Reggio’s Weblog

El escritor que murió de hambre, de Gregorio Morán en La Vanguardia

Posted in Cultura, Literatura, Sociedad by reggio on 28 febrero, 2009

SABATINAS INTEMPESTIVAS

La literatura española no es muy variada en muertes. Hay algunos suicidas; pocos, si tenemos en cuenta que es un oficio cuya singularidad asume cierto desquiciamiento. Algunos creen que eso revela la huella de la genialidad, pero no es cierto. Se han suicidado más escritores sin talento que geniales. Todo escritor, por esencia, es un tipo raro, porque si fuera normal se dedicaría a profesiones más sanas, seguras y acrisoladas. Muchos murieron en la cama, de viejos, y cuanto más idiotas estaban, más los celebraron. Luego figuran y desde hace mucho los académicos de la Real, que son gente que vive de la pluma -tomando esta en un sentido muy laxo- pero que por suerte para la literatura no viven de ella, aunque lo hagan parecer.

No recuerdo de ningún académico de la Lengua Española que se haya suicidado; primero porque son gente más consolidada que los bonos del Tesoro, y por si fuera poco, nada propensa al mal de amores, por razones de edad y patrimonio. Fueron famosas las inclinaciones hacia el lupanar y la timba de algunos de ellos, pero eso no mata a nadie. Hay algunos escritores, y grandes, que cayeron por excesos con el alcohol y las malas compañías sexuales, pero fueron muertes lentas, casi mansas y aceptadas. De miseria y abandono, muchos. Pero de hambre, lo que se dice de hambre, yo sólo conozco a Alejandro Sawa.

Las singularidades de nuestra historia, con el conservadurismo en dominante hegemonía -palabra finísima con la que aquellos que procedemos de la izquierda radical, espurios herederos de Gramsci, solemos designar al aplastante dogmatismo de la Iglesia católica española durante siglos-, ha consentido que en los libros de enseñanza de la literatura del siglo XX figurase el padre Coloma, modesto jesuita al que sus colegas de compañía volvieron tarumba, autor de auténticas bazofias de prosa alambicada, cursi y retorcida, como Pequeñeces y Jeromín, ilegibles hoy salvo para sadomasoquistas, y sin embargo no aparecen plumas que aún pueden leerse con placer y benevolencia. Por ejemplo, Alejandro Sawa, que no fue un gran escritor pero que sí consiguió páginas periodísticas notables, media docena de novelas valientes -alguna de ellas con pretensiones- y la adaptación teatral de una novela de Alphonse Daudet que obtuvo gran éxito, Los reyes en el destierro.

Hay escritores que sin ser grandes por su obra son sin embargo figuras de primer orden en el paisaje literario de un país. Alejandro Sawa es para la literatura española eso, una personalidad que exige ser estudiada, porque con él y su entorno está gran parte de la mejor literatura que se hará en España en el filo entre el XIX y el XX. Sevillano, seminarista en Málaga, aspirante a lo que fuera en Madrid, Sawa -curioso apellido, que nos remite al gran escritor de Trieste, Umberto Saba, y a un vago aire grecoturco de Salónica-Esmirna- va a recoger en su biografía elementos insólitos para nuestra apocada cultura finisecular.

Lo primero es que viaja, y no sólo a Soria, a Palencia o a Barcelona -donde estará en varias ocasiones-, sino a Londres, a Roma, a Spa. Importante Spa, porque esta decadente población belga que dará nombre a toda esa modernez que ahora toma su prestigio, era lugar de atracción, no especialmente por sus baños y jaleas, sino por su ruleta. ¡Oh, el casino de Spa! Alejandro Sawa, que apenas tendría un duro en toda su vida, se jugará los de todos los incautos matrimonios ricos que osaran creer sus brillantes exposiciones sobre el método infalible para hacer saltar la banca. Como Leopoldo Alas, Clarín, como tantos otros de su época, Dostoyevski sin ir más lejos, Sawa está mordido por la fiebre del juego.

Pero la ciudad por excelencia de su vida ha de ser París. La capital del mundo en el momento crepuscular de la bohemia; a punto de hacer una literatura de señores, y convertir a los autores en unos señores de la literatura. Lo que va a marcar de un modo indeleble la vida de Sawa va a ser la amistad, y hasta la camaradería y la complicidad, con uno de los grandes, Paul Verlaine. No es poca cosa verle todos los días en el café, hablar con él, compartir opiniones y borracheras, etílicas y de lo que fuera, porque ninguno hizo ascos a nada. Y quien dice Verlaine, debe añadir aquel mundo de la bohemia, que de alguna manera termina en él, por más que se prolongue en las grandes tertulias parisinas que tanta importancia habrán de tener en todos los campos de la creación artística hasta la primera gran guerra.

Pasar del duro y brillante París al frío de pana madrileño debió de ser duro, y más viniendo casado y con una hija. Pero al principio funcionó, y Sawa se convirtió en un habitual de los diarios y publicaciones capitalinas, con cierta notoriedad, resaltada por su aspecto imponente, hermoso y seductor; cachimba en boca, melena suelta y dos perros en traílla. Pero, entre que nuestro hombre se fue radicalizando y que siguió con las costumbres parisinas, su espacio se achicó. En un estudio a propósito de Sawa, Iris M. Zavala, que le reeditaría sin ningún éxito en 1977, escribió que «la nueva bohemia finisecular es un ´proletariado artístico´ de aguerridos combatientes», y es tan cierto como que sus condiciones de subsistencia estaban en la linde entre pobreza y absoluta miseria.

Desde 1905, la ceguera progresiva, que al año siguiente será total, convertirá a Sawa en un personaje patético, subsistiendo a base de sablazos y trabajos de negro literario, como los seis artículos que hará para Rubén Darío, que aparecerán en La Nación de Buenos Aires, y que este tendrá la desvergüenza de no pagarle. Su mujer, la borgoñona Jeanne Poirier -Santa Juana, para los amigos-, conseguirá algún dinero ejerciendo de comadrona, mientras Alejandro parece empeñado en hacer realidad la consigna que su amigo Valle-Inclán escribió en La lámpara maravillosa y que se había convertido en lema: «Poetas, degollad vuestros cisnes y en sus entrañas escrutad el destino». El de Sawa se exhibía más negro que la pez. Su último intento se redujo a tratar de publicar un libro, el resumen de su mejor obra periodística, que titularía Iluminaciones en la sombra y que no conseguiría editor. Empeñará todo lo que le queda para editarlo por su cuenta, pero necesitaba mil pesetas y él sólo consigue seiscientas. Le pedirá a Rubén Darío, recién nombrado ministro plenipotenciario en Madrid y que no le hará ni caso, esas cuatrocientas que le restan para la gloria. Será necesario que se muera y le metan entre tablas cajoneras -con tan mala fortuna, que uno de los clavos le rozará la sien y al muerto le correrá un reguero de sangre junto al rostro, impregnando la escena de un tono aún más tétrico- para que pueda llegar a la posteridad con la dignidad tronada de un proletario de la bohemia.

Valle-Inclán, que asistirá a esta última escena, con la viuda y la niña, se quedará tan impresionado que exigirá a Rubén el apoyo, y un prólogo, para la edición póstuma de las Iluminaciones en la sombra.Un libro sentido y retórico con páginas muy bellas, que acaba de reeditar, en magnífica edición, Nórdica Libros, con una introducción poco feliz de Trapiello. Pero la gloria de Alex Sawa -como le conocían los suyos- será dar vida al personaje más hermoso y sentido y valiente de las Luces de bohemia de Valle-Inclán: el inmortal Max Estrella.

Falleció el 3 de marzo, miércoles, de hace cien años. La primera biografía de Sawa digna de tal nombre apareció hace cuatro meses en Sevilla, gracias a la profesora Amelina Correa, editada por la Fundación Lara.

Ella cuenta que el día del entierro, la buena de Jeanne Poirier le cortó un mechón que se regaló a sí misma, porque cumplía 38 años. Fue un entierro de tercera, en un coche de tercera -con dos caballos- y una sepultura temporal -de tercera- en el cementerio civil de la Almudena. Costó 70 pesetas. Diez más que la colaboración que tenía en El Liberal, la única que le quedaba y que acababan de retirarle

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Delitos éticos y estéticos, de Lucía Méndez en El Mundo

Posted in Derechos, Justicia, Literatura, Política by reggio on 14 febrero, 2009

ASUNTOS INTERNOS

Miles de españoles pierden su trabajo cada día. Cientos de pequeños y medianos empresarios se ven obligados a echar el cierre porque no disponen de líquido ni de crédito para mantener su actividad y el miedo se extiende como una mancha de aceite. Miedo a perder el trabajo, miedo a comprar. Tienen miedo hasta los que no tienen miedo.

En semejante contexto, algunas de las imágenes que esta semana ha deparado la clase política española -con especial mención al principal partido de la oposición- resultan escandalosas y, en casos puntuales, casi obscenas. Si las bodas imperiales y las monterías de señoritos -jueces y ministros ¡del PSOE!- resultan intragables ética y estéticamente en tiempos de bonanza, en esta crisis producen indignación. Los jueces serán los que tengan que dictaminar las responsabilidades penales de los miembros del PP implicados en la trama de corrupción, pero hay una responsabilidad política, ética y estética que alguien tiene que asumir. El aspecto de estos dos personajes invitados a la boda de El Escorial, amigos de muchos altos cargos del PP, lo dice todo. Basta con ver a Paco Correa -ahora en la cárcel- y a Alvaro Pérez -en libertad con cargos- haciendo el paseíllo en el patio de los Reyes para calarlos. Toda España los ha visto y se ha hecho una idea de qué clase de personajes se acercaron al PP en los tiempos del poder absoluto para hacerse ricos.

El bigote de Alvaro, el puro que lleva en la mano camino de la iglesia y la chulería de Correa hacen tanto o más daño al PP como que los errores de su dirección. Frente al impacto de esas imágenes, poco pueden hacer los recursos jurídicos de Federico Trillo. Durante 14 años, la dirección del PP contrató a este Correa que habla de dinero, de poder y de influencia en unos términos propios de Los Soprano, según las grabaciones del sumario.Aceptar regalos de un personaje como éste, ir con él de viaje, asumir su filosofía de vida no es, desde luego, un delito penal, pero sí un comportamiento impropio de personas con elevadas responsabilidades en un partido como el PP. Mariano Rajoy aún no ha explicado por qué dejó de contratar con él ni el tesorero actual y ex gerente, Luis Bárcenas, ha dado cuenta de la relación que tenía con Correa.

Si todo esto hace daño a la vista, otro tanto cabe decir del ministro Bermejo y el juez Garzón al lado de animales muertos por sus tiros de escopeta, con la sangre aún caliente. Las fotos hieren la sensibilidad. La repugnancia que producen es directamente proporcional al cerebro de mosquito que hay que tener para ser ministro de Justicia e ir a cazar con el juez que instruye una causa contra la oposición. Que lo destituyan por motorista. Sería coherente con esa estética.

© Mundinteractivos, S.A.

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El Relator Especial y el entramado, de Javier Ortiz en Público

Posted in Derechos, Justicia, Literatura, Política by reggio on 10 febrero, 2009

Ahora las sentencias del Tribunal Supremo se refieren a “el entramado ETA-Batasuna” como si apelaran a un concepto de estricto rigor jurídico.

Askatasuna es un partido inscrito debidamente, cuya ilegalización nadie ha promovido hasta este momento, pero no podrá concurrir a las próximas elecciones  vascas porque, según criterio unánime del TS (que dentro de dos días ratificará el Constitucional, faltaría más), forma parte de “el entramado ETA-Batasuna”.

Nadie ha demostrado que ese “entramado” sea una organización delimitada: aparece como un magma de geometría variable al que cabe asociar (o no) a quien sea, según las conveniencias del momento. Hace cuatro años las cosas eran diferentes, pero ahora mismo, si alguien comparte un puñado de fines políticos con ETA, es de ETA, y a correr. Para los más altos tribunales españoles, tanto da esgrimir un argumento como empuñar una pistola.

Uno que no está de acuerdo con eso, vaya por Dios, es el Relator Especial de las Naciones Unidas para la Promoción de los Derechos Humanos, que ha redactado un informe en el que muestra su preocupación por las formulaciones vaporosas que contiene la Ley española de Partidos Políticos. Por resumir su argumentación, viene a decir que esa ley vale lo mismo para un roto que para un descosido.

El Relator se refiere también a la reiterada ilegalización de candidaturas electorales que, aunque compartan “la orientación política” de una organización terrorista –así lo dice–, no han sido condenadas por la comisión de ningún delito y cuyos integrantes gozan, teóricamente, de todos sus derechos ciudadanos.

Va a ser que el Relator Especial de la ONU éste forma parte también de “el entramado”.

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Viaje a Silos, de Raúl del Pozo en El Mundo

Posted in Cultura, Literatura by reggio on 5 enero, 2009

EL RUIDO DE LA CALLE

Aquiles y yo llamamos. Nos abrió un fraile. La hospitalidad es una de las humildades de los monjes negros. Aquiles quería llevarme al aura del silencio, que rompen los bombarderos israelíes porque las conciencias nunca pueden estar vacías. El Cabeza de Vaca de la ópera quería que yo sintiera el canto monódico, que contara a mis lectores su proyecto de transportar a los monjes a la ONU, con su gregoriano, para el diálogo de las civilizaciones. Ya los llevó al Teatro Real hace años. Los puso en la lista de éxitos. Este bohemio, hijo de maquis, no es Belcebú, sino el inventor los Tres Tenores, soñador irredento.

Llegamos a las oraciones de la sexta. Los benedictinos, en posición orante aunque grácil, no se libran del sadismo de la Biblia: se flagelan, dicen que son gusanos entre el polvo de la muerte, rinden culto al que arroja bombas de racimo. Si el poder absoluto corrompe, ¿qué me dicen de Yaveh? Pero el canto enmudece a los jilgueros. Quizá hicieran más creyentes con el gregoriano que con sermones. «Mi imaginación es un monasterio y yo soy su monje», dijo Keats. A estos monjes les basta al día una libra de pan y una hemina de bon vino, según Berceo. Su melodía, dice Lorca, es una columna de mármol que se pierde en las nubes, lejos de la tragedia del corazón.

Lorca llegó en diligencia a esta misma abadía en el 1918. Dijo que las manos de los novicios no eran las de los monagos de Verlaine. Cuenta que los frailes estaban sucios («hombrotes barbados»). Aunque no se atreve a llamarles, como Voltaire, infames con hábitos pardos, se deja llevar por el ritmo anticlerical. Luego, como todo el 27, se rinde. Se rindió Gerardo ante el enhiesto surtidor de sombra y sueño; Aleixandre, ante la flauta con ternura de corazón de pájaro; Alberti, ante la Vigen de Marzo: «Dos blancas malvas reales/ en tu seno prenderé/ Déjame bajar, que quiero,/ Madre ser tu jardinero».

Comimos con los monjes judías pintas, boquerones y uvas. Esto sí que es el Tíbet, que haría decir a Woody Allen, otra vez, «no creo que haya más allá, pero de todas formas, me llevaré una muda». Estaba entre nosotros el abad Clemente Serna, expresión corporal de los Médici, delicadeza y sabiduría con la teología, su edificio de sueños. Los benedictinos son algo masones desde los monjes operarii, desde que los reyes folladores, llenos de culpa, edificaban monasterios. Este claustro es la hostia, el big bang del Románico, la Biblia cincelada en mazapanes de piedra, la lujuria como oración.

Un fraile de cerca de mi pueblo, inteligentísimo, me lleva por un laberinto de túneles, como en El nombre de la rosa; llegamos hasta la fuente que asombró a Fernán González (año 1041). Aquí, desde entonces, brota el manantial de las aguas perennes; tal vez, cuando deje de manar, se perseguirá el román paladino y España se extinguirá.

© Mundinteractivos, S.A.

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Un expolio literario, de Luis Arias Argüelles-Meres en El Faro de Vigo

Posted in Cultura, Historia, Literatura, Memoria by reggio on 25 diciembre, 2008

La Xunta de Galicia rechaza, según se publica profusamente en la prensa, las 105 alegaciones de la familia Franco en contra de que el Pazo de Meirás sea declarado Bien de Interés Cultural. Así pues, tan notable edificación que perteneciera a doña Emilia Pardo Bazán tendrá, al menos, un control público. Y es que, más allá de otras muchas consideraciones acerca de cómo llegó a ser propiedad de Franco el Pazo, se da la circunstancia de que asistimos, sobre todo, a un expolio literario.

Confronte el lector el significado de dos figuras tan dispares: la mejor novelista del siglo XIX en lengua española frente a un general dos generaciones más joven que ella que sometió a este país a una dictadura que duró cuatro décadas un siglo después de aquél en que doña Emilia escribió sus mejores obras.

La autora de Los Pazos de Ulloa, una mujer adelantada a su tiempo, frente a un general a quien el siglo XIX, lo que conocía de él, tenía que resultarle profundamente antipático, sobre todo, por su liberalismo más o menos tamizado, aunque, para él, taimado. La escritora que miraba a Francia y que tan inteligentes análisis llevó a cabo de la literatura que entonces se estaba haciendo en aquel país, frente a aquel general que aisló a España y que veía en el resto del Continente, sobre todo después de la 2ª Guerra Mundial, una geografía donde habitaban los más terribles enemigos de España: masones, liberales, demócratas, marxistas y otras gentes del mal vivir.

¿Tendrían conocimiento el caudillo y su familia de que Unamuno estuvo en aquel Pazo, visitando a doña Emilia, en 1903? ¿Tendrían noticia de que la torre que mira a Sada fue llamada, como una de las novelas de la condesa, La Quimera?

Al término de la guerra civil, parece que la prensa oficial de entonces publicó la siguiente proclama: «Galicia lo dio todo en la Cruzada del 18 de julio. El mártir, José Calvo-Sotelo; el traidor, Manuel Portela Valladares; el asesino, Santiago Casares Quiroga, y el caudillo liberador, Francisco Franco». ¡Qué retórica, Dios mío, qué retórica! Lo que probablemente no podían sospechar los autores de la proclama era que, en efecto, en el orden literario, Galicia sí que lo dio todo en los siglos XIX y XX. En el XIX a Rosalía y a doña Emilia. En el XX, Valle-Inclán publicó la mayor parte de su obra; parte nada desdeñable de ella tuvo como escenario la Galicia decimonónica.

Quiso el azar, decidió la historia, que, para desgracia de todos, se perpetrase en el Pazo de Meirás un expolio literario. Fue ocupado por un dictador que escribió textos tan infames como Raza, que, de seguro, de haberse visto en tal lance, a doña Emilia se le hubiese caído de las manos.

La atmósfera de la obra de doña Emilia frente al tufillo cuartelero del dictador y los suyos. La negación del progreso y de las libertades habitando en la casa de una mujer que se adelantó, no sólo en lo estético, a su tiempo.

Bien de interés cultural. ¿Será posible para el visitante del futuro discernir qué fantasmas recorren el Pazo? Porque lo más paradójico de todo es que el tema de fondo que aquí nos trae muestra que a veces la historia desanda, camina hacia atrás.

Si alguien hubiese osado hablarle a Franco de libertad y de literatura naturalista, acaso, más que desenfundar la pistola, intentaría combatir el aquelarre con «Raza».

A decir verdad, nauseabundo.

Para el libro blanco del comunismo en el siglo XX, de Francisco Fernández Buey en Rebelión

Posted in Literatura, Medios, Política by reggio on 24 diciembre, 2008

Papeles Eco-Sociales

Fuera de Italia el nombre de Rossana Rossanda empezó a ser a conocido en 1969 a raíz de la expulsión del partido comunista italiano del grupo Il Manifesto. Desde entonces, y a lo largo de cuarenta años, su nombre ha quedado asociado a esta publicación, sin duda la más singular de las aventuras político-culturales del comunismo crítico en la segunda mitad del siglo XX. Singular porque, sin llegar a constituir propiamente un partido político comunista, Rossanda y sus compañeros de Il Manifesto han estado constantemente presentes, con sus análisis e intervenciones, en todos los acontecimientos políticos, socio-económicos y político-culturales de importancia para la izquierda revolucionaria en el mundo.

Para valorar en sus justos términos lo que ha sido esta aventura hay que tener en cuenta que hacia 1968 los comunistas se dividían por así decirlo en dos: los que pensaban que fuera del partido no había «salvación» (en términos cuasi religiosos) y los que estaban convencidos de que fuera del partido no había acción posible, al menos eficaz, para cambiar el mundo en un sentido socialista de acuerdo con los intereses de aquellos que se suponía que habían de ser sujeto de la revolución, los proletarios, los obreros de la industria. Hoy esto suena raro, pero sólo prestando atención a aquellas convicciones se puede entender bien el impacto que entonces tuvieron las palabras con las que Aldo Natoli, en nombre del grupo de Il Manifesto, se despidió del partido comunista: «Para ser comunista no hace falta carnet». De hecho, si se mira la cosa con una perspectiva histórica más amplia, aquella declaración que Rossanda compartía entonces y sigue compartiendo hoy, no debería haber resultado tan traumática como lo fue en el momento en que se hizo. Pues el fundador del comunismo moderno, Karl Marx, en el que decían inspirarse unos y otros, había sido un comunista sin partido (y sin carnet) la mayor parte de su vida. Solo que en las controversias políticas del momento esas cosas, relevantes para los historiadores, no solían tenerse en cuenta.

También esta historia ha conocido su paradoja: veintitantos años después de aquellos hechos Rossana Rossanda y los compañeros de Il Manifiesto expulsados del PCI seguían haciendo una publicación que se declaraba comunista mientras la dirección del partido que los había expulsado decidía dejar caer el viejo nombre y con él la cosa misma, o sea, el concepto de comunismo, obviamente deshonrado en varios lugares del mundo en los que se impuso el denominado «socialismo real», pero no precisamente en Italia. Así, en los últimos veinte años Il Manifesto de Rossana Rossanda pasó a ser uno de los pocos referentes explícitamente comunistas con eco internacional. Eso explica, entre otras cosas no menores (como la capacidad de análisis político y el haber sido una especie de periodista de guardia de los valores renovados de la tradición comunista durante años y años) que Rossana Rossanda haya acabado siendo un mito para muchas personas que, en Italia y fuera de Italia, conservaron sus ideales comunistas o los encontraron cuando sus mayores los abandonaban.

Y mito es justamente la primera palabra con la que Rossanda ha querido enfrentarse al escribir sus recuerdos en La ragazza del secolo scorso, cuya primera edición apareció en Italia hace tres años y que ahora acaba de ser traducida al castellano1. A Rossanda, que ha defendido siempre un comunismo laico y que lleva décadas combatiendo toda versión religiosa, doctrinaria o dogmática del marxismo, esa palabra no le gusta ni siquiera cuando se pronuncia amablemente y con empatía. Los mitos, dice, son una proyección ajena con la que ella no tiene nada que ver; algo que desazona porque trae a la memoria las lápidas y que no puede aceptar una mujer que, como ella, se considera metida en el mundo, comprometida con su mundo y con su tiempo, a pesar de no tener partido, ni cargos, ni ser siquiera propietaria del periódico que ayudó a fundar.

Ya eso da una pista sobre la orientación de las memorias de Rossanda. No hay en La muchacha del siglo pasado nada que se pueda considerar contribución personal al enaltecimiento del mito. Si, a pesar de la declaración inicial de su autora, aún hubiera que conservar la palabra que emplean personas que le admiran se podría decir que la sustancia de este ensayo autobiográfico es la narración reflexiva de la vida de una mujer, protagonista de la historia del comunismo, antes de que su actuación y las circunstancias que han condicionado ésta la convirtieran precisamente en ese mito. Pues Rossanda habla en el libro de su infancia y adolescencia, de sus estudios universitarios, de su maduración política al final de la segunda guerra mundial, de su actividad como responsable de la política cultural del PCI, de la batalla de las ideas en las décadas de los cincuenta y los sesenta, de los encuentros y desencuentros ocurridos durante esos años y de muchas otras cosas interesantes, pero termina su relato en 1969, en el momento de su expulsión del partido comunista, o sea, precisamente en el momento en que empezó a ser conocida y reconocida fuera de Italia. Lo que vino después de la creación de Il Manifesto, los cuarenta años de singular aventura político-cultural que han hecho de ella una leyenda, queda fuera de consideración. Eso es, como ella dice al final del libro (tal vez anunciando su continuación), «otra historia».

Tampoco quiere Rossanda que La muchacha del siglo pasado sea leído como un libro de historia. Y, en efecto, no es un libro en el que la protagonista de la historia pretenda combinar y amalgamar los recuerdos propios de acontecimientos vividos con la reconstrucción historiográfica de los hechos, precisamente documentada, desde la perspectiva que da el tiempo pasado. En esto el libro de Rossanda se diferencia de otras memorias publicadas. Pues no son pocas las memorias de protagonistas de la historia del siglo XX en las que el que escribe o la que escribe se dedica a romper todos los espejos en los que sus contemporáneos se miraron (o dijeron que se miraban) para, al final, dejar intacto un único espejo, el que devuelve el rostro propio idealizado, el espejo del cuento de Blancanieves que dice siempre a la madastra lo hermosa que es cuando se mira en él

Rossanda sabe de los agujeros de la memoria personal y de las trampas de la memoria que se presenta a sí misma como reconstrucción fetén de los hechos históricos colectivos. Ha optado por narrar en primera persona, sin aducir documentos o papeles, a partir de los recuerdos propios y, casi siempre, claro está, reflexionando sobre los hechos que recuerda mejor, o a los que presta mayor atención, para valorar así lo que ella misma hizo (o creyó en su momento estar haciendo) y lo que hacían las personas y personajes con los que se relacionó en aquellos años. El resultado es un libro que combina la calidad literaria (como reconoció en 2005 el jurado del premio Strega), con la honestidad intelectual; un libro que responde, también en primera persona, a la pregunta que muchos pueden hacerse hoy, en la época del libro negro del comunismo: cómo se ha sido comunista y cómo se puede seguir siéndolo, a pesar de todo lo ocurrido y de que la misma persona que escribe es consciente de que está hablando de una historia que acabó mal.

En los primeros capítulos de La muchacha del siglo pasado, Rossanda narra sus recuerdos de la infancia y de la adolescencia en los años de la Italia fascista y de la guerra con una distancia tan calculada como apreciable, sin nostalgia de la edad feliz en años difíciles pero sin resentimiento por los primeros tropiezos, como para que el lector pueda tener desde el principio la idea de que, al menos en su caso, el comunismo no lo encontró en la casa familiar. Y en ese sentido no es casual que los primeros recuerdos que valora desde las alturas de la edad, por lo que anticipan, hayan sido, por una parte, la tendencia a escapar y, por otra, la atracción fatal por los tropiezos, atracción «evocada una y otra vez por los mayores como demostración de una personal inclinación a no estar en el mundo como dios manda».

Al escribir eso no está sugiriendo, sin embargo, la conformación en su caso de un carácter particularmente rebelde desde la más tierna infancia; lo cual ya dice mucho acerca de la madurez de la narradora. Como mucho dice, también, la tranquilidad de espíritu con que reconoce, sin darlo mayor importancia, sus relaciones de entonces con jóvenes fascistas, que era lo habitual, o la declaración de que antes de 1943 su imagen de los comunistas no haya diferido gran cosa de la que estaba difundiendo el régimen mussoliniano, sobre todo en los años de la guerra de España. Comunistas eran para ella entonces, como para tantos otros, «vengadores de los pobres, violentos y temibles».

Una idea, ésta, que iba a cambiar radicalmente aquel mismo año 1943, a partir de la relación que estableció con uno de los grandes intelectuales del momento, el filósofo Antonio Banfi, a través del cual se produjo su aproximación a los núcleos comunistas que animaban la Resistencia antifascista. Incluso al llegar ahí Rossanda evita apuntarse medallas de las que predisponen favorablemente al lector para lo que va a venir después. No cuenta sus actividades juveniles en la Resistencia con tonos heroicos, sino más bien como una consecuencia de circunstancias, entre las cuales la más importante fue la sorpresa, confesada también, que produjo en la estudiante universitaria el descubrimiento del vínculo comunista del filósofo al que apreciaba intelectualmente en aquel momento: «Me vi metida. No tengo glorias de las que alardear, no pedí el diploma de partisana… Hice poco y con dificultad y errores».

De estas páginas, que corresponden a los cuatro primeros capítulos del libro, hay al menos dos cosas que querría subrayar. Una de ellas es el esfuerzo que Rossana ha hecho por captar y representar el ambiente cotidiano de la Italia de aquellos años a partir de la selección de los propios recuerdos de la infancia, adolescencia y juventud. En esas páginas anticipa lo que va a ser el tono general de todo el libro: veracidad y equilibrio en el juicio, incluso cuando se refiere a cosas, actitudes y personas que, evidentemente, no eran de su agrado. Ni siquiera le gustó que la pusieran «Miranda» de nombre guerra, cuando entró, en 1943, en el grupo comunista clandestino. Consideraba ese nombre «imbécil» [nome cretino], pero enseguida quita importancia al asunto.

La segunda de las cosas que llama la atención en esas páginas es la contención con que Rossanda aborda las relaciones familiares y afectivas. Da a conocer en ellas sus aficiones literarias y artísticas, sus lecturas, su llegada a la universidad para estudiar letras y los nombres de los profesores a lo que allí apreció, pero dedica escasísimo espacio a lo que fue la propia educación sentimental y a la expresión de los sentimientos íntimos. De sus sentimientos respecto de los familiares más próximos dice poco y casi siempre de forma alusiva: de los padres, lo más relevante en el momento en que tiene que enfrentarse a su muerte; y de sus amores, de los varones con los que convivió, de los que fueron compañeros sentimentales (Rodolfo Banfi y K.S. Karol), apenas nada. (Tan poco dice que los editores de la obra en castellano, que se han tomado la molestia de añadir un índice de nombres citados, ni siquiera los han incluido en él).

Como sabemos, por otros libros suyos, de la importancia que con el tiempo Rossana Rossanda iría dando a la relación entre actividad política y educación sentimental, entre lo público y lo privado, así como de sus batallas en el ámbito del feminismo italiano, hay que pensar que esta brevedad, esta autocontención de la memoria, en todo lo que tiene que ver con la propia vida sentimental, no es olvido sino más bien consecuencia de una decisión pensada al escribir La ragazza del secolo scorso.

Puede que eso se deba a que este libro es sustancialmente, como ha dicho Mario Tronti en el prólogo a la segunda edición italiana, el relato de un gran amor malogrado, y que ese amor es el amor entre Rossanda y el PCI. O puede también que tal autocontención se derive de su particular forma de entender y de defender el papel de las mujeres en la historia, tan alejada del feminismo italiano de la diferencia, que exaltaba la conservación de los valores tradicionalmente considerados femeninos. Tronti, en el par de líneas que dedica al asunto declara esto «terreno minado» y pasa por ahí como de puntillas, para «no saltar por los aires», dice. Hay en esto, en cualquier caso, un rasgo de carácter que le impulsa a uno a vincular aquel recuerdo suyo del «escapar» y de los repetidos «tropiezos» de la infancia con la declaración ya madura, que Rossana fecha en 1962, de un impulso que conduce, que la conduce, a la huida, a la vacilación, a la retirada: «El descubrimiento de que no escapaba de lo femenino. Desde entonces, cuando se trata de elecciones graves en la esfera pública reconozco el impulso de dar un paso atrás. Y no me parece esto una virtud pacifista, sino el reflejo de quienes durante siglos han estado fuera de la historia… Combatir pero en segundo puesto. No decidir en primera o última instancia… No un fin de los llamados saberes femeninos».

Una de las cosas más sugestivas de este libro es, para mí, precisamente lo que queda implicado en tal declaración, sobre todo si se la compara con lo que ha sido la vida política de su autora desde el momento en que dice que hizo ese descubrimiento hasta ahora. O sea: la tensión interior que sugiere aquella tendencia al paso atrás, a pasar a un segundo plano en el momento de las decisiones graves, en una mujer que, desde entonces y por la propia historia, ha tenido que estar tantas veces en el primerísimo plano de la esfera pública cuando tantos varones, aquellos de las decisiones en primera o en última instancia, vacilaban, se retiraban o negaban los ideales que un día defendieron.

En la parte central del libro, la que está dedicada propiamente al relato del amor malogrado con el PCI, a los años que van desde 1947 (momento en que Rossanda decide dedicarse preferentemente al trabajo político después de haber hecho una tesis académica sobre los tratados de arte entre la Edad Media y el primer Renacimiento) hasta 1968, momento en el que empieza «la otra historia», hay recuerdos y reflexiones que, por su lucidez, pasarán seguramente a ser parte de la otra historia del comunismo del siglo XX; observaciones que por olvido, por oportunismo o por corrección política mal entendida, no han sido subrayadas convenientemente en estudios historiográficos documentados y que aquí son parte sustantiva del relato. Por ejemplo: el mal fario que le produjo el resultado del referendum de 1946, en el que la República, según recuerda Rossanda, fue aprobada «por los pelos» cuando la ridiculez del rey era tan evidente; o la impresión negativa que tuvo ante las primeras elecciones regionales después de la guerra, en la que los comunistas fueron derrotados, a pesar del papel que habían jugado en la Resistencia. O, por poner otro ejemplo, el recuerdo de que, a pesar de su peso social y de lo que se ha dicho y repetido tantas veces después sobre el poder del partido, ningún comunista hubiera podido hablar en Italia ante los micrófonos de la radio y ante las cámaras de televisión hasta 1963.

Desde un punto de vista ya estrictamente político, son interesantísimos los recuerdos y reflexiones de Rossanda sobre su primer viaje a Moscú, todavía en vida de Stalin; sobre lo que representó para el PCI el XX Congreso del PCUS; sobre los acontecimientos de Hungría en 1956 (y la controversia entre el grupo dirigente del PCI y algunos de los intelectuales comunistas italianos entonces); sobre la pobre impresión que sacó del antifranquismo organizado durante su viaje a España a comienzos de 1962, poco antes de la huelga de los mineros de Asturias; sobre lo que vio en Cuba y de la revolución cubana después de la crisis de los misiles, en los meses en que se especulaba en la isla acerca del destino de Guevara; sobre el papel y la personalidad de Palmiro Togliatti; sobre el mayo francés de 1968 y sobre la llamada primavera de Praga, aquel mismo año, sofocada en agosto por los tanques soviéticos.

Al hacer referencia a estos acontecimientos o asuntos, que Rossana vivió en primera persona o que marcaron su vida política a través de los debates y las controversias en el PCI, he escrito aposta, con intención, las palabras recuerdos y reflexiones. Pues uno de los rasgos que dan valor a esas páginas es que Rossanda construye el relato de los hechos a partir del recuerdo de acontecimientos vividos, o apasionadamente discutidos en su momento, pero reflexionando acerca de ellos casi siempre en dos niveles complementarios: narrando lo que pensaba o hizo ella misma en tal momento y añadiendo por lo general lo que ha llegado a pensar sobre tales asuntos al tener en cuenta acontecimientos posteriores o al volver sobre ellos en el momento en que escribe. Obviamente, esta forma de construir la narración presenta un riesgo, muy corriente y pocas veces superado en los libros de memorias: confundir lo que se pensaba en el momento con lo que se pensó después y atribuir a otros ideas, pensamientos, actitudes o posiciones que no se corresponden precisamente con lo que dijeron o hicieron entonces.

Pero lo más notable del libro de Rossanda, en mi opinión, es que en todas esas grandes cuestiones controvertidas en el movimiento comunista de aquellos años ha logrado distinguir bien entre lo que pensaba y lo que piensa al respecto. Y ha logrado, además, comunicar al lector esa distinción por el procedimiento de advertir sobre la marcha, y sin cortar el relato, cuándo y por qué cambió de opinión, o explicando con verosimilitud y claridad los motivos por los que ahora, cuando escribe, en 2005, piensa que también ella, como parte que era del movimiento comunista, erró, se equivocó o fracasó en tal o cual momento. Hay una imagen en el libro, cuando Rossanda está contando los avatares de los años sesenta, que me parece muy ilustrativa y que enlaza además con aquello de los «tropiezos». Es la imagen de la largartija. Dice Rossanda: «Por entonces me pasó, a mí y a otros muchos comunistas, como a la lagartija a la que el gato mordió el rabo: que volvió a crecerle. Lagartija me parece un término apropiado. No he sido un animal de bosque, ni siquiera un gato montés, pero espero que tampoco una gallina».

Tan interesante como lo anterior: Rossanda ha construido el relato de sus recuerdos escribiendo desde la conciencia de la derrota, con el mismo espíritu crítico de su juventud y, sin embargo, con un respeto exquisito por la mayoría de los personajes con los que se discutió o de los que discrepó en el momento de los hechos que cuenta. Esto es de admirar, por raro en las memorias de los protagonistas de la historia del movimiento comunista, en las cuales, como es bien sabido, ha habido mucho cainismo y no poco veneno. Ahí veo yo la prolongación madura de aquel no estar en el mundo como dios manda que le atribuían en la infancia. El ejemplo más patente que se puede aducir a este respecto, aunque no sea el único, es la consideración con que Rossanda ha tratado, en La muchacha del siglo pasado, a Palmiro Togliatti, el personaje más citado a lo largo del libro, como, por lo demás, es natural teniendo en cuenta el papel que éste desempeñó en el PCI y en la vida política italiana. La advertencia sobre el paso del recuerdo a la reflexión es aquí meridiana:

En la década de 1970 le critiqué tanto como hoy le revalorizo, una vez aceptado que su objetivo no fue derribar el estado de cosas existente sino garantizar la legitimidad del conflicto.

Es difícil decir tanto en tan pocas palabras acerca de lo que se pensaba y de lo que se piensa para dar al mismo tiempo en el clavo sobre el auténtico papel político del personaje, aquel mismo personaje que había espetado un día a la disidente: «Pero aquí ¿quién es el secretario del partido, tú o yo?». El juicio, la valoración política y la reflexión sobre el ayer y sobre el hoy se superponen, pues, en la forma que se considera más positiva posible. Positiva, desde luego, para quien quiera seguir pensando en la actualidad de los problemas del comunismo sin echar la tradición por la borda y sin renunciar, por otra parte, al espíritu crítico.

Hay otros muchos pasos de parecido tenor en el libro, pero mencionaré, para terminar, uno solo que creo particularmente ilustrativo a la hora de valorar el respeto por los otros y el equilibrio en que ha desembocado al fin aquel amor desgraciado. Está ya al final del libro y se refiere justamente al momento tal vez más decisivo en la vida política de Rossana Rossanda: la narración de los orígenes de Il Manifiesto, lo que incluye su relación con Enrico Berlinger en aquellos días de 1969 y la expulsión del PCI de su propio grupo. Después de recordar las ya mencionadas palabras de Aldo Natoli en la reunión del comité central en la que se decidió la expulsión del grupo, Rossanda ha optado, también aquí, por no hacer sangre a destiempo: llama «amigos» a algunos de los que entonces levantaron la mano para expulsarles; deja claro que, de todas formas, el grupo de Il Manifesto era «otra cosa», una cosa distinta de aquel PCI; y acaba la narración así: «No he vuelto a contar los votos. No estaba resentida, ni, a decir verdad, conmocionada […] Ya no éramos de los suyos, de los nuestros».

De los suyos, de los nuestros: ahí está la clave.

He dicho arriba que, por forma y tono, estos recuerdos de Rossana Rossanda nada tienen que ver con la socorrida reconstrucción del espejo que siempre dice lo hermosa que es quien se mira en él. El espejo en el que se mira Rossanda es otro. Mario Tronti ha escrito que hay que fijarse en la foto de la cubierta del libro (que se reproduce, ampliada, en la edición castellana) y ve en ella otra representación de la melancolía. Comparto la observación: ese precioso movimiento del alma sensible, la melancolía, recorre como un hilo rojo las páginas que Rossanda ha dedicado al amor desgraciado y al conflicto interior que produce el desfase entre lo que se pudo hacer y lo que se hizo realmente, entre lo que se quiso y lo que no fue posible. Sólo añadiría a la observación de Tronti que, en este caso, la lucidez del análisis que acompaña la imagen de la melancolía no remite necesariamente al lector a aquella profunda tristeza que la palabra denota. Al contrario: el lector con convicciones, el lector que haya tenido conciencia de la tragedia del comunismo del siglo XX, aún cerrará el libro de la muchacha del siglo pasado, de la comunista sin carnet, esperanzado. Pues, como dice ella, también nosotros habremos aprendido que no todo lo que no ha funcionado históricamente era políticamente erróneo.

1.  «La muchacha del siglo pasado» Rossana Rossanda Traducción de Raúl Sánchez Cedillo Ed. Foca, 2008

La violencia de la sociedad literaria, de Víctor Moreno en Gara

Posted in Cultura, Literatura, Política by reggio on 19 diciembre, 2008

A través de una serie de ejemplos muy reveladores, con nombres y apellidos, el autor denuncia las prácticas de lo que llama «sociedad literaria». Compuesta por escritores, editores, críticos, catedráticos… estrechamente vinculados con el poder, esta casta se constituye en influyente grupo de presión de apariencia intelectual «que hace y deshace en función de sus intereses económicos». Y en este hacer y deshacer, añade Moreno, «ejercen una violencia verbal y escrita que ni siquiera ocultan».

Es difícil escribir sobre lo que se ha dado en llamar «sociedad literaria». Lo habitual es referirse a ella como si tuviese un depósito legal, una organización y hasta un domicilio. El hecho de que no se pueda delimitar físicamente es un problema. Lo mismo sucede con su homónimo paralelo: «institución literaria», que sirve para referirse a la crítica y a la literatura. Si alguien deseara formar parte de dichas entidades, lo tendría difícil. No sabría a quién dirigir su instancia. Así, pues, estamos ante una entidad que, aunque quisiera desaparecer, no sabría hacerlo, porque ignora cómo se ha formado.

Lo más perverso del asunto es que, tratándose de una institución fantasma, sin estatutos fundacionales ni organizativos, algunos escritores y críticos se sienten, no sólo sus miembros más ilustres, sino, también, dueños de su funcionamiento. Hasta deciden quiénes forman parte de ella, y quiénes no. Parodiando el principio de Arquímedes, algunos de ellos ocupan un espacio que no les corresponde desalojando a otras personas, con mucho mayor peso e importancia intelectual.

A veces, se dice que está formada por personas que integran el establishment literario: ciertos catedráticos, profesores, críticos, ensayistas, escritores y editores. Una suerte de cabildo que, merced a distintos conductos exógenos a la propia literatura, a veces, más de la cuenta, se reproduce, como en la mafia, de modo endogámico. Nadie sabe cómo acceder a esta institución, pero quienes están dentro dictan sentencia acerca del estado actual de la literatura y del canon novelesco. Deciden quién es quién en la historia de la literatura más reciente, y, por supuesto, establecen cuál es la verdadera y legítima crítica. Y no hablemos de todo lo referente a los premios nacionales de cualquier naturaleza. Siempre están los mismos otorgándolos graciosamente.

Son un grupo de presión, una camarilla o pipero de amigüitos o, si se quiere más empaque terminológico, un lobby, que hace y deshace en función de sus intereses económicos. Y en este hacer y deshacer, ejercen una violencia verbal y escrita que ni siquiera ocultan. Lo mismo que el ninguneo. Lo decía en plan chulapo un conocido filósofo refiriéndose a uno de los lobby más significativos: ««El País» no refleja la realidad, la crea».

Aquéllos, desde hace décadas, viven apesebrados en el periódico citado, han hecho un daño terrible a la normalización de la pluralidad intelectual, y, muy en especial, a la salud de la literatura de este país. Escribir en dicho papel, pertenecer a la cuadra de Prisa y editar en Alfaguara lo consideran como bula para decidir quién es quién en cualquier ámbito de la realidad analizada: ética, literaria, política y social. Y a quienes consideran «los otros», porque ellos, naturalmente, son los «Hunos», que decía Unamuno, los machacan sin contemplación alguna.

¿Ejemplos? Demasiados. He aquí varios.

Vicente Molina Foix, en un artículo titulado «Caza de Brujas Vasca», exigía que ningún medio periodístico diera espacio alguno al dramaturgo Alfonso Sastre -«escritor cómplice», lo calificaba-, privándosele, incluso, de cualquier premio que tuviera relación con el teatro (22-7-1998).

El segundo ejemplo es del año 2000. La «Fiera literaria» es un libelo que pone a caldo a casi todos los escritores de Prisa, de Alfaguara y premiados por el corrupto Planeta. En los meses de diciembre de 1999 y enero de 2000, se insertó dicho libelo en el periódico «La Razón», lo que, además de su evidente retranca, tenía su morbo. Y hubiera seguido publicándose, de no ser por la «tolerante» intervención de escritores como Elvira Lindo que, desde las páginas polancustrianas, escribía mensajes de este jaez: «Luis María, si un día me atacaran tus muchachos, que ya no tienen a bien estampar sus nombres, te tendría que echar a ti las culpas, Luis María. Y qué lástima de amistad desperdiciada (…). Luis María recapacita». Anson recapacitó. Es decir, se achantó, y el libelo salió del cubil de «La Razón».

El tercer ejemplo es de 2008. Savater contaba que hace años bosquejó la posibilidad de un espectáculo teatral basado en el último día de una víctima de ETA. «Se compondría de una serie de monólogos de quienes le rodeaban (familiares, amigos, adversarios, comerciantes, compañeros de trabajo y el propio asesino) escritos por una serie de escritores vascos: Juaristi, Guerra Garrido, Aramburu, quizás yo mismo… Cualquiera menos Sastre» (20-5-2008).

Comprensible. La presencia de Sastre hubiera eclipsado a cualquiera de esos escritores. Pero, sobre todo, habría dejado la escritura teatral del propio Savater al nivel de la herradura de un potrillo.

Ultimo ejemplo. Luis García Montero acusó a su compañero de universidad (Granada), José Antonio Fortes, de enseñar a sus alumnos que «Lorca es un escritor fascista». Además, lo caracterizó como «oscuro profesor revisionista» (el izquierdista, obviamente, era el propio García Montero). Pero quien haya leído a este profesor marxista sabe que éste nunca dijo tal cosa. Lo que Fortes dice es que el populismo lorquiano sí contribuyó a la formación de una ideología necesaria para el fascismo. Discutible como teoría, por supuesto. Pero, por si sirve, recuérdese que Machado ya decía que «el pueblo de Lorca nunca será el pueblo que canta «La Internacional»».

Se podrán discutir las tesis de Fortes. Faltaría más. Pero lo que resulta inmoral es que García Montero traslade una rivalidad literaria personal a un ámbito público -«El País», edición granadina-, donde ataca y no recibe, a cambio, respuesta alguna. Y no, porque no la haya. Sino porque el periódico, traicionando los más elementales principios deontológicos, no reproduce ni las réplicas de Fortes, ni las de todos los que le apoyan, entre ellos, ¡qué casualidad!, sus propios alumnos.

La verdad es que esta gente no llega ni a liberal. Al menos, según lo que por liberal entendía John Stuart Mill, en su libro «Sobre la libertad»: «Si toda la humanidad, menos una persona, fuera de la misma opinión, y esta persona sostuviera la opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase como lo sería ella misma si teniendo poder bastante impidiera a la humanidad (…). Nunca podemos estar seguros de que la opinión que tratamos de ocultar sea falsa y, si lo estuviéramos, ocultarla sería también un mal».

Víctor Moreno. Escritor y profesor.

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El golpe final, de José Saramago en su Cuaderno

Posted in Derechos, Literatura, Política by reggio on 18 diciembre, 2008

La risa es inmediata. Ver al presidente de Estados Unidos encogiéndose tras un micrófono mientras un zapato vuela sobre su cabeza es un excelente ejercicio para los músculos de la cara que controlan la carcajada. Este hombre, famoso por su abisal ignorancia y por sus continuos dislates lingüísticos, nos ha hecho reír muchas veces durante los últimos ocho años. Este hombre, también famoso por otras razones menos atractivas, paranoico contumaz, nos ha dado mil motivos para que lo detestásemos, a él y a sus acólitos, cómplices en la falsedad y en la intriga, mentes pervertidas que han hecho de la política internacional una farsa trágica y de la simples dignidad el mejor objetivo de la irrisión absoluta. Verdaderamente el mundo, a pesar del desolador espectáculo que nos ofrece todos los días, no merece un Bush. Lo hemos tenido, lo sufrimos hasta tal punto que la victoria de Barack Obama ha sido considerada por mucha gente como una especie de justicia divina. Tardía, como en general es la justicia, pero definitiva. Pero todavía nos faltaba el golpe final, nos faltaban esos zapatos que un periodista de la televisión iraquí lanzó sobre la mentirosa y descarada fachada que tenía enfrente y que pueden ser entendidos de dos formas: o esos zapatos deberían tener unos pies dentro y el objetivo del golpe sería la parte curva del cuerpo donde la espalda cambia de nombre, o entonces Mutazem al Kaidi (quede su nombre para la posteridad) encontró la manera más contundente y eficaz de expresar su desprecio. El ridículo. Un par de puntapiés tampoco estarían mal, pero el ridículo es para siempre. Voto por el ridículo.

Esta entrada fué posteada el Diciembre 16, 2008 a las 12:05 am.

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El último vuelo de 4 grandes (y II), de Gregorio Morán en La Vanguardia

Posted in Literatura by reggio on 13 diciembre, 2008

SABATINAS INTEMPESTIVAS

Entre los 183 muertos del 747 de Avianca que se estrelló intentando torpemente aterrizar en Madrid estaban cuatro grandes escritores latinoamericanos. Ocurrió hace ahora 25 años y bien merecen un pequeño recordatorio, aunque sólo sea por evitar esa imagen terrible, que asimila los literatos muertos a las gallinas de los cocidos de antaño, que servían para dar grasa al condumio de la familia, de los deudos y de los agentes literarios, quedándose las correosas carnes para exhibición del modesto plato editorial.

Los cuatro intelectuales muertos en Mejorada del Campo, en la vecindad de Barajas, estaban en sazón; en ese momento y esa edad en la que uno se consuma como grande o sigue en la noria del escritor establecido. Manuel Scorza y Jorge Ibargüengoitia habían cumplido 55 años; Marta Traba, la más joven, 53, y su marido, Ángel Rama, el mayor, 57. La primera cuestión que exige explicaciones es por qué los cuatro montaron en París. Lo de menos es que se conocieran. De seguro que sí; habían tenido motivos no sólo en sus periplos por Latinoamérica. También los cuatro habían pasado por el peaje de toda su generación, esa revolución cubana que se fueron encontrando a lo largo de su vida.

Jorge Ibargüengoitia me parece uno de los escritores más versátiles de la literatura mexicana del siglo XX; autor teatral, guionista de cine, articulista brillante, novelista de éxito. Todo lo que tocaba lo convertía en sarcasmo; la historia de México en primer lugar.

No sé si será una herencia india, aunque yo me inclino más por la mezcla criolla y la huella de la grandilocuencia española, pero buena parte de la historia oficial de los países de Hispanoamérica que se enseña a los niños en las escuelas es mentira; tan mentira como la nuestra, e incluso más. Fue necesario que en España las comunidades autónomas se hicieran cargo de la enseñanza para que entonces todos nos volviéramos un poco mexicanos y un mucho discípulos del PRI; cínicos, pero muy nacionalistas. Pues bien, Jorge Ibargüengoitia nació en Guanajuato y baste decir que tras escribir su primer libro, que enmarcó en su ciudad, ya se le puso muy difícil volver por allá. El humor corrosivo es muy fácil de distinguir del jijijíjajajá; basta contemplar sus efectos.

A Jorge Ibargüengoitia lo conocimos en España, que yo recuerde, por una novela prodigiosa que apareció a finales del 82 en una editorial hoy creo que desaparecida (Argos Vergara). Se titulaba Los conspiradores,y contaba magistralmente la aventura de un grupo de independentistas, hacia 1810, en su lucha por liberar México de la corona española; no creo que quien la empiece deje de leerla hasta el final. Pero la notoriedad de Ibargüengoitia fue su obra de teatro El atentado,en la que evocaba el asesinato, en 1928, del presidente Álvaro Obregón, y la conspiración de su sucesor Plutarco Elías Calles. No tuvo ninguna posibilidad de representarla en México hasta quince años después de escribirla, pero la mandó al premio Casa de las Américas, en La Habana, y ganó. Aquí ya tenemos una relación de Ibargüengoitia con la revolución cubana, a la altura de 1963, cuando todos los sueños parecían posibles. Al año siguiente obtendría de nuevo el premio en La Habana, con una novela, Los relámpagos de agosto; también una reconstrucción delirante de los usufructuarios de la revolución mexicana.

Viajero por toda América, desde Estados Unidos hasta el Cono Sur, no serán los efectos de la revolución cubana los que le acaben alejando de su país y buscándose la vida en París. En 1976 se va a producir en México un fenómeno que afectará de lleno a la cultivada intelectualidad crítica. El presidente Luis Echevarría, el asesino del 68 en la plaza de Tlatelolco, descabeza el único periódico crítico de México, el Excelsior. De ahí nació el semanario Proceso y la vida siguió. Pero Ibargüengoitia, tras un montón de vicisitudes, encontró a una mujer que se llamaba Joy Laville, inglesa y pintora, echaron cuentas y se marcharon a París.

Aunque les uniera además de la pluma, el orgullo y la mala leche, el peruano Manuel Scorza debía de ser muy diferente de Ibargüengoitia. Jamás se le hubiera ocurrido a Scorza un libro como el que hizo el mexicano, felizmente titulado Instrucciones para vivir en México -Scorza empezó como poeta, y siguió luego-, que nos introduce a partir de Redoble por Rancas en lo que luego sería un siniestro frente dominado por Sendero Luminoso. En uno de sus exilios, y en México, conoció a Ernesto Guevara, a punto de convertirse en el Che, y fue testigo galante de su boda con Hilda Gadea.

La obra de Scorza constituye una especie de gran oratorio andino, lo que, vanidades aparte, le consiente decir de sí mismo: «Yo he dotado de una memoria a los oprimidos del Perú, a los indios que eran hombres invisibles de la historia». Menos influido por su paisano Arguedas que por Carpentier. Su otra vinculación con Cuba y su revolución fue Alejo Carpentier; un descomunal escritor y un tortuoso y equívoco personaje. Pero la vida es así y la literatura mucho más. Scorza acabó en París, en su último destierro, traducido a 24 lenguas, pero por esas cosas del mercado encontrar sus libros hoy en España es tarea de anticuario.

Ángel Rama, uruguayo descendiente de emigrantes gallegos -a ellos dedicó lo más parecido a una novela que escribió nunca, Tierra sin mapa– forma parte de una peculiaridad, yo diría que muy oriental de La Plata, la del ensayista literario en profundidad; los hay a puñados desde Rodó y Zum Felde. Su consagración fue el semanario Marcha,una leyenda en América del Sur. Sustituyó en la responsabilidad literaria y ensayística de la revista a Emir Rodríguez Monegal, su histórico adversario. Ambos, símbolos de la izquierda y la derecha latinoamericana durante muchos años. Activo jurado de los premios Casa de las Américas, rompería con la Cuba de Fidel en 1971, tras el asunto Heberto Padilla, por más que empezara a distanciarse, como tantos, a partir del 69, lo que en su caso coincidiría con el comienzo de su relación con Marta Traba.

La figura de Marta Traba, argentina porteña -signo de identidad que no perderá nunca; ese tejido complejo, de suficiencia e inseguridad-, tiene un interés especial por tratarse de otra creadora multifacética, que empezó en la poesía, siguió en la novela y se consagró como tratadista de arte, formada en Roma con Carlo Giulio Argan y en París con Francastel. Nacionalizada colombiana por su matrimonio con el periodista Alberto Zalamea, y posteriormente venezolana, casi a la fuerza. El golpe de Estado en Uruguay de 1973, ya viviendo en Montevideo con Ángel Rama, los pilló dando un curso en la Universidad de Caracas. A partir de entonces periplos inseguros por México, Estados Unidos -donde no les consintió residir el gobierno Reagan-, pasando por Barcelona -una compleja experiencia- hasta recalar en París. ¿La obra? Ángel Rama publicó innumerables ensayos, especialmente sobre la más enrevesada incógnita de la literatura, el llamado modernismo, pero también sobre autores contemporáneos a los que sometió a su agudeza analítica -no confundir con su hermano mayor, Carlos, historiador de las ideas, que viviría en Barcelona sus últimos años-.

Fallecieron los cuatro en un avión cuyo destino era una reunión con la intelectualidad hispanohablante, convocada por el presidente de Colombia, Belisario Betancur, en la que se iban a reencontrar exiliados de todos los países. ¿Acaso hay ambición más hermosa y destino más trágico?

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A propósito de Juan Marsé, de Luis Arias Argüelles-Meres en La Opinión de La Coruña

Posted in Cultura, Literatura by reggio on 4 diciembre, 2008

Confieso que esta vez, tan pronto tuve noticia de la nómina de autores candidatos al premio Cervantes del presente año, sentí más curiosidad que nunca por saber quién iba a ser al final el escritor galardonado con la distinción más prestigiosa para la literatura en nuestra lengua. Confieso, asimismo, que me alegré de la decisión del Jurado. Se diría que les llega la hora de la consagración definitiva a los narradores inmediatamente posteriores a aquello que dio en llamarse realismo social. Pongamos dos ejemplos al respecto: el premio de ensayo Comillas de biografías fue concedido a un estudio sobre Martín Santos, y el último Premio Nacional de narrativa recayó en Juan Goytisolo.

Es curioso que, a la hora de hacer la historia de la literatura de posguerra, sus estudiosos, más que de generaciones, hablan de las distintas tendencias según las décadas. En poesía y en narrativa hay una producción literaria inmediatamente posterior al llamado realismo social cuya calidad es innegable. Pensemos en Gil de Biedma y tampoco perdamos de vista a los narradores que, sin abandonar un inequívoco compromiso social, van más allá en sus exploraciones de técnicas narrativas, así como en los universos que plasman en sus obras. Pensemos en Luis Martín Santos (1924), en Rafael Sánchez Ferlosio (1927), en Juan Goytisolo (1931), en Vázquez Montalbán (1939), en Eduardo Mendoza (1943). En el caso de Sánchez Ferlosio, nacido tres años después de quien innovó las técnicas narrativas, habría que recordar que la «apática juventud burguesa» de su novela El Jarama deja sitio a la belleza de las descripciones frente a la sordidez de los personajes que la habitan. Habría que preguntase si Sánchez Ferlosio no es en El Jarama algo más que un narrador de la llamada novela social.

Y tengamos en cuenta, al propósito que nos ocupa, que Marsé nace en 1933. ¿Será acaso el último premio Cervantes un escritor que está a medio camino entre los que innovaron las técnicas narrativas y la llamada generación del 68, cuyos autores nacen a partir de 1939, que cuenta con narradores de la talla de Eduardo Mendoza y Manuel Vázquez Montalbán?

Añadamos algo más: Cataluña, la Cataluña de la que en cierta medida reniega Goytisolo, la capital catalana que fue convertida por Mendoza en un universo literario de referencia obligada en el siglo XX, la Cataluña de Vázquez Montalbán, mixta, mestiza, como la de Marsé. Y, más allá de etiquetas, de cuyo didactismo no podemos ni queremos dudar, Marsé es, antes que ninguna otra cosa, el novelista de la memoria, de una memoria tan denostada por unos, tan reivindicada por otros. Novelista de la memoria de la posguerra en Cataluña, cuya tradición, por decirlo así, empieza con una novela de la envergadura de Nada, de Carmen Laforet.

Teresa y sus veleidades izquierdistas propias de una juventud burguesa que se aburría. La prima Montse, y el despertar de un mundo que no quería mirarse en su propio espejo. Si te dicen que caí, acaso la mejor novela de Marsé, con su Barcelona mestiza en la que hay cabida para unos bajos fondos sociales literariamente más que valiosos, en la que la infancia tiene su no sé qué de paraíso perdido a pesar de la sordidez de aquellos tiempos. Aquella muchacha de las bragas de oro que saca a relucir la memoria más inconfesa de un tío suyo con un pasado político que, en 1978, había dejado de ser políticamente aceptable.

Novelista de la memoria, con una garra narrativa que, tal vez, se alimentaba, paradójicamente, del desgarro de los protagonistas de su universo literario. Novelista de la memoria que llegó a escribir una novela llena de sarcasmo fuera del contexto histórico del que mejores frutos cosechó. Nos referimos a la que tiene por título El amante bilingüe.

Novelista de la memoria que escribió historias que tuvieron, parte no desdeñable de ellas, su presencia en el cine. Novelista de la memoria que nunca se acomodó, como hicieron otros literatos y cantautores, a los dictados de los políticos que desvirtuaron el significado de unas siglas con las que cada vez tienen menos que ver.

Novelista de tiempos difíciles, novelista cuya obra rebosa la insatisfacción de un tiempo y un país literariamente inagotable.

Lo dicho: se ha premiado a un literato químicamente puro, entre otras cosas, por la impureza y el mestizaje de sus universos narrativos.

Curiosamente, hablamos de un autor en cuyas novelas no hay parálisis, aunque den cuenta de un tiempo y un país mutilados por una durísima posguerra y por una larguísima, casi interminable, dictadura.

Ideas para tiempos de penumbra, de Javier Aranda Luna en La Jornada

Posted in Literatura by reggio on 29 noviembre, 2008

Hace unos días Sergio Ramírez y Rolando Cordera, al comentar la crisis financiera global, nos hablaban, a un grupo de amigos, sobre la cultura como elemento indispensable para mantener el tejido social y sortear los embates económicos. Algo similar a lo escrito por Kapuscinski en ese estupendo libro sobre África que tituló Ébano.

Ahora que Claude Lévi-Strauss cumple cien años convendría acercarnos a sus libros, porque nos han permitido descifrar, como pocos, ese tejido social de nuestras sociedades que, pese a nuestras diferencias, en tiempo y en espacio, compartimos.

Más allá de los debates ideológicos de los años 60 del siglo pasado que llevaron a algunos a ningunear sus tesis y a otros a descalificarlas, la lectura de Levi-Strauss en estos tiempos de penumbra podría servirnos para comprender mejor los cambios de nuestras estructuras sociales y del uso del lenguaje como causas también de los movimientos económicos que nos aquejan. Las relaciones de explotación y de dominio se expresan necesariamente en patrones culturales y en el uso mismo de la escritura. En las sociedades, nada es hijo del azar o la fortuna.

Pero sus estudios sobre el uso y abuso del lenguaje, sobre el significado y la comunicación de las palabras como una misma cosa en tribus aisladas y la separación de esos atributos que en las sociedades modernas hemos hecho, lo acercaron a la reflexión sobre el lenguaje de la poesía. No es casual que un gran poeta se haya interesado en sus libros.

En 1967, cuando Octavio Paz fue invitado a ser miembro de El Colegio Nacional, dedicó su discurso de ingreso a las reflexiones y descubrimientos de Claude Lévi-Strauss.

En esos años el pensador francés era poco conocido en nuestro país y no es improbable que el discurso de Paz, que se convirtió en el libro Claude Lévi-Straus o el nuevo jardín de Esopo, haya contribuido para que un par de años después la Universidad Nacional Autónoma de México nombrara a Levi-Strauss, doctor honoris causa.

No es una tarea fácil acercarse a Lévi-Strauss. Sus ensayos sobre el pensamiento salvaje, lo crudo y lo cocido, las maneras para sentarse a la mesa o por ejemplo el totemismo, quizá no sean la mejor puerta de entrada al mundo del padre de la antropología moderna. Tal vez el ensayo de Paz y la lectura de Tristes trópicos del propio pensador francés sean el mejor camino.

Tristes trópicos es un libro de aventuras, un cuaderno de viaje, una crónica lúcida, un ensayo novelado sobre sus incursiones etnográficas en Brasil que hizo entre 1935 y 1939. En él sus principales tesis, las líneas de su pensamiento, se entretejen con la historia, con el cuento de los días que nos cuenta. Prosa viva, Tristes trópicos es también para no pocos que lo han leído, un libro de poesía.

Hoy que la tecnología está modificando nuestros usos del lenguaje, las formas de relación social, el uso de la memoria, hacen de Levi-Strauss un autor que debería acompañarnos para entender o, por lo menos, para intentarlo, cómo los huracanes financieros y su lenguaje de cifras hablan de ese otro tejido social que sin darnos cuenta hemos ido construyendo.

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La pena de Bélgica (y II), de Gregorio Morán en La Vanguardia

Posted in Cultura, Literatura, Sociedad by reggio on 22 noviembre, 2008

SABATINAS INTEMPESTIVAS

Un país que se ríe de sí mismo, demuestra sus arrestos. Un país que vive instalado en la queja de lo poco que nos quieren y lo mucho que nos deben, sobrevivirá enfurruñado en la adolescencia. Bélgica vive en la veteranía del humor. Si algo caracterizaba al documental Bye, bye Belgium, donde se contaba en vivo su disolución, era el humor. Un humor insólito donde se mezclaban elementos para nosotros sagrados; empezando por las tradiciones y terminando por la fuerza totémica que tienen las grandes palabras. Nosotros, por ejemplo, seguimos oyendo decir «la sagrada unidad de España», sin que nadie se desternille de risa de esa unión de lo sagrado y lo español. Nosotros -otro ejemplo-seguimos oyendo los de «los países catalanes», con enclave incluido en Cerdeña, y ojito con burlarse, que es sagrado.

Nosotros somos muy buenos humoristas con los demás. Y si lo hacemos con nosotros mismos es para reírnos de cómo nos ven los demás; es decir, para burlarnos de ellos. El humor español, para no adentrarme en las aguas procelosas del pitarresco humor catalán, tiende a la melancolía.

Por más que le demos vuelta a Cervantes, a Goya, a Valle-Inclán y a los guiones de Rafael Azcona, siempre acaba uno llorando de crueldad chistosa.

Hay una delgada línea roja que une a Alonso Quijano con el Pepe Isbert de El verdugo. Pero basta leer ese monumento a Flandes que es La pena de Bélgica, la gran novela de Hugo Claus, para entender que el humor flamenco no se nos parece en nada. Y tengo serias dudas de que creador tan notable y tan polifacético, como Claus, hubiera podido llegar entre nosotros a la vejez, y mucho menos decidirse por la eutanasia. Aquí le hubiéramos aplicado el tercer grado, o la ley de fugas moderna, que consiste en ametrallarle a uno de calumnias, mientras huye para salvar la vida.

¿Qué es La pena de Bélgica? Un monumental retrato de la sociedad flamenca a partir de un adolescente al que le toca vivir en ese período singular de la historia de Europa que va del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, en 1939, hasta la derrota del III Reich y de sus representantes en Flandes, con la coda final de la desnazificación.

El protagonista de la novela es Louis Seyneave, vástago de una conocida familia de impresores, pequeñoburgueses asentados y trapaceros, nacionalistas orgullosos de su propia inanidad y católicos fanáticos en todo lo que no se refiera a la doble vida del sexo y la violencia. Curioso fresco de gran literatura, en mi opinión más interesante que algunos similares de Günter Grass que gozaron entre nosotros de mucho mayor éxito que este de Hugo Claus, que apareció en España hacia 1990 (Alfaguara).

En La pena de Bélgica está retratada la sociedad flamenca con bandera incluida: un vistoso león rampante negro, con garras y lengua rojas, sobre fondo amarillo. Parece un icono recién sacado del armario de un burgomaestre del siglo XVI. Es muy hermosa Flandes, con sus ciudades cuidadas y sus ciudadanos tan orgullosos de sí y tan desdeñosos de todo lo demás. Reconozcámoslo. No hay nacionalismo más divertido que el de los ricos. Carecen de ese furor dogmático de los patriotas pobres; el nacionalista rico lo es por horas, porque los negocios son los que ocupan la mayor parte del día y eso le da un entusiasmo fresco, flamante, como recién salido de la ducha del gimnasio. Podría poner ejemplos españoles -del macizo de la raza- o catalanes de pro, pero esas cosas cada vez están peor vistas y al lector airado le parece algo incorrecto, como apuntar con el dedo. Irlanda resulta más cómoda para las entendederas.

Siempre me impresionó el nacionalismo irlandés; tan católico, tan cruel, tan asesino -no más que el Imperio Británico, por supuesto-. No es difícil entender aquel radicalismo nacionalista veteado de comunismo -de pobre, para entendernos- de un autor de teatro por el que siempre sentí gran admiración, Sean O´Casey. Recuerdo que en los años sesenta se montaron algunas obras suyas en los grandes escenarios españoles. Era pobre, voraz, borracho y violento, pero se entendía en aquella rabia contra los enemigos del pueblo irlandés. Pero fíjense, sin embargo, en los nacionalistas irlandeses ricos. Algunas grandes fortunas de los Estados Unidos. Sin ellos el IRA hubiera tenido serios problemas de intendencia; eran los nacionalistas ricos, gente divertida y sociable, apegada al alcohol y a la Iglesia católica pero, en sus horas libres de impuestos, fervientes independentistas.

El nacionalismo flamenco es rico, y fíjense por dónde, ha echado sus cuentas y ha llegado a la conclusión -verosímil- de que su relación con los vecinos valones es manifiestamente desigual. Ponen más y reciben menos, de donde han tomado la decisión de que lo mejor es partir peras y separarse. Al fin y al cabo no constituyen un matrimonio. Nunca lo fueron; todo lo más una pareja de hecho. Durante mucho tiempo los valones fueron los dominantes; la industria y la minería. Ahora sobreviven a la crisis en la que están empantanados desde hace años. La potencialidad económica flamenca es notablemente superior a la valona, y además han de pechar con esa concepción del viejo rico arruinado, que se nota tanto en las malas costumbres. Los flamencos se quejan, y probablemente con toda razón, del nulo esfuerzo valón por trasladarse a trabajar en zonas flamencas, incluso de aprender el idioma, nada fácil para quien siempre se ha sentido culturalmente autosuficiente.

Las fronteras lingüísticas de Bélgica marcan una línea divisoria muy neta que corta en dos el territorio. Y lo corta a tajo, porque los valones no suelen ayudar a la lengua flamenca, y los flamencos literalmente abominan del francés. Es raro encontrar algún lugar público en Valonia con carteles e información bilingüe, y al tiempo es imposible que en Flandes algo tenga referencia francesa. Sin embargo en la calle es común hablar y hacerse entender en francés; son los negocios. Quizá porque la apariencia es una de las formas simbólicas más arraigadas del catolicismo.

Tres países. Valonia, Flandes ¡y Bruselas! No hay nacionalista flamenco que no reconozca que de no ser por el embrollo de Bruselas, ya se habría separado de Valonia hace mucho tiempo. Un enclave francófono en territorio flamenco y que además es la capital del Estado y de muchas otras cosas.

Lo más terrible para un país en crisis es la nostalgia. Resulta un cáncer social que lo va deteriorando todo. No es sólo comprobar, al adentrarse por las grandes avenidas de Bruselas, unas extemporáneas y enormes banderas belgas, en manifiesta convicción de querer ser lo que fueron. La evocación del pasado como idílico, que yo siempre he considerado como el principio del final, algo así como la música animosa que deben tocar las orquestas de los transatlánticos al tiempo que van metiendo a la gente en las barcas de salvamento. Podría haber sido aquella boda sonada, que aún recuerdo de niño, entre un rey que tenía un nombre de chiste, Balduino, y una señora muy fina y algo cursi que parecía sacada de una novela de mártires, Fabiola. Algún día me gustaría echar mano de la mochila del recuerdo y contar cómo vivimos los niños de entonces aquella boda de cuento de Perrault en la sórdida sociedad española de 1960. Pero no, la evocación más mentada en Bruselas es la Exposición Universal de 1958, que apenas entreveo entre las brumas de mi infancia. ¡Quién demonios estaba en condiciones de poder viajar allá, a ver el Atomium y sus nueve esferas! Sin embargo retengo algo verdaderamente inolvidable. Entre las exhibiciones de la Expo estaba el de una familia de congoleños, tal y como vivían en sus selvas y sus cabañas. Hubieron de cerrar el espectáculo porque niños y mayores lanzaban frutas, caramelos y demás objetos a los aborígenes, incluso con ánimo de golpearles, y sobre todo, de divertirse. Faltaban dos años para que el Congo belga fuera independiente. Como se pudo comprobar en seguida aquel era un nacionalismo de pobres y a Lumumba le costó la vida. Le mataron los nacionalistas belgas ricos; seamos sinceros, valones y flamencos.

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