Para que todo siga igual, de Ángel Gabilondo en La Vanguardia
Es evidente que no se insiste lo necesario en los mecanismos y procedimientos, en las coartadas, de los expertos en paralizar, en frenar toda iniciativa. Determinadas acciones sólo persiguen perpetuar el actual estado de cosas, “cambiar para que nada cambie”, dicen manidamente. Quizá, pero es llamativo que para algunos lo que se propone sea siempre insuficiente, inadecuado, inoportuno. Habría que hacer otra cosa, que no se concreta y que, en su caso, es de tal alcance e importancia que lo que la define es que resulta inviable. Hegel caracteriza así al alma bella,que, entusiasmada por los grandes ideales, no acaba de encontrar ninguna acción que esté a su altura y no hace nada, salvo deshacerse “en una nostálgica tuberculosis”.
Necesitamos los grandes planteamientos, las visiones globales, los análisis de alcance, pero no es cuestión de organizar en cada caso un simposio. Cuando hay una propuesta concreta, una posibilidad de hacer, irrumpen los peritos en bloquear. Debería antes resolverse no sé qué otro asunto, o tener en cuenta otros aspectos, o protegerse ante posibles efectos, o esperar a momentos más oportunos. No es la previsión o el cuidado lo que incomoda, sino esa reiterada actitud, en nombre de la realidad, que disfraza de prudencia lo que es temor y consagración del statu quo. No cuestionamos la buena voluntad de quienes desalientan toda iniciativa. No es eso lo que ahora nos ocupa. Supongamos, como un indicio más de nuestra poca picardía, que siempre la tienen. Aun así, y con independencia de su intención, funcionarían como un permanente obstáculo. Ni estimulan, ni incentivan, ni promueven, ni motivan. Hablan, y una nube grisácea lo invade todo. Quizá entonces podríamos proseguir la letanía de denuncias, de lamentos que irrigan desazón. Debería haber sido desde el principio de otro modo, ahora mismo no está bien orientado, de depender de ellos sería mejor, pero no hay manera de construir, de articular, de vertebrar nada sobre sus intervenciones, que adoptan la forma de discursos para desalentar. No es necesario que sean apocalípticos. Basta que constituyan una mezcla indiscriminada de reflexiones y de ocurrencias, aderezadas con casos prácticos, para ofrecerse como supuestamente más realistas.
En muchas ocasiones, los agoreros se limitan a estimular la resignación, la rendición. Lo que se puede hacer se frena en nombre de lo que sería ideal, en nombre, dicen, de lo que debería hacerse. Desconocen el ir paso a paso, poco a poco, sorbo a sorbo. Siempre todo ha de ser de una vez y disfrazan de contundencia su falta de insistencia, persistencia, consistencia, resistencia. Como lo perfecto no está a nuestro alcance, quedémonos como estamos. Dicen ser críticos, pero son conservadores. Comprenden los deseos de los que propician cambios y transformaciones, pero para eso, señalan, no merece la pena. Resulta interesante su aportación como estímulo, como aliciente, como límite, como desafío, y han de tenerse en cuenta, pero no es fácil contar con ellos. De darles la razón, simplemente todo se detendría. Tal vez en caso de ignorarles sería peor, pero de imponerse su supuesto realismo nunca modificaríamos la llamada realidad, por cierto ni insuperable, ni magnífica. Y lo que aún es más decisivo, ni justa. Es tal el alcance y radicalidad de su posición que en definitiva parece ser que no hay nada que hacer, sobre todo si se desea que suceda a la vez, es decir, nunca.
Por eso estimamos tanto la acción seria y rigurosa, el trabajo cuidadoso y continuo, la dedicación permanente y coherente frente a otras modalidades más espectaculares que, en definitiva, con el rostro de la audacia y del arrebato, son formas de entorpecimiento y de vagancia. No debemos ignorar que, en ocasiones, las dificultades no provienen de quienes se oponen radicalmente a los proyectos, sino de quienes diciendo perfilarlos, matizarlos, problematizarlos, reabrirlos, en lugar de procurar un debate desautorizan cualquier iniciativa. Entre otras razones, porque ese necesario cuidado previo se convierte para ellos no en un lugar de paso, sino en un lugar de residencia. Y siempre deberían ser las cosas de otra manera. Y siempre no se ha hecho como cabe hacerse. Y siempre no ha ocurrido lo preciso. Y siempre, siempre, nos quedamos donde estamos. Y en nombre de lo que sería mejor hacer.
Desde la constatación de que en muchos ámbitos es indispensable modificar el actual estado de cosas, no por afán de novedades, sino porque simplemente no están bien, es preciso procurar programar los tiempos, impulsar un espacio en el que quepan los discursos sin necesidad de coincidir. No es aceptable que no demos con el modo de que haya un consorcio de las buenas voluntades, de lo que alguien denominó no la buena voluntad de poder, sino el poder de la buena voluntad. Hemos de lograr que sea además de bienintencionada, eficiente y transformadora. De lo contrario, tantas palabras, tantas reuniones, tantas presentaciones, tanta explicación sin comprensión, sin efectiva conversación, ofrecerían la coartada a quienes se empeñan en la brocha gorda de los argumentos grandilocuentes e ignoran el necesario pincel de los buenos motivos. Sus precauciones, sin pretenderlo, colaborarían también para que todo siga igual.
ÁNGEL GABILONDO, rector de la Universidad Autónoma de Madrid.
Educación para la Ciudadanía: hablemos claro, de Luis Arias Argüelles-Meres en La Nueva España
¿Qué es la LOGSE? ¿Acaso un frenesí que tanto encandiló al PP, hasta el extremo de que durante sus ocho años de Gobierno apenas la modificó? ¿Qué es la LOGSE? ¿Tal vez, una ilusión encaminada a que la sociedad española siga siendo «mansurrona» y «lanar», como alguien escribió en 1930, en el que fue quizás el artículo de opinión más influyente de toda la historia del columnismo en nuestro país? Desde luego, pretender forjar ciudadanos dentro de un sistema educativo donde el esfuerzo está proscrito y donde los contenidos de filosofía son manifiestamente ampliables es poco menos que la cuadratura del círculo.
Que la principal apuesta en materia de enseñanza por parte de un Gobierno que se llama socialista sea una ñoñez como ésta resulta, en el más benévolo de los supuestos, paradójico. Y, de otro lado, que el campo de batalla dentro del ámbito de la enseñanza donde el PP pone más carne en el asador sea la referida materia se antoja, en el mejor de los casos para el partido del señor Rajoy, afrentoso y hasta insultante.
Si algo demuestra el llamado «informe Pisa», si hay una realidad que se constata cada vez más, es el deterioro de la enseñanza en este país que pasa, entre otras cosas, por un bajón en conocimientos más que inquietante. Y resulta que nadie quiere ver este panorama que se presenta ante las mismas narizotas de todo el mundo.
El parto de los montes es esta asignatura. ¿Cómo se puede esgrimir una discusión tan banal? Porque es el caso que, quitando o confirmando la referida materia, los datos del «informe Pisa» seguirán siendo igual de alarmantes.
¿Qué nos cabe concluir entonces? O bien los partidos mayoritarios sufren una inconsciencia tal que alcanza de lleno la estulticia, o bien se alberga en su discurso un cinismo hiperbólico, al estar por la labor de que la población sea lo más borreguil posible.
Y esto es lo primero que debe ponerse sobre la mesa a la hora de delimitar la discusión en torno a esta asignatura. A partir de aquí, hay otras consideraciones obligadas.
No es sostenible que se esgrima que son los padres los que deben decidir acerca de los contenidos ético-morales que se deben impartir en la enseñanza. Eso es cosa del Estado. ¿Podría, por ejemplo, llegarse a la situación de que se objetase en contra de que fueran impartidas las teorías de Darwin, puesto que en casa se apuesta por el creacionismo? ¿Se consideraría admisible que ciertas corrientes económicas o filosóficas no pudieran figurar en los programas de enseñanza, por considerar que colisionan con la moral de la familia de turno? ¿No estaría el Estado obligado, llegado el caso, a defender los derechos de los niños y adolescentes frente a teorías o preceptos que impidiesen, sin ir más lejos, tratamientos a través de transfusiones de sangre, y así sucesivamente?
Hay una distinción fundamental de la que nadie parece querer percatarse, fundamental y perogrullesca: una cosa son los conocimientos y otra muy distinta los mal llamados valores en el ámbito de la ética y de la moral. Los conocimientos deben ser impartidos y aprendidos, mientras que los valores serán asumidos, aceptados, o rechazados por cada cual en el ejercicio de su libertad. Los conocimientos son evaluables académicamente; lo valores, no. Es algo muy obvio, lo sé, pero parece que hay que decirlo.
Y, de otro lado, hay un aspecto que también se soslaya inexplicablemente. ¿Cómo debe ser «educada» la ciudadanía? Primero, que la educación ciudadana no sólo se forja en la escuela, sino también en el ámbito familiar y, en no pequeña parte, en los medios de comunicación. También es de Perogrullo tener que recordar que, en lo que a la Escuela se refiere, se forja ciudadanía a través del esfuerzo y de la disciplina, vocablo éste que, como tengo dicho, tiene que ver con «discípulo» y no con látigo. No se forja ciudadanía sobre la base de considerar que la ciencia infusa existe. Tampoco se sostiene formar ciudadanía sobre la creencia, puesta en práctica, de que se puede reventar el desarrollo de una clase sin que eso apenas tenga repercusión alguna, porque, de hecho supone aceptar que es lícito vulnerar el derecho de la persona que está al frente de la clase a desarrollar su trabajo, así como del resto de compañeros, que no la pueden recibir en condiciones dignas.
Y, por último, hay otra vertiente que debe ser mencionada. Si los programas de las llamadas materias humanísticas, sobre todo de Filosofía, fueran lo suficientemente ambiciosos, el alumnado podría tener un bagaje de conocimientos mínimo para hacerse una idea de qué es ciudadanía y qué es democracia. A esto, también se renuncia.
¿Entonces, no es esta polémica una pantomima y una falacia que hurta lo esencial acerca de los problemas que tiene hoy planteados la enseñanza?
¿Sí o no?
¡Viva la Ilustración! Ni un paso atrás…(y dos hacia delante), de Salvador López Arnal en Rebelión
Reseña del libro de texto Educación ético-cívica. 4º ESO de Carlos Fernández Liria, Pedro Fernández Liria, Luis Alegre Zahonero e ilustraciones por Miguel Brieva
Akal, Madrid 2008, 272 páginas
El Viejo Topo
Uno de los mejores chistes filosóficos que he visto y leído hasta la fecha aparece en la páginas 208 y 209 de Educación ético-cívica. 4º ESO. Un coche alargado, rojo-rosado, grande, usual en las películas americanas de los sesenta, ocupa prácticamente toda la viñeta. A poca distancia del morro delantero, una calavera; cerca de la rueda derecha trasera, un libro abierto tirado; en letras negras destacadas: “Y, POR ÚLTIMO: UN COCHE FILÓSOFO”. Dos bocadillos para completar: el primero, que apunta al portaequipajes, dice cartesianamente: “Consumo petróleo, ¡luego existo!”. El segundo, dirigido a la parte delantera del coche, tiene aspiraciones tan o más metafísicas: “Lo que a menudo me pregunto es: ¿existirán los seres humanos… o son sólo fruto de mi imaginación?”.
El autor es Miguel Brieva. ¿Les gustó? Prosigamos entonces.
Educación ético-cívica es un libro de filosofía para 4º curso de ESO con todas las características que solemos exigir -cuando nos ponemos imposibles, sólo cuando nos ponemos imposibles- a un manual para un último curso de la enseñanza secundaria obligatoria: un lenguaje adecuado para estudiantes de esas edades; una apropiada guía de lectura; conceptos destacados definidos de forma comprensible para los potenciales lectores y lectoras (así, el dedicado al liberalismo económico en la página 114); sucintas biografías cuando la situación lo exige de los autores citados y comentados; complementos y suplementos imprescindibles de teoría económica y jurídica; referencias históricas resumidas; cartas o fragmentos seleccionados con criterio (la de Günther Anders, en página 199, por ejemplo); citas destacadas que muevan y den pie a la reflexión individual o colectiva en clase; sugerencias de investigación asequibles para estas edades; breves notas resaltadas (los “¿sabías que…?” del manual); recomendaciones bibliográficas y cinematográficas bien pensadas y buscadas; desarrollos ampliados al final del capítulo o en los márgenes cuando es el caso; interesantes temas de reflexión (el ejercicio socrático que cierra el primer capítulo: “La aventura de la ciudadanía” y el magnífico, informativo y emocionante texto sobre “Cuando lo permite la democracia” que cierra la unidad XIV del bloque III, de lectura imprescindible para cualquier joven estudiante, son dos ejemplos destacados); debates filosóficos que estén al alcance y puedan estimular al estudiantado de estas edades; excelentes aforismos filosóficos (el recogido de Santiago Alba Rico es de cita obligada: “¿Cuánto hay que dejar de querer para seguir creyendo que podemos seguir queriendo lo que queramos?”); un glosario indexado; una bibliografía final que no apabulla y deja sin aliento y sin ganas de volver a no ser que sea bajo imposición o tortura psicológica, y, por si faltara algo, unas ilustraciones –“magníficas” es un adjetivo que se queda corto- de Miguel Brieva, consistentemente complementarias del texto ilustrado pero que, en sí mismas, representan otro excelente libro filosófico anexo (Vean, para abrir boca, la portada y contraportada del volumen y las dos penúltimas ilustraciones y la inolvidable guinda final que cierra el libro y pongan toda su alma en la atenta mirada y lectura de la ilustración dedicada a Claude R. Eatherly (pág. 47), en la inolvidable portada de “¡Mola!” de la página 67, en la viñeta dedicada al único ejecutivo aceptable: el ejecutivo dedicado a la pereza, o, en fin, en la que acompaña un fragmento, nada anodino por cierto, del Manifiesto Comunista (p. 172)).
Estamos, pues, ante un libro del que quizá puede pensarse que interesa ante todo a alumnos de secundaria, tal vez a madres, padres y tutores de esos alumnos y acaso a profesores de filosofía, ciencias sociales y asignaturas afines o no afines que imparten la asignatura en los centros de enseñanza de secundaria no siempre en condiciones razonables (y con una finalidad esencial: que el primer contacto del estudiantado con la filosofía no se convierte en un batacazo que les haga odiar lo que debería ser amado). Sin duda, es razonable extraer esa inferencia pero cabe añadir una consideración sustantiva: Educación ético-cívica interesará, formará e ilustrará también a ciudadanos, enseñantes o no, filósofos o no, que tengan simplemente aprecio o amor por el saber y que seguramente ya se sintieron subyugados por Educación para la ciudadanía. Democracia, capitalismo y Estado de Derecho, un libro editado por editorial Akal y que los autores han puesto a disposición ciudadana en las páginas del diario electrónico de rebelión (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=73335).
He escrito “formar” y creo no exagerar. Un ejemplo personal. Yo he sido durante unos 20 años profesor de filosofía en bachillerato y COU y he impartido clases de Ética durante unos quince cursos. Tengo consciencia de haber cometido algunos disparates pero no creo haber estado totalmente desinformado de las temáticas que se desarrollan en Educación ético-cívica. Puedo asegurar sin exageración y con veracidad no impostada que mientras leía atentamente, y con entusiasmo creciente, el libro de Carlos Fernández Liria, Pedro Fernández Liria, Luis Alegre Zahonero y Miguel Brieva, no sólo pensaba en la enorme batería de propuestas que en él se sugerían para el alumnado y el profesorado, no sólo reparaba en la calidad de la argumentación del texto central del ensayo y de los comentarios complementarios, no sólo admirada la ausencia de sectarismo en las aproximaciones filosóficas incorporadas (por ejemplo, la columna dedicada a Karl Popper en la página 84, o el desarrollo dedicado a la doctrina social de la Iglesia católica y a la teología de la liberación (páginas 176-186), no sólo me conmovía la forma en que los autores se acercaban a la época clásica y a la mitología griega, no sólo leía complacido sus reflexiones sobre la racionalidad humana, y sobre la racionalidad matemática en particular, no sólo eso decía, sino que no dejaba de aprender una y otra vez sobre temas, posiciones, autores y razonamientos político-morales. Las numerosas páginas dedicadas a Kant, en este ensayo tan críticamente kantiano, son ejemplo de exquisitez y sabiduría filosóficas; las “teorías éticas” presentadas en la unidad 20 incrementan o generan el gusto por el filosofar; la destacable explicación sobre una de las ideas centrales del ensayo –“Nadie debe ocupar el lugar de la ley”-, núcleo filosófico esencial del libro, es de cita necesaria; las unidades dedicadas a la igualdad entre hombres y mujeres de todo el sexto bloque (en especial, la unidad 24, “La desigualdad de hecho entre el hombre y la mujer”) enseñan más que mil campañas publicitarias bienintencionadas. Así, pues, Educación ético-cívica. 4º ESO no sólo puede enseñar al alumnado del último curso de enseñanza obligatoria sino que enseña también, y no es usual, al lector adulto que conoce o aspira a conocer los temas desarrollados por dedicación intelectual, profesional o simplemente por gusto.
Además de todo ello, Educación ético-cívica, como todo libro de filosofía que se precie, tiene una tesis destacada que jamás se presenta de forma doctrinaria y sin argumentación. Podemos enunciarla así: entre los numerosos proyectos que ha emprendido la Humanidad a lo largo de su historia, la aventura de la ciudadanía ha sido la más arriesgada y la más sorprendente, y esa aventura, desde luego inacabada, es incompatible con un sistema económico-social y civilizatorio que los autores no dudan en designar con su verdadero nombre, capitalismo, un sistema que coloca el beneficio económico y las relaciones mercantiles, y las mentiras adyacentes y sus falsarios administradores, en el puesto de mando de todo el conjunto de relaciones sociales, un modo de producción en el que, como recordaba Boaventura de Sousa Santos, el capital siempre tiene el Estado a su disposición y, en consonancia con los ciclos, “ora por la vía de la regulación, ora por la vía de la desregulación”. Por lo demás, los autores no renuncian a criticar de forma ajustada y comprensible para lectores no versados las deformaciones ilustradas, los varios estalinismos, las aventuras “izquierdistas” tristemente célebres “por el número de represaliados y muertos que produjeron”.
En síntesis: no hay duda concebible ni puede haber excusa. Educación ético-cívica es el manual que todo profesor de secundaria ha aspirado a escribir alguna vez o, si no ha sido posible, cuanto menos a poder usar en clase y en la preparación de la materia. Ahora tenemos la ocasión de aprovecharnos, sabiendo además que el libro está magníficamente escrito y huye, como se huye de la simplificación pueril, de esquemitas repetitivos e ininterrumpidos sin apenas texto central y de aquellos manuales de escritura tan plana que apenas recuerdan remotamente una lengua con historia, sintaxis, riqueza y tradición.
Si queremos introducirnos en temáticas de filosofía política, si deseamos recordar viejas lecturas, si aspiramos a ahondar en nuestros conocimientos, Educación ético-cívica. 4º ESO es un magnifico instrumento que permite, además, discusiones en clase, familiares también, en grupos ampliados en los Institutos, que nos pueden hacer más críticos, más informados, menos manipulables y con la piel erizada ante los continuos desmanes de eso que suele llamarse la “civilización” capitalista.
Todo eso, si no ando errado, es generar ciudadanía crítica, es decir, no servil.
¿Adoctrinar en esta escuela?, de Santiago González en El Mundo
A CONTRAPELO
El Tribunal Supremo ha rechazado por 22 votos contra siete que Educación para la Ciudadanía (EpC) vulnere el derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos. La asignatura responde a una recomendación de la UE y si el nuestro fuera un país normal, debería impartirse con la misma naturalidad con que se hace en otros de la Unión, en los que la nación se articula sobre consensos básicos. Pocos, pero duraderos. Uno de ellos es el educativo.Ningún otro país ha conocido cinco leyes de Educación en 25 años, con sólo dos partidos alternándose en el Gobierno. En ningún otro país se introducirían en la educación criterios morales que estuvieran bajo discusión en la sociedad.
Tanto entusiastas como detractores sobreestiman la capacidad adoctrinadora de la escuela. La transición fue obra de generaciones de españoles educados en la dictadura franquista, sin que el monolitismo del régimen pudiera oponer más resistencia a la voluntad social de cambio que las murallas de Jericó a los trompetazos del pueblo elegido. Comprenderán ustedes que en estos momentos no ofrezca detalles identificativos.
La escuela franquista y nacionalcatólica no impidió que muchos españoles (y españolas, claro) nos hiciéramos antifranquistas y no creyentes. La escuela no es el único ámbito educativo, ni siquiera en los regímenes totalitarios. Cuánto menos en una sociedad democrática, abierta y permeable en estos tiempos de internet.Incluso en casos en los que el ideario obligatorio de la escuela hacía juego con el ambiente doctrinal que aquellos españoles respiraban en sus casas. Hijos de padres falangistas y educados con la Enciclopedia Alvarez son hoy espejo de izquierdismo en sus cargos de ministros.
El temor a una asignatura adoctrinadora en la escuela pública tras la LOGSE es un alarde de confianza en el Estado por parte de la Iglesia. No es que falte voluntad adoctrinadora. Es que el mecanismo es inservible, no hay más que ver los resultados del informe PISA, que nos sitúan en un desahogado puesto del pelotón de cola en materia educativa y en la expulsión por la vía del fracaso escolar de uno de cada tres alumnos. Ah, si al menos pudiera servir para adoctrinar.
Hace tres meses tuvimos noticia de que todos los alumnos de dos institutos de Alicante habían suspendido el examen de EpC, que en la Comunidad Valenciana se imparte en inglés, una extravagancia autonómica para sabotearla. Los resultados acreditan el nivel de nuestro sistema educativo y de la enseñanza de lenguas extranjeras antes que ninguna otra cosa.
No va a ser una asignatura muy popular entre los estudiantes.Para que tuviera capacidad doctrinal habría que acompañarla de un relato. La Iglesia acertó al colgar la asignatura de Religión de la Historia Sagrada. En tiempos de la tele, Verano azul fue a la España de la Constitución lo mismo que Crónicas de un pueblo a la España del desarrollismo y la Ley Orgánica del Estado. Sin el relato apropiado, los estudiantes asistirán a las clases de Educación para la Ciudadanía con el mismo desapego que sus padres, y aún sus abuelos en algunos casos, asistíamos a Formación del Espíritu Nacional.
© Mundinteractivos, S.A.
Autobuses doctrinarios y EpC, de Fernando Vallespín en El País
El Tribunal Supremo ha desestimado la objeción contra la asignatura de Educación para la Ciudadanía (EpC). A la espera de leer la sentencia con calma, tengo para mí que es la decisión correcta. De no haber sido así, el alto tribunal hubiera tenido que justificar que los principios, derechos y valores fundamentales reconocidos en nuestra Constitución no vinculan a determinados ciudadanos. Se podrá alegar que aquello contra lo que se objeta no son estos valores, sino la forma torticera a través de la cual se presentan en algunos manuales, o la capacidad adoctrinadora que, en una dirección o en otra, puedan tener determinados docentes. Pero esto, la forma concreta en la que eventualmente puede ser aplicada, no invalida la cuestión de principio, la necesidad de que los alumnos conozcan dichos valores, sepan operar críticamente con ellos, y se acerquen al funcionamiento del entramado institucional de la Constitución.
Parece, sin embargo, que lo que preocupa a quienes fomentaron la objeción no es ya sólo la asignatura de marras, sino la misma existencia de una moral pública por encima de su propia moralidad privada. Tienen una gran dificultad en interiorizar algo que es el abecé de las democracias contemporáneas, la neutralidad del Estado respecto a las diferentes concepciones del bien. O, lo que es lo mismo, que lo que se considera “verdadero” desde dentro de una de ellas -la doctrina católica, por ejemplo- no ha de recibir por ello el marchamo de verdad moral oficial. Se respetan y protegen las convicciones y las opciones vitales personales, pero eso no significa que algunas deban tener el derecho a convertirse en la perspectiva oficial de una comunidad, por muy generalizadas que estén. Bajo las condiciones de un amplio pluralismo moral, de lo que se trata, por el contrario, es que todos podamos converger hacia principios cuya labor consiste precisamente en mediar en este pluralismo. Y son estos principios, como la tolerancia o la laicidad, los que al final acaban dotando de contenido a la moral pública, que, insisto, no sólo no ataca a ninguna concepción del bien en particular, sino que, al contrario, permiten su coexistencia con otras. Sobre esta idea tan sencilla se ha articulado el difícil equilibrio del ya insoslayable pluralismo valorativo de nuestras sociedades modernas, algo que, claro está, tendrá que ser impartido en EpC.
Que hay una confusión entre cuáles deban ser los límites entre moral pública y privada se ha visto claro en la pintoresca disputa a la que estamos asistiendo con los autobuses con mensajes ateos. Puede ser un buen estudio de caso para EpC. Soy contrario al “ateísmo doctrinario” que hoy tiende a florecer, porque, por definición, el ateísmo debería alejarse de todo proselitismo para no convertirse en una doctrina más. Pero ésta no es la cuestión. La cuestión es la sorprendente reacción del cardenal Rouco, cuando afirmó que ello significa utilizar “espacios públicos para hablar mal de Dios ante los creyentes”; o, y esto ya sí que es chocante, que “no es justo obligar a quienes tienen que hacer uso de esos espacios, sin alternativa posible, a tener que soportar mensajes que hieren su sentimiento religioso”; y que “los medios públicos no deberían ser utilizados para socavar derechos fundamentales”. O sea, los ateos no pueden decir públicamente lo que piensan, pero ellos, que no dejan de reclamar un todavía mayor acceso al espacio público, si estarían plenamente legitimados para lanzar sus mensajes. No olvidemos que, a la postre, estas manifestaciones de ateísmo doctrinario no son más que una débil y casi anecdótica señal de resistencia ante las continuas apariciones públicas de lo religioso.
La libertad de expresión debe tener un límite, pues, no ya en las graves injurias a la religión, algo que en el Reino Unido se ha tipificado recientemente como delito, sino siempre que “hiera” algún sentimiento religioso. Y, al parecer, afirmar públicamente que “probablemente Dios no exista” y que, por tanto, hemos de disfrutar más la vida, provoca este tipo de sentimiento. Un derecho fundamental, incorporado al patrimonio de la moral pública, se hace depender así de lo que desde una confesión se interprete como lesivo a su sensibilidad.
Es muy posible que haya casos difíciles en este tipo de confrontaciones -recordemos la disputa de las caricaturas de Mahoma-, pero situaciones como la descrita ponen de manifiesto la dificultad de un sector de nuestro catolicismo para absorber las nuevas reglas bajo las que han de convivir en una sociedad plural. ¿Lo resolverá la EpC?
Ciudadanías varias, de Francesc-Marc Álvaro en La Vanguardia
Según el fallo del Tribunal Supremo, no es válida la objeción de conciencia contra la asignatura denominada educación para la ciudadanía. Los magistrados dejan claro que, a efectos legales, esta materia es igual que matemáticas, lengua o ciencias, ni más ni menos. Ningún tribunal aceptaría que los padres de una criatura objetaran contra las clases de aritmética u ortografía, pues se entiende que la instrucción básica de los ciudadanos es un bien superior que debe ser protegido contra los intereses particulares, incluso si estos son los de la familia del estudiante. Pero, si el debate existe y ha llegado tan lejos, más allá del partidismo de unos y otros, es porque esa asignatura entra de lleno en una serie de realidades que van unidas a los valores, ideologías, puntos de vista y creencias que conviven en una sociedad. Y esta convivencia de criterios y sensibilidades se articula tanto sobre el consenso como el disenso, de otro modo no hablaríamos de una sociedad realmente plural y democrática.
Si educación para la ciudadanía fuera únicamente una explicación del marco legal del Estado y sus leyes básicas, tal vez no quedaría mucho espacio para la controversia. Pero esta materia propone el estudio de una serie de fenómenos y tendencias cuya descripción y análisis es inseparable de la política en su sentido primigenio: no hay una única respuesta ante la mayoría de los problemas y desafíos del mundo contemporáneo. Nada tiene que ver el consenso tácito en los valores básicos enunciados de forma abstracta (por ejemplo, el respeto a la vida) con su concreción en una agenda gubernamental de prioridades (por ejemplo, reformar la ley de interrupción del embarazo o tener una actitud más o menos vigilante y estricta acerca de la tortura). La Constitución española de 1978 asume la Declaración de los Derechos Humanos, pero su despliegue en leyes y normas no está sujeto a unanimidades incuestionables. Al contrario. De otro modo, por citar dos casos que han sido ampliamente discutidos en el plano legal y parlamentario, prohibir partidos o cerrar publicaciones sería algo sobre lo que nadie discreparía.
La izquierda más combativa ve esta asignatura como una forma feliz de asegurarse la hegemonía cultural por ley, extremo que la derecha y la Iglesia más movilizadas leen de la misma manera, pero en sentido negativo. En medio, los pragmáticos aceptan esta nueva materia, pero subrayan que cada centro puede adaptarla a su ideario. ¿Quién se engaña más? Si la solución para que todo el mundo esté contento es hacer una educación de ciudadanías varias (incluso en abierto choque entre sí), está claro que esta asignatura es un camelo propagandístico innecesario, una mera reedición posmoderna de eso que llamaban formación del espíritu nacional, ahora en versión roja o azul, según los barrios y el gusto del consumidor.
Suprema inconsciencia, de Antonio García-Trevijano en el Diario español de la República Constitucional
Aunque el diccionario académico confunda la conciencia moral con la consciencia mental, y no admita, en consecuencia, que inconciencia sea una voz tan correcta como inconsciencia, el TS estaba obligado a saber con exactitud lo que significa “objeción de conciencia”, contra la “Educación para la Ciudadanía”, antes de emitir un fallo contrario a que los padres de familia puedan oponerse, por exclusivas razones de conciencia moral, a que sus hijos menores sean conscientemente adoctrinados, por una asignatura obligatoria, en una determinada ideología política, como sin duda lo es la que sostiene a esta Monarquía de Partidos. Esa legítima objeción contra la formación en los centros de enseñanza de un ejército de súbditos, sin libertad de pensamiento ni de elección, tiene fundamentos aún más sólidos que los admitidos contra el servicio militar y que los no reconocidos contra la obligación de participar en las mesas electorales. Pero el espíritu del franquismo continúa inspirando al alto tribunal de la inconsciencia política.
La Sala cree que el adoctrinamiento se puede evitar recurriendo, en vía contencioso-administrativa, contra cada texto de la asignatura. Incurre así en tres tipos de inconsciencia mental. 1. Ignorar que lo fundamental, en la instrucción de los menores, son los maestros o profesores. 2. No saber que todos los textos de educación para la ciudadanía, salvo que sean elementales normas de urbanidad, son tan forzosamente ideológicos y adoctrinadores como los de educación política en la dictadura. 3. Confundir la objeción católica a recibir doctrina socialdemócrata, en colegios privados religiosos, con el derecho de los padres a que sus hijos sean instruidos en materia política, con libertad de pensamiento y de juicio externo, para que lleguen a ser ciudadanos conscientes, y no meros súbditos adultos, que aceptan ser tratados políticamente como menores de edad.
La instrucción pública debe procurar a los menores claro discernimiento entre votación a listas de partido o elección de representantes personales; entre partitocracia o democracia; entre justicia en nombre del Rey, dependiente de los partidos, o ejercida en nombre de la Ley, independiente del poder ejecutivo; entre libertad política para todos o exclusiva de los partidos estatales; entre sindicatos estatales o de la sociedad civil; entre Estado centralizado o dividido en Autonomías; entre decisión por consenso o por mayoría. En resumen, entre libertad y servidumbre voluntaria.
florilegio
“La conciencia de sí mismo, primera conquista de la inconsciencia, es el último grado de la sabiduría que pretende traspasar el umbral del misterio.”
Por fin habló el Tribunal Supremo, de José Antonio Marina en El Mundo
EDUCACION PARA LA CIUDADANIA
La campaña contra Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos ha sido desdichada. Ha creado confusión y temor en muchos padres y ha impedido un serio debate ético, que hubiera sido muy provechoso para todos. Podría haber animado a los padres a acercarse a la escuela, para ayudarnos e impartir una educación en valores que ellos mismos son los más interesados en reclamar.Pero no. Ha servido para extender la desconfianza y ha dificultado -como en el ridículo caso de la Comunidad Valenciana- la normal marcha de la asignatura. ¡Cuantas energías desperdiciadas!
Los argumentos en contra de la asignatura se resumen en dos: atenta contra el derecho de los padres a elegir la educación moral y religiosa de sus hijos; e introduce una ideología de género que a los objetores les parece peligrosa e inmoral. El Tribunal Supremo no ha encontrado nada que justifique las objeciones.En EpC explico a los alumnos lo que todos los ciudadanos deberían saber: la importancia que tiene la objeción de conciencia, porque es un último mecanismo de seguridad aceptado por las democracias avanzadas, para evitar posibles injusticias legales. Obliga a una relectura cuidadosa de las leyes, para comprobar que no ofenden injustamente las creencias morales y religiosas de los ciudadanos.Por eso ha hecho bien el Tribunal Supremo en releer cuidadosamente los decretos de esta asignatura. Y la conclusión es que no hay razones que justifiquen la objeción.
El estudio obligatorio de los derechos humanos y de las normas básicas de convivencia no atenta contra la libertad de los padres.Son valores comunes que todos tenemos que respetar. Los padres olvidan que su derecho a educar, así como la libertad de conciencia y creencia, están protegidos por la Declaración de Derechos Humanos.Son derechos que proceden de una ética universal y laica, que las religiones han tardado en admitir. No hay peligro de adoctrinamiento en una sociedad democrática, porque ésta tiene sus mecanismos de defensa. Sí lo hay, en cambio, en gobiernos dictatoriales, como el franquista, donde, por cierto, se enseñó obligatoriamente la religión católica en todos los niveles de la enseñanza.
El segundo argumento en contra se basa en la supuesta defensa de la «ideología de género», que, según algunos críticos de EpC, es obra del feminismo radical que amenaza a España. Pero la ideología de género -que no es más que la afirmación de que las diferencias entre varón y mujer son culturales, y no meramente biológicas- no figura en el currículo y, por lo tanto, no tiene nada que ver con la asignatura.
Para mí, lo más grave es que desde altas instancias religiosas se ha dicho que no corresponde a la escuela formar la conciencia de los alumnos. ¿No debemos entonces procurar que sean honrados, justos, responsables, veraces, respetuosos, no violentos, no discriminadores, no corruptos? La escuela pública debe formar buenos ciudadanos. Su obligación es, precisamente, educar una conciencia cívica responsable, crítica, ilustrada, conocedora de los derechos y también de los deberes, que reconozca los vínculos y responsabilidades sociales en una época de individualismo feroz.¿Cómo no va a ser necesaria una educación en valores cuando las encuestas nos dicen que más del 40% de los españoles creen que no hay normas morales universales y que cada cual elige las suyas?
La educación cívica es el fomento de las virtudes ciudadanas necesarias para vivir en una democracia. Y la democracia es un proyecto político profundamente ético. Cuando oigo a los objetores decir que estarían de acuerdo con que se estudiara sólo»» la Constitución, olvidan que ésta se basa en unos valores superiores, que son éticos: libertad, igualdad, justicia, pluralismo político y, dando unidad a todos, la dignidad humana.
De todo este asunto, no me duele la agresividad de ciertos medios de comunicación, sino la confusión que han provocado en muchos padres; y el perjuicio que se ha podido causar a muchos alumnos.Acabo de oír al presidente del Foro de la Familia decir que hay profesores y libros de texto que enseñan cosas diferentes del currículo. Pues entonces, que no objeten a la asignatura, sino a un profesor o a un texto. En mi caso, me gustaría que los padres me ayudaran a mejorar mis libros de EpC. Me comprometo a estudiar sus sugerencias. Pueden enviármelas a jamarina@telefonica.net. Sus hijos son lo importante. Es hora de empezar a construir.
José Antonio Marina es escritor y catedrático de Filosofía.
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Una cuestión de límites, de Rafael Navarro-Valls en El Mundo
EDUCACION PARA LA CIUDADANIA
EL MUNDO me solicita amablemente una valoración de urgencia de la decisión del Tribunal Supremo hecha pública hace unas horas.Ciertamente, ha de ser de urgencia, dado lo escueto de la nota emitida por el TS, sin aclarar motivación alguna ni matices explicativos, salvo uno al que luego me referiré.
La cuestión fundamental que late en el debate político y jurídico que ha confluido en la sentencia del TS es la de los límites del Estado en la imposición obligatoria de contenidos educativos.En mi opinión -ya lo dije al inicio de estos tres años de debates-, el principio de intervención democrática autoriza al Estado a buscar un acuerdo constitucionalmente correcto acerca de los saberes mínimos que han de transmitirse a las nuevas generaciones.Pero cuando se da un desacuerdo razonable sobre cuál sea la mejor manera de preparar a los alumnos para participar en la vida política o asegurar su desarrollo moral. no puede el Estado decidir por sí mismo.
En estos supuestos -hace tiempo lo dijeron Charles Fried (Harvard) y Pablo da Silveira (Lovaina)-, no puede estipular, contra la voluntad de los padres, cuál sea la mejor manera de asegurar el desarrollo de las competencias morales, cívicas y políticas de las nuevas generaciones. El derecho a elegir el tipo de educación que queremos dar (o no dar) a nuestros hijos forma parte de nuestro propio derecho a elegir una concepción del bien y a ponerla en práctica, sin sufrir la interferencia de los poderes públicos.
Esta fue la contundente postura del Tribunal Supremo estadounidense en el caso Wisconsin versus Yoder: «El interés del Estado por la escolarización obligatoria debe ceder ante la libertad de los padres para marcar la orientación moral de sus hijos». Postura también presente en el subsconsciente jurídico de Europa, ya que la Carta de Derechos fundamentales de la Unión Europea (artículo 14) garantiza «el derecho de los padres a asegurar la educación y enseñanza de sus hijos conforme a sus convicciones religiosas, filosóficas y pedagógicas».
De ahí que, de entrada, sorprenda la decisión del TS español al obviar sólidos planteamientos jurídicos y de conciencia. Me da la impresión de que, en la delicada operación de ponderar conflictos de intereses entre aquellos dos segmentos de la Constitución en los que, respectivamente, se inserta un derecho fundamental (el de los padres de determinar la formación religiosa y moral de sus hijos) y un factor competencial (el del Estado de hacer una programación general de la enseñanza), se ha decantado por un principio organizativo sobre un derecho fundamental.
Consciente de ello -y este es el matiz que ha dejado entrever en la nota a la que antes me referí-, ha dejado la puerta abierta a que, en el futuro, se puedan suscitar de nuevo objeciones de conciencia, sustentadas en planteamientos jurídicos diferentes a los ahora examinados, lo cual es buena muestra de la indefinición que en la actualidad se detecta en los contenidos de la asignatura.
El desenfoque en que, en mi opinión, incide la sentencia es no haber analizado detenidamente la lesión que esta inseguridad jurídica provoca en el derecho de los padres a educar a sus hijos de acuerdo con sus propias convicciones. Probablemente -habrá que comprobarlo en la redacción de la sentencia-, el TS se ha centrado en si existe en las normas examinadas un afán «indoctrinador» por parte del Estado. Al concluir, en la opinión de una mayoría de magistrados, que no es posible demostrarlo, ha entendido que no se conculca el artículo 27 de la Constitución ni el Convenio Europeo de Derechos Humanos. Pero esto no es estrictamente exacto.El Convenio Europeo y la Constitución lo que exigen es que el Estado respete las convicciones de los padres, sin que haya la menor referencia a la finalidad perseguida por la organización pública del sistema de enseñanza.
En fin, creo que nos encontramos con lo que viene llamándose una «sentencia interpretativa», que, si abre la puerta a argumentaciones de cierta altura jurídica, no siempre deja definitivamente cerrado el asunto litigioso. Veremos lo que sucede en posteriores recursos o instancias.
Rafael Navarro-Valls es catedrático de la Universidad Complutense y coautor del libro Las objeciones de conciencia en el Derecho español y comparado.
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Información y mentiras sobre Bolonia, de Andrés Recalde Castells y Germán Orón Moratal en El País
Una de las más últimas y sorprendentes noticias sobre el proceso de Bolonia es la de la solicitud de los rectores de las universidades al ministerio correspondiente para que emprenda una campaña de información para dar a conocer las bondades de la propuesta, pues parece preocuparles la extensión de posiciones críticas. No podemos negar que hay aquí una de esas situaciones que los economistas llaman de asimetría informativa. Al lado de insiders que conocen los intríngulis del asunto, hay otros, entre los que probablemente nos encontramos muchos, que no somos tan duchos. Y, sin embargo, lo que nos motiva a escribir es que los que demandan más información no parecen estar interesados en corregir algunas ideas difundidas, aun a sabiendas de su inexactitud.
La primera falsedad que habitualmente se da por cierta es que la reforma pretende adaptar nuestro sistema a “acuerdos internacionales” sobre el Espacio Europeo de la Educación Superior. Mentira. Nadie encontrará directiva, reglamento o cualquier otro tipo de norma firmada por los estados o las instituciones europeas a cuyo cumplimiento se viera constreñido nuestro país. Lo que hubo en Bolonia son reuniones de “expertos en educación” de varios países europeos con la intención de uniformizar la educación superior. Pero los que nos dedicamos al Derecho (e incluso los que no) sabemos que no es lo mismo una norma jurídica elaborada con arreglo a un procedimiento, que el texto que resulta de una reunión de especializados en parir propuestas, en este caso educativas.
En el primer caso, la legitimidad democrática es presupuesto para imponer una decisión política y consecuencia de los procedimientos que rigen el Estado de derecho. La opinión de los sujetos privados, por muy expertos que sean, sólo debe ser un criterio que los políticos deben valorar cuando toman sus decisiones. Entender que aquellas reuniones obligaban al Estado español, como es opinión generalizada, no es sino un paso más en esa tendencia hacia la desregulación y el desmantelamiento de los instrumentos normativos, que tan malas experiencias han dejado en otros ámbitos (vid. sus efectos en la crisis económica).
Aunque los llamados “acuerdos de Bolonia” no obligaran, pudieron haber constituido una directriz que obtuviera consenso y que la mayoría de los Estados europeos siguiera al reformar los estudios universitarios. En tal caso, concedemos que convendría pensárselo antes de quedar al margen. Pero tampoco esta afirmación es correcta, aunque aquí nuestro juicio se limitará al ámbito que conocemos (los estudios de la titulación de Dere-cho). Cualquier jurista sabe que en el Derecho continental europeo (y, especialmente, en el caso español) las referencias internacionales más relevantes son Alemania e Italia. Desde hace siglos las principales aportaciones en la elaboración de principios y teorías, reformas legislativas o doctrinas jurisprudenciales provienen o se inspiran en la rigurosa elaboración de los juristas de esos países. Pues bien, ambos han desechado cualquier pretensión de adecuarse al modelo boloñés.
Pero si alguien, en aras de la modernidad, apostase por estudios más alejados de nuestra cultura jurídica e inclinados hacia una “formación profesionalizada” como la anglosajona, debe advertirse que tampoco el Reino Unido se ha alineado con el proceso de Bolonia. Sospechamos que en otros países y titulaciones este muestreo obtendrá pruebas similares. La pregunta cae por su peso: ¿con quién se pretende que nos armonicemos?
Se dice que el proceso de Bolonia creará un “espacio europeo” por el que podrán circular los profesionales, con independencia del país en el que hubieran cursado sus estudios. Es seriamente discutible la corrección de esta opción para el Derecho. Pero es, además, falsa. La “libre circulación” y la “movilidad” exigen que los estudiantes obtengan conocimientos homogéneos. En algunos sectores del saber la homogeneidad puede ser limitada. En otros, la necesidad del “tronco” común es mayor. Médicos, arquitectos o ingenieros han conseguido que su formación en España sea básicamente uniforme, porque lo requerían la salud de las personas, la seguridad de las casas o la de los puentes. Aunque pueda sorprender a los profesionales del Derecho de nuestro país (desgraciadamente poco activos al respecto), para los titulados en Derecho esto no se consideró necesario. Cada universidad establecerá sus propios planes de estudio que simplemente deberán pasar el filtro de una evaluación administrativa. Si ni tan siquiera hay uniformidad en España, ¿quién creerá que otros países europeos van a admitir los títulos de las universidades españolas?
Otro argumento extendido es el que viene a decir que los críticos con el proceso somos unos inmovilistas reacios a adaptarnos a los nuevos tiempos y métodos. Este argumento no es mentira; es, simplemente, un insulto dirigido a docentes que intentamos dedicarnos con rigor a nuestra profesión. Pero, dado que está muy generalizado, advertimos que proviene de ámbitos (autoridades universitarias y políticas, y expertos en innovación educativa) que llevan años enfrascados en una y otra reforma de la educación española, cosechando manifiestos fracasos de los que alguna vez deberían responder. Los cambios metodológicos pueden ser buenos si van acompasados con los que previamente han seguido los estudiantes y siempre que el resultado hubiera tenido éxito; pero si los cambios no se han producido en la misma dirección o han fracasado, su incorporación forzada a la Universidad comporta más riesgos que ventajas.
Estamos convencidos de que hay cosas que conviene cambiar; pero, ya puestos, el cambio debe ser a mejor, y el aligeramiento de los estudios de grado que supone Bolonia no augura que vaya a ser así.
Pueden recordarse más inexactitudes, como la de que la escasez de tiempo dedicado a los estudios superiores (tres años y medio) no debe preocupar porque se compensará con estudios de postgrado (masters). Los nuevos estudios se limitarán, así, a ofrecer una formación muy básica que exigirá una especialización, cuya impartición y ordenación no se sabe con qué criterios se habrá de regir, ni dónde se podrá cursar. Probablemente en su valoración influirán precios y otros criterios económicos, más que académicos, como hoy sucede ya con los masters.
Los que piden una intensa política informativa han hecho poco para corregir el asentamiento en la sociedad de esos errores. Permítasenos, entonces, concluir que lo que demandan no son más datos, sino una buena campaña de propaganda.
Andrés Recalde Castells es catedrático de Derecho Mercantil de la Universidad Jaume I de Castellón. Firma también este artículo Germán Orón Moratal catedrático de Derecho Financiero y Tributario del mismo centro.
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