por nuestros conservadores-es de muy dudosa eficacia, sobre todo en un momento en que las empresas van mal de liquidez: lo más probable es que la rebaja sea aprovechada, no para gastar más, sino para mejorar la tesorería.

Curiosamente, nuestro plan parece inclinarse, aunque ligeramente, a favor de las reducciones de impuestos: éstas suman casi el doble (18.000 millones de euros) que los aumentos de gasto directo (11.000 millones). Cuando sumamos estas dos partidas procurando tener en cuenta los efectos inducidos del gasto, podemos esperar un efecto equivalente a algo más del 4% del PIB de 2007: es una cantidad nada despreciable, comparable a la que han propuesto otros países, y que permitiría que el crecimiento negativo que unos y otros pronostican para 2009 quedara en cero. No está mal.

A vista de pájaro, el programa de gasto parece estar bien dirigido; pero, como dicen, el diablo está en los pliegues, y nuestra economía tiene muchos. Citemos sólo uno: el plan concentra los planes de inversión pública en los ayuntamientos; es una buena idea, pero no hay que olvidar que algunos ayuntamientos, al límite de sus posibilidades y obligados a acudir a procedimientos poco ortodoxos de saldar sus deudas para sacar adelante sus obras, quizá hayan de aprovechar la financiación recibida para evitar que sus acreedores lleguen a una situación crítica. Así, puede ser que una parte del gasto esperado no se materialice. Algo parecido puede decirse de las rebajas de impuestos: los datos parecen mostrar una brusca subida de la tasa de ahorro de las familias; puede que una gran parte de las rebajas vaya a reducir deuda más que a aumentar el gasto.

MÁS APRISA

El segundo bloque de medidas quiere aliviar las tensiones de caja de familias y empresas: porque mientras las medidas de gasto van surtiendo efecto, la tesorería va reduciéndose. Por desgracia, algunos usuarios afirman que la partida más importante de este bloque (la línea del Instituto de Crédito Oficial (ICO) de 19.000 millones de euros) requiere, para su disposición, de trámites burocráticos largos y tortuosos. Podemos, pues, concluir que es pronto para afirmar que las medidas de gasto no sirven para nada: pero hay que temer que lleguen cuando ya sea demasiado tarde.

Estos obstáculos constituyen una verdadera piedra de toque para los poderes públicos: para el Gobierno, para el Congreso y para toda la Administración. En las circunstancias actuales, el tiempo corre, y muy deprisa, en contra. Unos y otros han de tomarse en serio el asunto: esto, en una Administración poco acostumbrada a trabajar en una misma dirección, y en un Congreso poco acostumbrado a elevarse por encima de las peleas entre partidos, parece casi imposible: pero hay que esperar que los electores tomen nota de la diligencia con que esas medidas se ponen en práctica.

Mientras surten efecto las medidas destinadas a estimular el gasto, la situación crediticia mejora demasiado despacio para evitar la destrucción de valor de los activos, medida por la caída de sus precios: casas, terrenos, acciones… esta caída seguirá mientras las empresas se vean forzadas a vender activos, a cualquier precio, para lograr liquidez. A remediar esta situación tiende el tercer bloque de medidas del plan, del que nos ocuparemos en el próximo artículo.

Alfredo Pastor. Profesor del Iese. Doctor en Economía por el MIT, fue secretario de Estado de Economía con Pedro Solbes.

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Cómo enfocar el 2009, de Alfredo Pastor en Dinero de La Vanguardia

Posted in Economía by reggio on 11 enero, 2009

Al iniciarse el segundo año de la crisis ¿cuál es la situación? Todas las grandes economías, incluida la nuestra, han elaborado un conjunto de medidas, destinadas a mitigar en lo posible los daños. Uno puede apreciar diferencias de énfasis entre unos y otros, pero todos pretenden lo mismo: evitar que la caída de la demanda sea percibida como algo permanente, y que una recesión se convierta en depresión.

Hay que esperar ahora a que esas medidas se pongan en práctica, es decir, en nuestro caso, a que llegue el dinero a sus destinatarios finales (cosa menos fácil de lo que parece), y luego hay que esperar a que surtan efecto, es decir, a que los destinatarios gasten el dinero como está previsto.

Es imposible saber si habrá que esperar mucho, pero dos consideraciones pueden servir de orientación. La primera es la magnitud de los desequilibrios a corregir: hay que reducir el peso de la deuda en familias y empresas, resultado de un excesivo apalancamiento, es decir, de haber recurrido demasiado al crédito para financiar gastos e inversiones. Y hay que empezar a devolver préstamos al exterior, que no está dispuesto a seguir financiándonos como en el pasado reciente.

Lo primero implica una contracción del volumen total de crédito y, por consiguiente, apuros financieros para muchos. Lo segundo requiere un periodo en que habremos de gastar menos de lo que producimos, para transferir ese excedente a nuestros acreedores extranjeros.

Para dar un ejemplo: supongamos que, durante estos años, hemos producido 100 y consumido 110, pidiendo prestados 10 al exterior, y que ahora nuestros acreedores nos exigen que les devolvamos 10 cada año. Si no hacemos nada, nuestro consumo quedará reducido a 90. Si queremos mantener nuestro nivel de vida de 110, habrá que producir 120, es decir, un 20% más. El aumento de productividad que haría posible esa mayor producción tarda mucho en lograrse. Ya se ve, pues, que tanto la inversión -por las dificultades financieras- como el consumo languidecerán durante una temporada.

La segunda orientación nos la da la historia, que no es ni mucho menos una guía infalible, pero sí la única que tenemos. La experiencia de los últimos cincuenta años recogida en trabajos recientes indica que los efectos de una crisis sobre el producto son grandes, pero duran poco, mientras que el empleo tarda mucho más en recuperarse.

En resumen: lo poco que creemos adivinar sobre la duración de la crisis, entendida como periodo de crecimiento lento, parece exhortarnos a ser pacientes. Es cierto que la política fiscal, que constituye el grueso de las medidas adoptadas por los países europeos, tiene ahora un signo expansivo: se trata de bajar impuestos y subir gastos públicos; pero ese estímulo sólo puede ser transitorio, y va destinado únicamente a evitar una depresión.

La necesidad de corregir nuestro déficit con el exterior obliga, como hemos visto, a que la tendencia general, en lo público como en lo privado, sea hacia la austeridad, de tal modo que no hay que confiar en una mayor abundancia de recursos públicos más allá de los próximos meses.

Esta necesidad de apretarnos el cinturón es, en el fondo, una bendición, aunque muchos pensarán que viene muy bien disfrazada. Lo es porque sólo en periodos de austeridad es posible afrontar grandes reformas con efectos duraderos. Las reformas que exigen recursos extraordinarios extinguen sus efectos cuando esos recursos desaparecen. Además, sólo cuando uno está asustado está dispuesto a aceptar lo menos malo.

Un ejemplo de reforma abordable con pocos recursos es, aunque parezca paradójico, la de la educación. Que es necesaria todo el mundo lo sabe: sin ella no lograremos el aumento de productividad que nos permitirá mantener nuestro nivel de vida. Pero ¿es posible si no hay más recursos? Antes de escuchar la negativa de los expertos, tomemos como punto de partida, en lugar del axioma de que nada se puede hacer sin más dinero, algo que parece un hecho incontrovertible: en Finlandia, país más rico que España que posee un gran sistema educativo, los maestros cobran menos y trabajan más horas.

Con este hecho ante nosotros ¿seremos capaces de pensar que en nada puede mejorar nuestra educación si no aumenta el presupuesto?

La crisis tiene la ventaja de obligarnos a llegar al fondo de los asuntos. En este caso, de darnos cuenta de que es más importante colaborar en el aumento del pastel que pelearse por los pedazos del que ya existe: éste, si no hacemos nada, está destinado a reducirse. De nada sirve mirarlo fijamente, ni dar vueltas a su alrededor a ver si así parece mayor.

La única forma de hacerlo crecer es sentar las bases de un aumento sostenido de la productividad (¡que no se consiga, naturalmente, a costa de aumentar el paro!) y eso exige más esfuerzos comunes que negociaciones; quizá sea esto algo que debieran considerar nuestros políticos, y sus electores.

Alfredo Pastor, Profesor del Iese. Doctor en Economía por el MIT, fue secretario de Estado de Economía con Pedro Solbes.

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El falso dilema alemán, de Alfredo Pastor en Dinero de La Vanguardia

Posted in Economía by reggio on 14 diciembre, 2008

Los líderes -antes gobernantes- de los grandes países de la UE, ocupados en hallar el modo de evitar que la crisis vaya a peor, parecen haber decidido pasar de la preocupación al insulto sin perder tiempo en razonamientos: así, Francia e Inglaterra acusan a Alemania de insolidaria, por no querer participar en un fondo común para financiar una política fiscal europea; Alemania responde echando en cara al primer ministro británico su «craso keynesianismo». Estos fuegos artificiales esconden problemas reales, que animo al lector, alejado de las preocupaciones del líder, a descubrir.

El gran riesgo de la coyuntura actual es que un período de crecimiento lento se convierta en una depresión: un periodo en que cada año es peor que el anterior. En estos momentos, nuestras economías parecen hallarse en suspenso, como una rueda que se ha detenido; hay que lograr que vuelva a girar en el buen sentido, y no en el contrario. Sabemos que hará falta una intervención pública – la sacudida de que habla el futuro presidente Obama-para ponerla en marcha. Por si las medidas monetarias tardan demasiado en surtir efecto, hay que tratar de estimular la demanda por medio de la política fiscal, a través del gasto público. Hasta aquí hay, entre los grandes países de la UE, un grado de acuerdo satisfactorio, aunque no unánime.

Lo malo viene después, al decidir si la política fiscal debe tener ámbito europeo o nacional. Sería seguramente más eficiente financiar los proyectos europeos más atractivos que dejar que cada país financie los de su territorio con los medios que tenga: porque los mejores proyectos pueden estar en Estados sin medios para emprenderlos y los más ricos pueden derrochar sus recursos en otros poco atractivos.

En esto consiste la propuesta franco-británica, y esto explica la negativa alemana: los alemanes temen pagar con su dinero proyectos que irán a beneficiar a otros. Ya ve el lector que éste no es un problema económico, sino estrictamente político: el patriotismo nacional es un sentimiento mucho más fuerte que el europeo. Un madrileño suele comprender que el Presupuesto estatal financie un túnel en las Hurdes, pero no es seguro que un ciudadano de Hamburgo acepte sin más que su dinero se gaste en construir un puente en Oporto. Mientras esto sea así, es decir, mientras los Estados Unidos de Europa no existan ni sobre un papel, una política fiscal federal no pasa de ser un sueño. Aceptemos, pues, que cada cual pagará lo suyo; esperemos que haya coordinación entre Estados, y no queramos ir más allá.

Pero, bien mirado, ¿son esas medidas fiscales necesarias? Algunos, precisamente en Alemania, piensan que no: la inyección de demanda que se pretende con una política activa de gasto público podría lograrse mediante un aumento de las exportaciones. Esta alternativa parece presentar dos grandes ventajas: no aumenta el déficit público, y se ajusta a los cánones de la llamada ortodoxia económica, ya que persigue aumentar la demanda a base de esfuerzo y productividad, sin acudir al despilfarro de recursos públicos.

Pero hay que tener presente que los peligros son mucho mayores. En primer lugar, puede no ser una alternativa realista: como los potenciales clientes de Alemania – la UE, EE. UU. y China-van a limitar sus gastos, dentro y fuera de sus fronteras, no es seguro que ni siquiera un gran exportador como es Alemania pueda reanimar su economía con lo que le compren de fuera. Además – y esto me parece lo más importantela estrategia sí será percibida como insolidaria, y esta vez con cierta razón: se dirá que Alemania pretende exportar su desempleo al resto de Europa; no tardará en surgir el recuerdo del período de entreguerras, cuando cada país devaluaba su moneda con laesperanza de atraer demanda del resto. Dejo al lector que imagine las consecuencias para el futuro del euro y de la propia UE.

En resumen, creo que el dilema alemán es un falso dilema. Alemania debería pensar en adoptar medidas fiscales, por su propio interés. Parte de la expansión fiscal alemana se filtrará al exterior, del mismo modo que parte de la expansión fiscal de España o Francia se filtrará hacia Alemania; pero ésa no es una razón para no llevarla a cabo.

Alfredo Pastor. Profesor del Iese. Doctor en Economía por el MIT, fue secretario de Estado de Economía con Pedro Solbes.

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Reservas de flexibilidad de Alfredo Pastor en Dinero en La Vanguardia

Posted in Economía by reggio on 7 diciembre, 2008

La evolución de la economía durante las dos últimas semanas queda resumida en pocas palabras; el mercado interbancario sigue sin animarse, porque la confianza en la solidez de las entidades financieras no se ha restablecido aún. Mientras tanto, las grandes magnitudes de la economía real -consumo, inversión, empleo-siguen empeorando, excepción hecha, claro está, de la inflación; los planes para contrarrestar la caída de la demanda- más decididos en EE. UU., más vacilantes en la Unión Europea-aún no están surtiendo efecto, probablemente por hallarse aún al inicio del largo y difícil camino que separa el anuncio por la televisión de la puesta en práctica efectiva.

Las grandes cifras tardarán en cambiar; mientras tanto, los agentes sí van adaptando su conducta a las circunstancias. Vale la pena, pues, dejar la macroeconomía en paz por un momento y observar cómo cada cual, a nuestro alrededor, trata de sobrevivir. En líneas generales puede uno decir que la crisis aguza el ingenio: aunque la financiación escasea, empresas y entidades financieras, con tal de evitar una quiebra, imaginan soluciones que hace poco hubieran parecido imposibles, y encuentran recursos bajo las piedras; proveedores y clientes hacen lo mismo: así encuentra uno reservas insospechadas de flexibilidad para no abandonar la escena.

Del otro extremo del mundo también empiezan a llegar las malas noticias: la previsión de un menor crecimiento de la economía china para el año que viene – debido, claro está, a la menor demanda por parte de sus clientes occidentales-ya empieza a hacerse realidad. La consecuencia más importante y la más temida, tanto allí como aquí, es el aumento del paro, que es mucho más temida allí porque el sueño chino que contribuye a mantener el país en paz se centra en la perspectiva de encontrar un empleo en el sector moderno de la economía. Como, además, el trabajador en paro no cuenta, como aquí, con un seguro de desempleo, uno puede preguntarse cómo va a ser posible digerir un periodo de crecimiento más lento.

La respuesta es bien sencilla: la reserva de flexibilidad que permite absorber un aumento del paro es, en el caso chino, la institución familiar: los parados y sus familias encuentran cobijo, sustento y algo que hacer en el seno de las familias de parientes más o menos cercanos. Esto es algo que no debería sorprendernos, porque aquí también fue la institución familiar (aún más que la emigración) la que permitió capear los altibajos que nuestra economía sufrió durante los años de mayor crecimiento. Y, bien pensado, es una reserva de flexibilidad extraordinaria. Piense el lector en lo fácil que es pedirle dinero prestado a un primo suyo, aunque sea de segundo o tercer grado, si lo compara con lo que implica conseguir una subvención, una ayuda familiar o un crédito extraordinario de cualquier administración. Presenta, además, la ventaja de evitar la peor de las consecuencias del paro: el aislamiento que conduce a la pérdida de confianza en uno mismo. Y todo esto por mucho menos de lo que cuesta un ministerio. Visto esto así, no deja de llamar la atención que, durante los últimos años, se hayan multiplicado los esfuerzos por suplantar las funciones tradicionales de la institución familiar con muevas fórmulas, seguramente menos eficaces, y sin duda mucho más caras.

Siguiendo la misma vena, pensemos en los recientes encierros que los estudiantes -por lo menos algunos de los participantes eran estudiantes- han organizado en algunas universidades de nuestro entorno, para protestar contra la presencia de un monstruo de nombre Bolonia. Incluso tratándose de estudiantes universitarios, criaturas dispuestas, como sabemos, a creerse cualquier cosa y a movilizarse por cualquier motivo, la distancia entre la Bolonia real y la que ha servido de excusa para los encierros es excesiva.

Una de las reivindicaciones llama la atención: se aduce que, con Bolonia, la Universidad será sólo para los ricos, ya que la nueva reglamentación hará muy difícil que un estudiante pueda estudiar y trabajar a la vez. No se explica que la solución al problema es un buen programa de becas: porque muchos estudiantes trabajan no tanto por necesidad como porque se aburren en clase, o porque quieren poder pagarse sus diversiones, aunque no es por eso que el resto de la sociedad sufraga gran parte del coste de sus estudios. Se consagra así un modelo en que el estudiante vive fuera de casa, para volver con sus padres cuando termina la carrera. ¿No sería mejor, y no saldría más barato, hacerlo al revés, como de costumbre? Estas son reflexiones entre muchas posibles, todas con una raíz común: un periodo de austeridad prolongado como el que se inicia nos estimulará a pensar de nuevo muchas cosas, y nos obligará a ser más rigurosos en nuestros planteamientos. Esto está al alcance de todos, y es la gran oportunidad que nos ofrece la crisis para sacudirnos el sopor que da la prosperidad. Mientras tanto, a base de esfuerzos individuales, las grandes cifras irán cambiando, y a ellas volveremos en la próxima ocasión.

Alfredo Pastor. Profesor de Economía del Iese.

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Para evitar lo peor, de Alfredo Pastor en Dinero de La Vanguardia

Posted in Economía, Política by reggio on 16 noviembre, 2008

Desde mediados de octubre, la situación económica, aquí y fuera, va teniendo peor aspecto. Las medidas adoptadas por las autoridades económicas -de una escala sin precedentes- apenas si surten efecto. Mientras tanto, las perspectivas de la economía real van empeorando. Aunque parezca una paradoja, la gravedad de la situación despeja cualquier duda sobre lo que debería hacer la política económica. Se trata ahora de hacerlo sin perder tiempo.

NATURALEZA DEL AJUSTE

Todo empieza con el reventón de la burbuja inmobiliaria en EE. UU., en agosto de 2007. Como siempre en estos casos, ya se sabe que el sistema financiero tendrá dificultades de liquidez porque se ha comprometido a financiar unos activos para los que no hay mercado y que, en cualquier caso, valen mucho menos de lo que habían pensado. Para aliviar estas tensiones están los bancos centrales, que les prestan el dinero que necesitan de momento, aunque es lógico pensar que, durante un tiempo, los bancos se muestren más cautos en sus préstamos.

También se sabe que el reventón de la burbuja crea muchos perdedores: en este caso, todos los propietarios de un piso se han despertado más pobres de lo que eran la víspera. Este súbito empobrecimiento afectará a sus planes de consumo. Las empresas, a su vez, reducirán sus planes de inversión, tanto por las dificultades de financiación como por esperar menos alegrías del lado de las ventas. Resultado de todo esto: un periodo, más o menos largo, de crecimiento más lento.

Estas eran las perspectivas hace un año. El ajuste ha seguido la trayectoria prevista y, sin embargo, todo parece haber salido mal. El primer tropiezo se da al inicio del proceso, en el sistema bancario: la naturaleza de los instrumentos empleados para financiar la burbuja inmobiliaria hace que, de pronto, las entidades financieras no sepan qué tienen en su balance; mucho menos lo que tiene la entidad vecina, a la que prestan y de la que piden prestado cada día: el mercado interbancario se seca. Al no poder contar con él, las entidades han estado guardando toda la liquidez que les va dando el banco central, por si acaso. De este modo, la actividad económica se va viendo privada de la financiación que necesita para seguir operando.

Estas dificultades de financiación se van haciendo públicas, así como las dudas sobre la solidez del sistema financiero, hasta el punto que, en algunos casos, empresas y particulares retiran sus fondos de la banca, agravando así la situación de liquidez. Mientras tanto, los precios de la vivienda bajan, y aumenta el paro, con el sector de la construcción en cabeza. El consumidor, asustado, reduce sus gastos mucho más de lo que uno imaginaba. En previsión de una fuerte caída de las ventas, las empresas ajustan el empleo; caen aún más consumo e inversión. Bajan los precios – o, por lo menos crecen más despacio-, pero la demanda baja aún más, por una combinación de menores salarios y de menor gasto de las familias por el creciente paro.

El bucle se cierra, pero esta vez el sistema va hacia abajo, no hacia arriba. El ajuste ha seguido el camino previsto al principio, pero la virulencia de la crisis bancaria lo ha hecho descarrilar. Si hace unos meses uno podía dudar que fuera indispensable una intervención pública que fuera más allá de las medidas tomadas por los bancos centrales, estas dudas ya no son posibles hoy: es lícito pensar que estamos a punto de traspasar la frontera invisible que separa la recesión de la depresión. El mercado, por sí solo, no volverá a colocarnos sobre los raíles.

POR QUÉ INTERVENIR

Así las cosas, la política económica tiene un objetivo bien preciso: evitar la depresión. Era inútil, y hasta perjudicial, tratar de evitar el ajuste necesario, aún a costa de una recesión, pero una depresión tiene unas consecuencias catastróficas. Y se puede evitar, porque la política monetaria puede abaratar el coste de la financiación a los bancos hasta que estos vuelvan a prestar (no tanto como en la cúspide de la burbuja, pero lo bastante para asegurar el funcionamiento de la economía). Los gobiernos pueden prestar garantías adicionales y una política fiscal decidida (cómo se reparte entre impuestos y gastos es para más adelante) puede reanimar la demanda hasta que el sistema vuelva a ponerse en marcha.

YA HABLAREMOS

Una intervención de esta amplitud no estaría justificada si no fuera porque la situación actual puede ser irreversible porque la intervención tiene dos costes inevitables: el enorme aumento de la cantidad de dinero terminará por generar inflación, si no se recoge el exceso de liquidez, y las medidas fiscales resultarán en grandes déficits, que habrá que ir corrigiendo más adelante. Todos los logros de la última década, en materia de precios y de finanzas públicas, quedarán en nada. Parecerá, por último, que pagan justos por pecadores.

Todo esto es cierto, y no habrá que olvidarlo una vez pasado el susto; pero es más prudente dejar para más adelante la tarea de depurar responsabilidades a la que somos tan aficionados. La capacidad de intervención se verá dificultada por la fragilidad de la Unión Europea. En este punto, nuestras autoridades no debieran ser menos firmes que las de otros Estados miembros: hay que hacer lo posible para actuar al unísono, pero guardando la autonomía necesaria para ajustar nuestra intervención a nuestras necesidades, que es lo que pretenderá para sí cada uno de nuestros socios.

Hasta ahora, Europa ha sabido dar una respuesta adecuada a la crisis (aunque en el último minuto), como si sus dirigentes se hubieran dado cuenta que la cosa iba en serio. Pero lo más difícil viene ahora: porque si se actúa bien se evitará la depresión, y, si no se hace, el ciudadano lo tendrá en cuenta. Pero habría que empezar lo antes posible.

Alfredo Pastor. Profesor de Economía del Iese. Doctor en Economía por el MIT y licenciado en Economía por la UB, fue secretario de Estado de Economía con Pedro Solbes.

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La bolsa, un termómetro roto, de Alfredo Pastor en Dinero en La Vanguardia

Posted in Economía by reggio on 2 noviembre, 2008

DESDE EL PARQUET

De los tres planos en que se manifiesta la crisis actual, a saber: el mercado interbancario, las bolsas de valores y la economía real, es decir, el comportamiento del consumo y la inversión, el bursátil ocupa un lugar intermedio: esta vez, las acciones no han sido el objeto de la burbuja, como sucedió en el 2000; han sido un activo alternativo al causante de la burbuja -el inmobiliario-, y ahora están sufriendo, de rebote, los efectos del reventón. El resultado es que las bolsas se están comportando de forma muy errática y, a mi entender, exageradamente bajista; como, en las circunstancias actuales, ya tiene uno motivos bastantes para encarar el futuro con alguna preocupación, no hace falta añadir otros que quizá no sean tan importantes.

TRES FACTORES

No hace falta recordar al lector el comportamiento de las acciones durante este año: en síntesis, en doce meses los per medios de las principales bolsas se han reducido entre un tercio y la mitad; como los beneficios de la mayor parte de las empresas, en el mejor de los casos, han permanecido constantes, eso quiere decir que las cotizaciones se han derrumbado, y no es raro encontrar empresas perfectamente solventes que han perdido un setenta, o un ochenta por ciento de su valor en bolsa. Naturalmente, esa pérdida de valor no guarda correspondencia alguna, ni con la situación actual, ni con las perspectivas, ni siquiera con el balance de esas empresas; en este momento, las cotizaciones se determinan por el papel que desempeñan las acciones en el final de la burbuja inmobiliaria. Tres ejemplos bastarán para ilustrarlo.

El primero es lo sucedido con la cotización de Volkswagen entre el 27 y el 29 de octubre: en dos días, la acción subió cuatro veces y media su valor inicial. La explicación se encuentra en una especulación fallida que obligó a sus autores a comprar acciones de VW a toda prisa. El segundo es la subida de los índices norteamericanos como resultado del anuncio de próximas reducciones del tipo de interés en Japón, presagio de un descenso del yen que permitirá continuar el lucrativo negocio de pedir prestado en yenes para invertir en dólares. El primer ejemplo recuerda que la especulación al alza está siendo sustituida por especulación a la baja; el segundo, que la liquidez que ha huido del inmobiliario se refugia en otras cosas, entre ellas los activos bursátiles. En ambos casos, los movimientos de las cotizaciones no tienen que ver con la situación de las empresas.

El tercero es consecuencia directa de la crisis de liquidez que acompaña el final de una burbuja burbuja: personas y entidades se ven obligadas a hacer liquidez vendiendo los activos que tienen mercado, y el resultado es una creciente presión vendedora en las bolsas, concentrada en las acciones más líquidas, que suelen ser las más sólidas: éstas son a veces las que más bajan.

El comportamiento errático de las bolsas es, naturalmente, perjudicial: la bolsa es una de las fuentes de financiación de la actividad económica, y en estos momentos ha dejado de existir como tal. Es también probable que unas cotizaciones exageradamente bajas resulten en adquisiciones no deseadas (por lo menos por los gestores). En una palabra, son un incordio, y siempre que ocurren estas cosas se pide una mejor regulación, tanto en este mercado como en otros. A mi entender, es una petición justificada, y no vale desecharla con argumentos simplistas; sí hay que ser conscientes que una buena regulación es algo extraordinariamente difícil. Pero es posible que esta crisis anime a volver a pensar cómo reducir el riesgo de colapsos en los mercados.

Por lo demás, no exageremos la importancia de una crisis bursátil: ni la bolsa es la fuente principal de financiación de la empresa (sigue siéndolo la banca), ni las acciones el principal activo en la cartera de las familias (sigue siéndolo la vivienda). La duración y la profundidad de la crisis estarán determinadas por lo que ocurra en los otros dos planos, el bancario y el real.

UN EXCELENTE INDICADOR

Se dice que la bolsa es un termómetro de la economía. Eso es siempre cierto en los manuales, y también en la economía real, pero sólo en circunstancias normales: la cotización de las acciones refleja las expectativas de beneficios, y, si éstas son acertadas, la salud de las empresas, que es, desde luego, un síntoma de la salud general de una economía de mercado. Pero eso ocurre sólo a veces, porque la gente forma sus expectativas influida, no sólo por el análisis, sino también por modas o falsas profecías; cuando el análisis flojea, las expectativas terminan por ser un reflejo de las emociones de los inversores, y el termómetro se rompe. Ocurre entonces lo que dijo Paul Samuelson hace años: «las bolsas han podido predecir nueve de las últimas cinco recesiones». Ya empieza a haber quien piensa que muchas acciones están bien de precio, y empezarán a menudear las recomendaciones de compra. Mi consejo al lector: no se deje hipnotizar por la evolución de las bolsas. Y menos si es accionista.

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China emerge como acreedor silencioso, de Alfredo Pastor en El País

Posted in Economía, Internacional, Política by reggio on 10 octubre, 2008

El gigante asiático y Oriente Próximo han financiado en 2006 a partes iguales el 86% del déficit de los países industriales. Parece claro que el centro de gravedad del mundo económico se desplaza hacia el Este

Cuando un país tiene un déficit por cuenta corriente frente al resto del mundo, ello significa que ha recibido más bienes y servicios de los que ha entregado a cambio. La diferencia se ha saldado con activos del país: reales, como casas o fábricas, o, las más de las veces, financieros, como dinero o deuda privada o pública del país en cuestión. Como la deuda crece más o menos al ritmo marcado por el déficit anual, si éste persiste, el resto del mundo va acumulando derechos contra él, consolidando así una posición acreedora.

En el año 2006, el déficit del conjunto de países industriales superaba el medio billón de dólares, y el Fondo Monetario Internacional estimaba que seguiría aumentando hasta 600.000 millones en los próximos cinco años. Para entonces, el déficit de Estados Unidos, hoy de 800.000 millones, se habrá reducido en un 25%, mientas que el de la eurozona habrá subido, por el aumento de los gastos en energía. Como esta situación dura desde hace años, algunos países han alcanzado una posición deudora muy elevada: así, en 2006, el resto del mundo tenía derechos contra Estados Unidos equivalentes a más del 25% de su Producto Interior Bruto.

Los principales países acreedores son Japón (que está incluido, a efectos de clasificación, entre los países industriales), los países productores de petróleo (sobre todo los de Oriente Próximo) y China. Si atendemos sólo a los flujos anuales, el Fondo estima que, en 2006, China y Oriente Próximo financiaban, a partes iguales, el 86% del déficit de los países industriales, y prevé que, para 2013, el superávit chino exceda la totalidad del déficit de los países industriales, y duplique el de los países de Oriente Próximo.

Todo ello basta para otorgar a China un papel decisivo en el mantenimiento de la estabilidad del sistema financiero internacional: cualquier cambio brusco en la composición de la cartera de deuda del Banco Central chino tendría repercusiones considerables sobre el tipo de cambio del dólar y los tipos de interés. Sin pretender adivinar los propósitos de una institución tan impenetrable como suele ser un Banco Central, tratemos de esbozar cuáles son sus opciones.

En 2007, los activos financieros de Estados Unidos en poder del resto del mundo ascendían a 16 billones de dólares (la posición neta es menor, por el volumen de activos extranjeros propiedad de norteamericanos): unas 11 veces el PIB español del mismo año. No es exagerado estimar en un billón de dólares las tenencias de bonos del Tesoro en el Banco Central chino.

Estos activos, como todos los activos exteriores, están sujetos al riesgo de cambio y al de interés, y ambos han jugado en contra de sus tenedores: en los tres últimos años, el dólar ha perdido un 17% de su valor frente a la moneda china, y un 25% frente al conjunto de divisas.

Además, el rendimiento de los bonos del Tesoro no ha hecho más que bajar desde mediados de 2006, hasta situarse, en agosto pasado, en el 1,75%. Por ambos conceptos, pues, el Banco Central chino ha sufrido grandes pérdidas en su cartera.

Para compensar en lo posible los menores rendimientos de los bonos del Tesoro, los acreedores de Estados Unidos, y, en particular, las autoridades chinas han ido acumulando carteras de deuda de entidades como Freddie Mac y Fanny Mae, que ofrecían rendimientos mayores, a la vez que disfrutaban de una garantía implícita del Gobierno de Estados Unidos: es decir, eran títulos emitidos con el entendimiento tácito de que el Gobierno haría frente a los pagos si las entidades estaban en dificultades (algo así como la deuda de nuestros ayuntamientos): así, el volumen de activos de esta clase en poder de inversores públicos extranjeros (bancos centrales) se ha quintuplicado desde 2003, hasta superar el billón de dólares en junio de 2008. Pero ahora resulta que, por el momento, no es seguro que los acreedores de las dos F, que acaban de ser nacionalizadas, vayan a cobrar hasta el último céntimo: los detalles del plan de salvamento aún están por decidir. Tras las pérdidas de cambio y de interés de los bonos del Tesoro, el Banco Central chino corre ahora el riesgo de no cobrar la totalidad de su deuda.

En resumen: el Banco Central chino ha hecho un pésimo negocio durante los últimos años, y a nadie se le ocurriría confiarle la gestión de sus ahorros. Claro está que la comparación con una entidad privada está fuera de lugar: un banco central tiene otros objetivos que el de conseguir los mejores resultados posibles.

En particular, en este caso, la financiación del déficit norteamericano, al contribuir a sostener la cotización del dólar, ha permitido mantener las exportaciones chinas a Estados Unidos, y ha ayudado así al crecimiento y a la modernización de la economía china: seguramente un objetivo más importante que los resultados del Banco, o del Tesoro chino. Pero todo tiene un límite, y puede uno preguntarse si las autoridades chinas no decidirán deshacerse de sus activos en dólares, dejando que sean otros quienes financien el déficit norteamericano: ésta es una pregunta que muchos se hacen desde hace años, y que la crisis financiera ha vuelto a hacer pertinente.

En términos generales, la respuesta es sencilla: las autoridades chinas evitarán hacer cualquier cosa que haga peligrar el sistema financiero internacional, o que ponga en dificultades a Estados Unidos; no se verán obligadas a hacerlo por su propia situación; y sí tratarán de sacar partido de su posición acreedora, con la máxima discreción posible, procurando extraer contrapartidas financieras, comerciales o de otro orden.

Este comportamiento es coherente con el que han mantenido desde su entrada en el escenario económico internacional, hace 30 años: así, en 1998, al término de la crisis del sureste asiático, y contra todo pronóstico, no devaluaron su moneda, y pusieron así de manifiesto su voluntad de contribuir a la estabilidad del sistema.

Tampoco es previsible que las circunstancias les fuercen a liquidar activos, como ha sucedido a otras entidades: el superávit corriente asegura un flujo constante de divisas, y la política de tipo de cambio les pone al abrigo de salidas masivas de capital, de manera que no van a tener problemas de liquidez internacional. Por todo ello, sería extraño que originaran movimientos bruscos en los mercados de divisas o de deuda. En el corto plazo, todo indica que seguirán la corriente.

Pero es muy probable que traten de hacer uso de su posición de actor principal en los mercados financieros en el curso de sus continuas negociaciones con Estados Unidos, en los terrenos que son de su interés: así, por ejemplo, puede que las autoridades norteamericanas dejen de darles la lata con el tipo de cambio; o que suavicen su posición comercial en una temporada que se adivina difícil para los exportadores chinos; es posible, por último, que obtengan concesiones, siempre invisibles, sobre el tratamiento de los asuntos de Taiwan o del Tíbet. Todo esto quedará lejos de las miradas del público.

Más allá de lo inmediato, no cabe duda que la crisis del sector financiero norteamericano marcará un cambio de actitud en las autoridades chinas: a los ojos del mundo, el liderazgo estadounidense en materia financiera ha sido puesto en cuestión. El ahorro del resto del mundo se dirigía hacia el mercado estadounidense porque éste ofrecía, no sólo liquidez, sino también seguridad; esto ha cambiado. El cambio será real, aunque imperceptible, y consolidará lo que va siendo un hecho: el desplazamiento del centro de gravedad del mundo económico de Occidente hacia Oriente.

Alfredo Pastor es profesor del IESE y de la CEIBS de Shanghai.

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Y no hubo nada…, de Alfredo Pastor en Dinero de La Vanguardia

Posted in Economía by reggio on 14 septiembre, 2008

Las últimas palabras de aquella poesía de Cervantes que los colegiales de antaño sabían de memoria resumen perfectamente la pasada comparecencia del presidente del Gobierno ante el pleno de las Cortes y el larguísimo debate que la siguió. Entendámonos: el plato fuerte de la sesión lo constituía la confrontación entre la cabeza actual del Ejecutivo y el aspirante a sucederle; las restantes intervenciones, por meritorias que fueran sus propuestas, pasaban a un segundo plano. Si esto es así, el ciudadano debió quedar profundamente defraudado por el espectáculo que presenció y por sus dos protagonistas.

RETÓRICA Y SUSTANCIA

El presidente del Gobierno tejió su intervención en torno a dos temas: que España es víctima inocente de una crisis originada en Estados Unidos y que el Gobierno mantendrá, por encima de todo, el gasto social. Lo primero no es cierto: los avisos, en la prensa nacional y extranjera sobre la situación del mercado inmobiliario español datan, por lo menos, del año 2006; si las cosas fueron tan bien y van ahora tan mal es precisamente porque hemos ido a lomos de una burbuja y sufrimos ahora las consecuencias del reventón; y, si bien la burbuja fue facilitada por los bajos tipos de interés, nos ha afectado mucho más que a otros, y eso es asunto nuestro.

Otra cosa es si el Gobierno hubiera podido hacer algo para prevenir la aparición de esa burbuja. Antes de contestar, miremos en derredor: no se hizo en Estados Unidos, ni en Inglaterra, ni en Irlanda. ¿Hubiéramos sido nosotros más listos, o más valientes?

En cuanto al segundo eje – el mantenimiento del gasto social- apenas merece comentario: ningún gobierno, sea del signo que sea, reduce el gasto social cuando la economía entra en una recesión; hacerlo sería una tontería, se mire como se mire. La propuesta es buena en sí, pero sin sustancia. Como se ve, el conjunto no es gran cosa.

No estuvo mejor el jefe de la oposición: la prensa opina que ganó la batalla dialéctica al presidente del Gobierno, gracias a un discurso que algunos – seguramente sin haber leído los discursos parlamentarios de la época de la Restauración- califican de acerado, cuando los del actual presidente suelen estar hechos de otro metal. Quizá tengan razón, pero no es la batalla dialéctica la que importa, sino la de la sustancia; y ahí el discurso, por acerado que fuera, erró el blanco.

El jefe de la oposición insistió en los dos asuntos habituales: la congelación del gasto público para devolver competitividad a la economía, y la adopción de medidas estructurales. La primera propuesta es, como acabamos de ver, de imposible aplicación en la coyuntura actual. Es, además, extemporánea: en este momento, es el gasto (no cualquier gasto, claro) lo que hay que animar; ya vendrá el momento del rigor cuando la gente haya recobrado un poco de confianza. Con las medidas estructurales ocurre lo mismo que con el gasto social: las proponen los gobiernos de uno y otro signo. El problema no está en conocerlas, sino en ponerlas en práctica: y ahí la resistencia de los intereses establecidos es tan grande, que el progreso es lentísimo, sea cual sea el partido que gobierne. Por eso esas medidas no son para ser anunciadas, sino para ser puestas en práctica con el menor ruido posible. La segunda propuesta carece de sustancia.

ACTITUDES Y CARÁCTER

Sorprende, pues, la debilidad del discurso de uno y otro: porque todos sabemos que, en uno y otro lado, abundan técnicos, analistas y gente con experiencia perfectamente capaces, si los dejan hacer, de poner en pie un análisis bien hecho de la situación, y un esquema coherente de medidas. Queda bien claro, por el resultado, que nuestros líderes políticos no los escuchan, y hay que lamentarlo.

Pero no es eso lo peor: parecen no darse cuenta que no son datos, ni cifras, ni medidas concretas, lo que el ciudadano espera de ellos en un debate como el del pasado día 10 de septiembre. Esperan ver, en el presidente, a alguien que se hace cargo de la situación, aún admitiendo que no la domina; que es capaz de hablar a la gente que está preocupada infundiéndole ánimos, no prometiéndoles subsidios; que es capaz de compadecerse de quienes lo pasan mal, aunque no pueda hacer gran cosa por ayudarlos; que puede recordarles que hemos pasado por crisis peores, y que podemos confiar en nuestras propias fuerzas para remontar. Esperan, en pocas palabras, empatía y fuerza moral.

Ambas estuvieron ausentes de su discurso. En cuanto al jefe de la oposición, se preguntan ¿será éste más capaz de sacarnos del hoyo? Por desgracia, éste estuvo tan ocupado en zaherir a su contrario que omitió dar pistas sobre lo que haría, caso de tocarle la responsabilidad.

Volvamos a la pregunta anterior: ¿a quién escuchan nuestros líderes? Sus discursos sólo se pueden entender desde la perspectiva de la táctica electoral: ahora conviene decir esto, ahora toca lo otro. Es un error: llegadas las elecciones, todos nos preguntaremos, una vez más, qué han hecho unos y otros por mejorar nuestra suerte; no lo que han prometido, ni la mala uva que gastan, ni cómo han salido en los debates.

Alfredo Pastor. Profesor de Economía del Iese. Doctor en Economía por el MIT y licenciado en Economía por la UB. Fue secretario de Estado de Economía con Pedro Solbes como ministro de Economía, en uno de los gobiernos de Felipe González.

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Medidas de verano, de Alfredo Pastor en Dinero de La Vanguardia

Posted in Economía by reggio on 24 agosto, 2008

El pasado día 14 se reunió el Consejo de Ministros para aprobar un conjunto de medidas destinadas a hacer frente a la que por fin se llama crisis; es de buena educación corresponder con un comentario al sacrificio del Gabinete.

La crisis tiene dos aspectos, interdependientes pero distintos: por una parte, el reventón de la burbuja inmobiliaria y la crisis de liquidez consiguiente afectan directamente a la demanda, tanto de inversión como de consumo, y amenazan el crecimiento y el empleo a corto plazo; por otra, hay una cierta complacencia y una concentración excesiva en una actividad de baja productividad como es el conjunto inmobiliario-construcción, que dan como resultado una inflación mayor que la de nuestros socios y un déficit comercial muy grande y creciente, síntomas ambos de poca salud. Las medidas adoptadas por el Gobierno se dirigen a uno y a otro aspecto.

URGENTE: EL GASTO

Las medidas más importantes por el lado de la demanda tienden a paliar los efectos de la crisis de liquidez sobre la financiación de viviendas, así como sobre las pequeñas y medianas empresas (y, por consiguiente, sobre la inversión), facilitando avales y garantías; a mejorar la renta disponible de algunas familias mediante la supresión del impuesto sobre el patrimonio, y a tranquilizar a trabajadores y pensionistas (y, por consiguiente, a sostener el consumo) con la promesa de mantener el gasto social.

La orientación de estas medidas es correcta; seguramente no se harán demasiadas tonterías con ese dinero. Pero el diablo está en los pliegues, y aquí los hay: no se trata sólo de que los trámites necesarios para acceder a las ayudas puedan hacer éstas inoperantes, o de que las cantidades sean tan exiguas que no tengan efecto alguno.

Tres aspectos cualitativos merecen comentario; por una parte, algunos ministerios anuncian cambios normativos (por ejemplo, en el ámbito de la vivienda). Este es un error, aunque comprensible en un ministerio que quiere demostrar que sirve para algo: la práctica mostrará que los cambios normativos son lentos y laboriosos (se trata, sin ir más lejos, de competencias transferidas), y que la actividad correspondiente se paraliza mientras se van aclarando las cosas: el anuncio producirá un efecto opuesto al deseado.

Por otra parte, el Gobierno decide aumentar los recursos destinados a la ley de Dependencia reduciendo en un 70 por ciento la oferta pública de empleo (el número de plazas de funcionarios que serán convocadas). Desde el punto de vista del gasto, ésta parece una decisión equivocada, ya que los canales por los que han de discurrir los recursos destinados a desarrollar la ley están seguramente menos consolidados que los hábitos de gasto de los funcionarios.

Por último, el mantenimiento del llamado gasto social no garantiza que vayan a ser atendidas las situaciones de verdadera necesidad creadas por la crisis: éstas se concentrarán en trabajadores desempleados, en situación irregular o con periodos de cotización insuficientes; todos ellos al margen de los canales de la Seguridad Social.

IMPORTANTE: MEDIDAS ESTRUCTURALES

En este apartado se recogen elementos muy heterogéneos: objetivos de eficiencia (supresión de trámites, de cargas administrativas a las empresas), de aumento de la competencia (en el tráfico de mercancías por ferrocarril) o de liberalización (libre acceso al ejercicio de las profesiones, modernización de los colegios profesionales).

Todos ellos tienen características comunes: si bien contribuyen a una economía más adaptable, no existen instrumentos para su puesta en práctica (como existen para la política monetaria o la fiscal), no tienen responsables claros (el Ministerio de Economía se limita a elaborar un catálogo de buenos deseos) y encuentran resistencias fortísimas que el poder político rara vez tiene el valor de vencer. Por eso, los avances son siempre lentísimos, y, si las mismas medidas vuelven a salir del cajón de vez en cuando, es porque nadie ha sido capaz de llevarlas a la práctica. La oposición las califica de refrito: pero ¿por qué no las impulsó cuando estaba gobernando?

Y no deja de ser gracioso que, según dicen los periódicos, un partido que se ha resistido siempre a aplicar algo más fuerte que el agua oxigenada pida ahora cirugía. No: el enfermo que necesita medidas estructurales no es operable; no se trata de un tumor maligno susceptible de ser extirpado, sino de un estado difuso que sólo puede curarse con la colaboración de todos.

La lista aprobada por el Gobierno merece algunas observaciones: por una parte, se fija objetivos demasiado abstractos: ¿qué quiere decir el principio de libre acceso al ejercicio de las profesiones? Por otra, elude mencionar siquiera aspectos básicos importantísimos: más importante que la competencia en el ferrocarril es la práctica de la adjudicación de obras públicas, que tiene fallos conocidos. La relación entre especulación urbanística y financiación local está, como todos sabemos, en la raíz de la crisis inmobiliaria, y, sin embargo, nada se dice al respecto. ¿Por qué esa atención al detalle obviando lo más esencial?

LO SOCIAL Y LA INFLACIÓN

El problema de la inflación no es tratado como se merece: la limitación del sueldo de los funcionarios, un expediente fácil y de dudosa equidad; por no hablar del recorte de los aranceles de notarios y registradores a que nos tienen acostumbrados todos los gobiernos. Sin embargo, la necesidad de un acuerdo para estabilizar precios y salarios durante un corto periodo no se refleja en las medidas: se deja este asunto para el llamado diálogo social, olvidando quizá que, durante la pasada recesión de 1993, ese diálogo no fue más que una absoluta pérdida de tiempo.

En líneas generales, las propuestas tienen la orientación que cabría esperar, aunque muchos detalles son discutibles. No cambiarán el rumbo de la crisis; tampoco me parece que, como algunos han dicho, vayan a agravarla. Incluso es posible que permitan sentar las bases de una economía más sólida; pero no echemos las campanas al vuelo.

Alfredo Pastor. Profesor de Economía del Iese. Doctor en Economía por el MIT y licenciado en Economía por la UB. Fue secretario de Estado de Economía con Pedro Solbes como ministro de Economía, en uno de los gobiernos de Felipe González

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El eslabón que falta, de Alfredo Pastor en La Vanguardia

Posted in Economía by reggio on 16 agosto, 2008

DEBATE

Nueva economía

«El modelo de crecimiento español está agotado»; la frase ha sido repetida, a lo largo de más de medio siglo (antes de los cincuenta no había aquí ni modelo ni crecimiento) cuando la economía española entraba en recesión; esta vez, nuestros creadores de opinión han considerado imprescindible sustituirla por otra: «De la economía del ladrillo a la economía del conocimiento» es el nuevo mantra. Todos parecemos entenderlo a la perfección, pero hubiera causado perplejidad entre los antiguos, para quienes el objetivo del conocimiento era el conocimiento mismo, y no los ingresos que éste pudiera proporcionar. Pero dejemos esto para mejor ocasión, y centrémonos en el enfoque convencional de la producción de conocimiento con fines mercantiles.

Una cadena borrosa. Los estudios al uso dibujan una cadena que va de la inversión en educación superior a la generación de conocimiento de calidad, de ahí a la mayor capacidad de innovación, a la mayor generación de innovación y al aumento de productividad. Aunque la mayor parte de los eslabones de la cadena son un poco borrosos, es un buen punto de partida. Estudios sucesivos se han ido concentrando en la primera parte, la que termina con la generación de universitarios mejor preparados; un informe que acaba de publicar el instituto Bruegel de Bruselas, en cuya elaboración han participado científicos de la talla de Andreu Mas-Colell, está lleno de recomendaciones que, de ser seguidas, permitirán quizá crear una auténtica formación superior de elite en el espacio europeo.

Pero es evidente que ésta es sólo una parte de la cadena; y quizá sea la parte ya mejor resuelta, como lo prueba la existencia de gran número de estudiantes españoles de excelente rendimiento en las mejores escuelas del mundo; y más aún el número creciente de investigadores y profesionales españoles en las instituciones de mayor prestigio fuera de España. El problema no es, pues, la carencia de talentos bien formados: esos ya están, y fuera de aquí pueden desarrollarse. Pero aquí parecen no tener oportunidades.

Riesgo y esfuerzo. ¿Por qué? Tratemos de contestar en dos pasos: para empezar, los responsables de dar empleo a estos jóvenes talentos – empresarios privados y públicos- rehúyen tomar los riesgos y llevar a cabo el esfuerzo que eso implica: las ideas nuevas pueden fracasar; el joven talento entra en conflicto con la organización; choca con lealtades antiguas; desequilibra la estructura de remuneraciones de la empresa o del organismo y, en resumen, da quebraderos de cabeza al empresario.

Además, el empresario carece de incentivos para adoptar riesgos, y hasta para esforzarse: todos se burlarán de él si fracasa; una carga excesiva de trabajo hará que sus pares le tomen por tonto; y, por mucho que se esfuerce, difícilmente podrá emular a quienes han acumulado grandes patrimonios por el sencillo expediente de convertir en urbanizables terrenos que adquirieron como rústicos.

Ahí está una de las raíces del problema: durante demasiados años ha sido posible en España enriquecerse sin adoptar los riesgos ni realizar los esfuerzos que otros países exigen para alcanzar los mismos ingresos. Cuando esta diferencia se haya limado, habremos pasado de la economía del ladrillo, quizá no a la del conocimiento, que eso es mucho pretender; pero sí a una con una productividad mayor.

Alfredo Pastor. Profesor de Economía del IESE Business School.

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