Reggio’s Weblog

Déme su dinero, pero no me controle, de Antón Costas en El País de Cataluña

Posted in Economía by reggio on 3 marzo, 2009

Imagine la siguiente escena. Un amigo cuya empresa está en riesgo por una gestión imprudente o negligente le viene a ver para pedir que le ayude a recapitalizar la empresa y evitar su quiebra. Hasta aquí la cosa es normal.

Usted valora la posibilidad de hacerlo, debido a que considera que, por motivos de interés general, es importante mantener la empresa, pero a cambio quiere controlar cómo se va a usar su dinero. Esto también parece normal.

Pero, entonces, escucha estupefacto como su amigo le dice que lo que él quiere es su dinero, pero no que controle sus decisiones ni su salario, ni mucho menos que le sustituya. Y para más inri le da una razón ofensiva: no quiere que usted entre en el consejo de administración porque le considera un mal gestor. Y se lo dice él, que es el causante del desaguisado.

En resumen, aunque está dispuesto a ayudar, a riesgo de sufrir un perjuicio económico, lo que obtiene a cambio es burla y maltrato. Dicho en forma de nuestro refranero, «cornut i pagar el beure».

Ésta no es una escena imaginaria. Es lo que está ocurriendo estos meses. Algunos banqueros y analistas están pidiendo a gritos que los gobiernos inyecten dinero público en bancos en riesgo de quiebra por mala gestión. Pero rechazan que los poderes públicos puedan intervenir para controlar que ese dinero de los ciudadanos se utilice para recapitalizar el banco y hacer volver el crédito a las empresas y las familias, y no para beneficio de sus propios gestores.

El argumento que utilizan para rechazar ese control es que el sector público es un mal gestor. Y lo dicen aquellos que, con su conducta financiera negligente o poco prudente durante los años de vacas gordas, han puesto en riesgo los ahorros de los depositantes y el dinero de los accionistas.

La presunción de que el sector privado es en todos los casos un gestor eficiente y que el sector público es, por el contrario, siempre malo no está avalada ni por la teoría económica ni mucho menos por la evidencia histórica y cotidiana.

En el caso del sistema financiero, la historia de los dos últimos siglos da muestras de una sorprendente incapacidad de los banqueros para evitar las situaciones de crisis y quiebras. Tanto que economistas solventes como es el caso de Minsky, discípulo de J. M. Keynes, e historiadores reconocidos como Charles P. Kindlerbeger hablan de la intrínseca naturaleza inestable de la banca. En este sentido, es ilustrativo leer alguno de los trabajos de este último autor publicados en castellano sobre Las crisis bancarias, o el más conocido de Manías, pánicos y cracks.

Esa incapacidad para hacer una gestión prudente se puso especialmente de manifiesto en las crisis bancarias de los años 1930 y 1980. Y lo está siendo también ahora en la crisis de 2008.

Aunque los jóvenes directivos de la banca no lo sepan, la crisis financiera de la década de 1980 se llevó por delante un tercio de la banca española de la época. Fue el buen hacer del sector público, apoyado en una buena pila de dinero de los contribuyentes, el que consiguió mantener a flote el conjunto del sistema y rescatar a algunos de los bancos que habían naufragado por mala gestión privada.

Por cierto, la mayor solidez que hasta ahora ha mostrado el sistema bancario español ante la contaminación de las hipotecas basura y de otros activos financieros de alto riesgo y mala calidad no se debe a la mayor bondad de nuestros banqueros, sino a las lecciones que las autoridades sacaron de aquel cataclismo. Para minimizar que volviese a ocurrir, el Banco de España, a la cabeza del cual estaba el malogrado Mariano Rubio, impuso una regulación más estricta de las prácticas bancarias. Ese control público fue en su día contestado airadamente por los banqueros, pero hoy es visto como tabla de salvación en la crisis actual, al menos hasta ahora, y es la que el grupo de expertos del G-20 sugiere para la banca internacional.

Este éxito, al menos en términos comparados, de la regulación española ofrece una lección sobre la que volveremos en otra ocasión: el error de confundir la defensa del libre mercado con los mercados desregulados.

La banca es un servicio público esencial en una economía moderna. Y como tal hay que preservarla. Como decía mi buen amigo Juan José Ruiz Gómez en un artículo publicado en este diario, «sin bancos no hay paraíso» (17-02-09). Pero la banca no son los banqueros. No los deberíamos considerar como los héroes del capitalismo. La historia nos dice que en muchos casos son más bien depredadores que creadores de riqueza. Leer hoy el relato de las causas de las quiebras bancarias que en la década de 1930 hicieron el Federal Deposit Insurance Corporation (FDIC), organismo que tuvo que lidiar con los bancos quebrados, como la Federal Reserve Board de Estados Unidos es un correctivo para el descaro de algunos banqueros que vienen a decir «déme su dinero, pero no me controle».

Hemos de salvar la banca de los banqueros negligentes. Y la hemos de salvar porque el coste para toda la sociedad de no hacerlo es mayor que el coste del rescate. El temor a ser acusado de socializador no debería impedir hacer lo que hay que hacer. Pero, por otro lado, lo que no es admisible es que se pretenda utilizar masivamente el dinero de los contribuyentes pero que no se admita su control.

El reto para las autoridades es encontrar los mecanismos que permitan salvar a los bancos con el menor coste para los contribuyentes. Pero eso requiere, en cualquier caso, el control público de los bancos intervenidos. Otra cosa es dejadez de responsabilidad en el uso del dinero público.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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¿Qué tipo de recesión nos espera?, de Antón Costas en El País de Cataluña

Posted in Economía by reggio on 20 enero, 2009

En las últimas semanas me han preguntado muchas veces cuál es la diferencia entre una desaceleración, una recesión y una depresión económica, y si es posible que la economía española pueda caer en una situación de este último tipo. Veamos.

Lo que marca la diferencia entre esos tres conceptos es la intensidad y, especialmente, el tiempo en que una economía permanece creciendo por debajo de su potencial o se estanca. Si, por ejemplo, estaba creciendo por encima del 3%, como era el caso de la economía española en los últimos años, y pasa a tasas del 2% o del 1%, decimos que ha habido una desaceleración; es decir, continuamos creciendo, aunque a menor ritmo. Si ese crecimiento pasa a ser cero o negativo durante al menos dos trimestres, entonces hablamos de recesión; en este caso retrocedemos, porque perdemos una parte de lo logrado anteriormente. Y si esa recesión se prolonga a lo largo de varios años, hablamos de depresión.

Para ver gráficamente la diferencia entre una recesión y una depresión, piensen en la forma de una V y una U. Una recesión acostumbra a tener forma de V: la economía se precipita desde una tasa de crecimiento alta hasta tocar fondo y volver a recuperar los niveles iniciales. Normalmente una recesión de este tipo dura unos 18 meses. Es lo que le ocurrió a la economía española cuando entró en la recesión de 1992-93.

Pero si, en vez de rebotar, la economía permanece estancada en el fondo, adoptando una forma de U, la recesión se transforma en depresión, que puede durar varios años. Ese fue el caso de la Gran Depresión de los treinta, a la que ahora tanto tememos.

Hay una forma extrema de recesión que adopta la forma de L, que es cuando la economía permanece estancada en el fondo de forma prolongada sin dar signos de recuperación. Éste es el caso de Japón, que lleva sumido en una depresión desde hace década y media.

¿Cuál de estos escenarios es el más probable para la economía española? Más de una vez, y a contracorriente del optimismo oficial y de algunos analistas de coyuntura, les he dicho en estas páginas que nos enfrentábamos a algo más que una «suave desaceleración».

Ahora ese pronóstico se ha transformado en previsión oficial. El viernes de la semana pasada el vicepresidente del Gobierno y ministro de Economía, Pedro Solbes, dejó atrás la complacencia y, con cierta solemnidad y dramatismo, les dijo a los ciudadanos que la economía española se enfrenta a una recesión dura prolongada. Según su pronóstico para 2009, la economía retrocederá un -1,9% (frente a la previsión oficial hasta ahora de un crecimiento del 1%), el desempleo rebotará al 16% (frente a la previsión del 12,5%) y el déficit se elevará al 5,8% (frente al 1,6% estimado hasta ahora).

En este escenario de recesión prolongada, paro y déficit público, la recuperación se retrasará más allá de 2010. El vicepresidente espera que el final de la legislatura marque la salida de la crisis.

Tengo un gran aprecio personal y profesional por Pedro Solbes. Como alto funcionario del Estado y como político que ha sido tres veces ministro y comisario de la Unión Europea, ha contribuido de forma destacada a la modernización y estabilidad de la economía española, así como a la integración europea. Y lo ha hecho manteniendo una trayectoria de rigor político y honestidad intelectual.

Esa misma trayectoria es la que me ha hecho difícil entender su ofuscación para no ver lo que se nos venía encima desde el momento en que explotó la burbuja inmobiliaria, se desencadenó la crisis financiera y apareció la sequía de crédito. Aunque es verdad que nunca llegó a los extremos que alcanzó la ofuscación del presidente del Gobierno.

Pero sean cuales sean las razones de esa ofuscación, el hecho relevante ahora es que el vicepresidente del Gobierno reconoce por fin la gravedad de la situación que tenemos delante.

Pero después de reconocer su valentía y sinceridad, he de decir que me ha vuelto a sorprender. No se puede decir a un paciente que está gravemente enfermo sin hacer a continuación dos cosas: primero, dar un diagnóstico de las causas de la enfermedad, y segundo, proponer una terapia. Sin estos dos elementos, no es posible restaurar la confianza entre ambos.

Mi sorpresa ha ido en aumento cuando he leído en la entrevista que publicó este diario el pasado domingo que dice: «En mi opinión hemos utilizado todo el margen de gasto público que teníamos, incluso hemos ido un poco más lejos de lo que según una interpretación estricta del pacto de estabilidad deberíamos». Sume a la población en la desesperanza.

El Gobierno no puede pasar del optimismo infundado al pesimismo irreflexivo. El riesgo de dejarse guiar por reglas estrictas de estabilidad es que la recesión se transforme en una depresión. Para evitarlo, Solbes tiene que morder con decisión la manzana del árbol del bien y del mal, la manzana prohibida del déficit público. La virtud de la ortodoxia financiera que tan bien ha practicado en el pasado ahora se transforma en un vicio.

La vida nos enseña que hay momentos en que hay que escoger entre dos males. En esos casos la mejor opción es el mal menor. Ahora hay que escoger en el riesgo del déficit público y el del desempleo. Y la historia de los años treinta nos dice que, entre esos dos males, el más perverso, tanto desde el punto de vista económico, como social y político, es el desempleo. No en balde en los años treinta estuvo asociado con la llegada del fascismo y el nazismo en Europa, que por cierto, no lo olvidemos, llegó al poder a través de elecciones.

El riesgo de Solbes con el gasto público, necesario para crear empleo y proteger a los desempleados, no es pasarse, sino quedarse corto.

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2009, el año previo al de la recuperación, de Antón Costas en El País de Cataluña

Posted in Economía, Política by reggio on 6 enero, 2009

Cuando hace unas semanas me pidieron que moderase un debate entre empresarios para hablar de la situación económica, hice una recomendación a los que iban a intervenir. «¡Aquí se viene llorado!» dije, ante el temor de que la sala se convirtiese en un valle de lágrimas.

De tanto hablar de la crisis y compararla con la de los años treinta, una neblina de miedo y derrotismo ha empapado el espíritu de la gente. Un derrotismo que, y eso es lo peor, afecta a muchos dirigentes políticos y empresariales.

Hablemos, pues, de soluciones y de actitudes positivas.

Vayamos primero con las actitudes. De esta crisis saldremos. No es acto de fe, es puro pragmatismo. A finales de 2007, cuando todo era aún alegría, les dije que la crisis que venía era algo más que una suave desaceleración. Ahora que todo es pesimismo hay que recordar que después de la tempestad siempre viene la calma. El ciclo económico es así, como una gripe, que tiene su propio recorrido. Eso sí, podemos favorecerlo o empeorarlo con nuestro comportamiento.

Mi impresión es que ésta no es la peor crisis que hemos vivido. Fue peor la de 1979-84, cuando desapareció un tercio de la banca y hubo que cerrar grandes sectores, como el siderúrgico, el naval y el textil. Entonces el problema era de oferta y de costes. Ahora es un problema de demanda, un problema provocado por el miedo y la desconfianza causada por el fraude masivo que se ha practicado desde el sistema financiero.

A corto plazo, la prioridad es hacer retornar el consumo. Es necesario sostener un cierto nivel de demanda agregada: la suma del consumo privado de las familias, la inversión de las empresas y el gasto de los gobiernos. Sin esa demanda, las empresas cierran, el desempleo aumenta y el malestar social y la pobreza se agudizan.

¿Cómo? Hablando sobre la crisis en estas vacaciones en mi parroquia gallega, escuché tres propuestas. El pequeño contratista que hace las obras en mi casa está esperanzado con que la convocatoria de elecciones gallegas y vascas aumente el gasto público. Su deseo sería que hubiese elecciones en todas las comunidades autónomas. Por su parte, la dueña de la mercería está contenta viendo como se recuperan las ventas con las rebajas. Desearía que fuese Reyes todo el año. Por último, un amigo sindicalista defiende la necesidad de no reducir los salarios y de aumentar el salario mínimo. Es su propuesta para mantener el consumo y salir de la recesión.

Parecen propuestas populistas, parciales e interesadas, pero tienen fundamento en la teoría económica. Podríamos decir que son soluciones keynesianas, recordando el análisis y las soluciones de John Maynard Keynes, más tarde lord Keynes, a una situación similar que vivió la economía en los años treinta del siglo pasado.

Después del desplome de Wall Street un martes negro de octubre de 1929, que contagió al resto del mundo, y de la aparición de fraudes financieros al estilo del de Madoff, la desconfianza llevó a los banqueros a no dar crédito y a la gente a dejar de consumir para ahorrar. La economía entró en lo que Keynes llamó una «trampa de liquidez», una situación en la que por más dinero que se inyecte para que la banca dé créditos y por más que se bajen los tipos de interés oficiales para que la gente consuma y los empresarios inviertan, todos prefieren atesorar esa liquidez antes que gastarla. El consumo privado desaparece.

Ante esa trampa, lord Keynes defendió la intervención masiva del Estado en dos frentes. Por una parte, incrementar el gasto público para mantener el empleo y los ingresos de la gente que tiene mayor propensión a gastar, que son los trabajadores de bajos salarios. Por otra, política monetaria cuantitativa, comprando activos a la banca, sanearla y bajar los tipos de interés a largo plazo, que son los que determinan el coste del crédito para las familias y empresas. No pretendía sustituir el capitalismo por el Estado. Su visión era más pragmática: reconocía que los mercados no son perfectos y necesitan de la intervención pública. No es casual que 70 años después las soluciones pragmáticas vengan de nuevo del Reino Unido.

Pero esa expansión fiscal a corto plazo para mantener la demanda y el empleo choca ahora con dos actitudes.

Por una parte, con el síndrome del alcohólico rehabilitado que sufren algunos responsables políticos y económicos. Recordando lo que costó acabar con el déficit público de los años ochenta, ahora, como les ocurre a los alcohólicos reformados, no quieren oír hablar de alcohol. Temen que los déficit eleven los tipos de interés a largo plazo y dificulten la recuperación. Pero en las condiciones actuales esa preocupación no tiene fundamento: la expansión fiscal es la garantía de la salida a la recesión y de la prosperidad futura.

Por otra parte, la medicina fiscal choca también con la ideología de los que creen que las recesiones y el desempleo son una terapia necesaria para purificar el cuerpo de los excesos de la etapa anterior. Pero eso no es teoría económica, es moralidad seudorreligiosa. Olvidan que los excesos no los cometieron los trabajadores, que son los más afectados por la crisis.

Hay que volver a beber del déficit público, procurando, ¡ay!, no caer en el alcoholismo. Se trata de sobrevivir en tiempos de crisis. Algo a lo que ayudarán las reducciones de precios por parte de fabricantes y comerciantes. No es casualidad que las ventas se hayan recuperado con las rebajas de Reyes. Esas caídas de precios en otros bienes, como las viviendas y los coches, ayudarán, y mucho, a salir del bache del consumo.

Hoy, en este inicio de año, lo importante es pensar que, dentro de lo mal que estamos, si hacemos bien las cosas, 2009 puede ser el año previo al del inicio de la recuperación. Esperemos que así sea.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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De fraudes, timos, timadores y timados, de Antón Costas en El País de Cataluña

Posted in Economía by reggio on 23 diciembre, 2008

En un timo, ¿tiene alguna responsabilidad el timado o toda la culpa es del timador? ¿Y en los casos de fraude? En todo caso, ¿tienen alguna responsabilidad las autoridades públicas? Aunque sutiles, hay diferencias entre timos y fraudes financieros que han de tenerse en cuenta a la hora de las responsabilidades. El caso Madoff se acerca más al timo. El caso de Lehman Broder’s, al de fraude. Veamos.

Desde pequeño mis abuelos me previnieron contra el timo. Continuamente, me recordaban que «en ningún lugar dan duros a cuatro pesetas», y que debía ir al tanto cuando me ofreciesen una ganga. Supongo que lo que pretendían era advertirme de que si me timaban, la culpa también sería mía.

Un timo requiere una cierta complicidad o colaboración entre timador y timado. Ambos saben que cada uno está intentando aprovecharse del otro.

El timador ha de tener dotes de gran embaucador, de mago financiero capaz de engañar prometiendo cosas que no son posibles. Lean estos días las descripciones de las habilidades sociales de Madoff. Sabía que estaba timando. El primer agente del FBI que le fue a interrogar a su piso de Nueva York le preguntó si había alguna explicación inocente. Madoff fue transparente: «No, no hay nada inocente».

Por su parte, el timado acostumbra a estar animado por el deseo -si quieren, llámenle codicia- de participar en una ganga a la que pocos tienen acceso. De una u otra forma sabe que hay algo que no está del todo claro. Pero se deja seducir por las habilidades y las promesas de elevadas rentabilidades.

¿Cómo una persona razonable le puede confiar su dinero a alguien que, haga frío o calor, vaya bien o mal la economía, le ofrece año tras año el 10% o el 15% de rentabilidad, algo que ninguna otra inversión, ya sea industrial o financiera, no es ni de lejos capaz de dar? Sólo si él también intenta aprovecharse. Miren como describía el editorial de El País Negocios de este domingo pasado los motivos por los que los inversores de Madoff se dejaron embaucar: «La razón no puede ser otra que la presunción por parte de esos inversores de que Madoff disponía de ventajas específicas, no todas ellas conseguidas con juego limpio, sino asociadas a su imagen de gran insider derivada de su antigua posición frente a Nasdaq. De connivencia, también exclusiva, con algunas instituciones».

Pero, ¿cómo es posible que conociendo cómo funciona este tipo de estafas financieras, basadas en el modelo de Ponzi o de la pirámide, haya gente que sigue cayendo en ellas, ya sean pobres o ricos? Quizá porque la codicia acostumbra a dominar sobre el sentido común, y porque las pasiones humanas no distinguen entre pobres y ricos. Doña Branca de Portugal fue el timo de los humildes en el país vecino. El nuestro, el de Fórum Filatélico, de pequeños ahorradores. El de Mr. Madoff es el timo de los más ricos y sofisticados inversores del mundo. Este tiene más impacto mediático porque afecta a gentes con glamour y permite comprobar que los ricos también lloran.

Contra el timo poco se puede hacer. Siempre los ha habido y siempre los habrá. Pedir a las autoridades que lo eviten es como pedirles que la gente deje de creer en la magia y en los milagros. Es imposible. Siempre habrá gentes dispuestas a dejarse embaucar.

Pero el caso Madoff no debería llevar a regular excesivamente los instrumentos de inversiones de alto riesgo. Es bueno que los grandes inversores que quieran arriesgar una parte de su fortuna lo puedan hacer. Muchas de las innovaciones de las que hoy todos nos beneficiamos, como Internet, no habrían sido imposibles sin esos instrumentos. Si les sale bien, gozarán de las mieles del éxito. Pero, a cambio, si pierden, tendrán que llorar en silencio el fracaso sin pedir el socorro público. Ése es el juego.

Sin embargo, hay que separar al gran inversor de riesgo del pequeño y mediano ahorrador que deja su dinero a instituciones financieras para que lo inviertan en su nombre, instituciones en las que confía por estar supervisadas por organismos públicos y privados. Aquí entramos en el terreno del fraude financiero y de las conductas contrarias a la ética que debe imperar en una economía basada en la confianza. La solución no puede ser la misma.

A diferencia del timo, el fraude se produce cuando en un contrato una de las partes abusa de la confianza y la buena fe de la otra eludiendo el cumplimiento de alguna obligación legal; o cuando los encargados de vigilar y supervisar la calidad de los productos no lo hacen. En el caso Madoff da la sensación de que también ha habido elementos fraudulentos de este tipo. De una forma más clara, eso es lo que ha ocurrido con Lehman Broker’s y otros caos que hemos visto y que probablemente aún nos quedan por ver.

¿Cómo es posible que nadie se haya enterado de nada? ¿Es sólo un problema de mala regulación o es que ahora hay menos ética en los negocios? Sucede que en las últimas décadas se ha desarrollado una nueva economía del fraude que tiene mucho que ver con los nuevos mecanismos de retribución variable de los altos ejecutivos y personas implicadas en la supervisión (auditoras, agencias de calificación de riesgo, etcétera). Con esos mecanismos, cuando más ética menos se gana. La ética tiene ahora un coste económico. Pero al renunciar a la ética por los ingresos muchas de esas personas no tienen conciencia de estar defraudando. Desde la perspectiva del que lo hace, se trata de un fraude inocente. Aunque no por ello menos dañino para la confianza económica.

Es difícil pensar que podamos mantener los niveles de desarrollo que hemos alcanzado si continua esta economía del fraude inocente. Pero de esto hablaremos en otra ocasión.

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Consumid, consumid, malditos ricos…, de Antón Costas en El País de Cataluña

Posted in Economía, Política by reggio on 9 diciembre, 2008

Después de años de consumir en exceso y por encima de nuestras posibilidades, de repente nos hemos puesto a practicar la virtud de ahorrar y a disminuir el consumo. Pero el remedio puede ser peor que la enfermedad, porque aun la mejor virtud, practicada a destiempo y en exceso, puede convertirse en el peor vicio y fuente de males sociales. Eso es lo que parece estar ocurriendo con el consumo en España.

Para no deprimirles más, les ahorro el mencionar la evolución de los datos sobre la caída del consumo de bienes duraderos (coches, televisores, casas…), el desplome de la producción industrial, el hundimiento del índice de confianza de los consumidores y de los empresarios, la continuidad de la sequía de crédito… Se puede resumir diciendo que todo recuerda a 1993. Hasta la reducción de la inflación se parece más a un problema que a una buena noticia. Y hasta es posible también que la sequía de crédito no sea tal, sino falta de demanda solvente de crédito. El diagnóstico es claro: no estamos ante un problema de oferta -es decir, de escasez de productos y de precios elevados-, estamos ante un grave problema de falta de demanda.

Es un círculo vicioso. Como todo el mundo reduce su consumo a la vez, las empresas se encuentran con que cae en picado la demanda de sus productos. Esto, a su vez, lleva a las empresas y a los comerciantes a despedir a sus empleados y a bajar precios para intentar vender lo que ya está producido. Los despidos aumentan el paro, éste disminuye la renta de las familias, que, por su parte, reaccionan reduciendo su consumo de bienes y servicios… y vuelta a empezar. Un círculo vicioso que lleva a la economía al borde del precipicio de una recesión profunda con deflación (caída brusca) de precios. Todo ello provocado por una repentina anorexia de consumo.

¿Cómo se convence a un anoréxico de que no deje de comer? Lo mismo que le ocurre a la medicina tradicional, la economía no sabe cómo enfrentarse a este problema. ¿Por qué nos sentimos tan confiados y eufóricos en algunos momentos y tan pesimistas y desconfiados en otros? Los economistas no tenemos explicaciones para estos cambios bruscos de humor. La respuesta está en la psicología social.

Lo mejor es evitar caer en ese precipicio. La política económica nos dice que hay tres maneras de influir en el consumo. La primera es utilizar los instrumentos macroeconómicos para aumentar las posibilidades de las personas, mediante una política monetaria expansiva que abarate los tipos de interés y anime a la gente a comprar, o de una política fiscal que reduzca impuestos como el IVA y que abarate los precios de los productos para los consumidores. La segunda es utilizar la psicología para tratar de influir en las preferencias por el consumo. En este caso se utiliza la persuasión moral. La tercera consiste en utilizar la política para imponer a alguien la obligación de consumir. Hacer del consumo una obligación política.

La vía de la economía es la que utilizó el Banco Central Europeo la semana pasada al bajar sus tipos de interés 0,75 puntos. O la del Gobierno británico de Gordon Brown al bajar el IVA. Pero no está claro que los instrumentos macroeconómicos sean una vía eficaz en estos momentos en los que la gente, especialmente las clases medias, están bajo el shock de la recesión y el miedo al futuro. Dado que la vivienda es el calcetín de la riqueza de la clase media, la caída de precios ha tenido un efecto depresivo, que irá desapareciendo poco a poco.

La segunda vía es la de la psicología. Se trata de convencer a la gente de que consumir es un deber moral en este momento. Pero el altruismo, como el buen vino, es un lujo que sólo pueden permitirse los ricos. Por tanto, se trataría de imponer a los ricos el deber moral de consumir: consumid, consumid, malditos ricos…

Algo así intentó el presidente Montilla en el Parlament hace dos semanas: les vino a decir a los ricos y acomodados catalanes que consumir es la forma de manifestar solidaridad con los que temen perder el empleo. Ojalá le hagan caso.

Por cierto, no es nada nuevo el defender la función social del consumo de los ricos. Lo hizo de forma brillante Bernard de Mandeville en 1714, en su conocida obra La fábula de las abejas, o como los vicios privados se convierten en virtudes públicas. Mandeville hablaba del lujo improductivo de los zánganos de la corte de aquellos tiempos. Montilla se refiere al consumo productivo de las clases medias. Nada que ver.

Dado que no se puede confiar en la eficacia de los instrumentos macroeconómicos ni en el altruismo de los ricos, nos queda la política. Es decir, imponer la obligación de consumir para mantener la producción y el empleo. Pero ¿a quién imponérsela? A los poderes públicos.

El Estado interventor moderno, la economía mixta, es el sistema de reaseguro mutuo más importante se haya inventado jamás. El mejor sistema para ejercer la solidaridad y el altruismo. Y ahora es el momento de utilizarlo mediante programas masivos de gasto público en iniciativas que mantengan y generen nuevos empleos. El Gobierno de Rodríguez Zapatero ha decidido hacerlo. Pienso que es un buen camino.

No se me escapa que aun cuando los gastos públicos persigan los objetivos humanos más elevados, eso no garantiza que no se despilfarren. Como ha dicho Paul Samuelson, con el gasto público a los gobiernos les suele pasar lo que a Casanova, que demasiadas veces no saben cuándo hay que parar.

Pero en el momento que vivimos estamos obligados a elegir entre el cólera del desempleo y la depresión o la malaria del déficit público. Posiblemente todos desearíamos otro tipo de elección. Pero eso es lo que hay.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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Crisis económica y liderazgo político, de Antón Costas en El País

Posted in Economía by reggio on 7 diciembre, 2008

La gravedad de la situación exige mucho más que medidas dispersas. Zapatero debe tomar las riendas de un proyecto que implique a empresarios, trabajadores y administraciones. Es su prueba de fuego.

La crisis está produciendo paradojas interesantes. Una es ver a un liberal como Miguel Boyer defender la intervención del Estado para mantener el control nacional de una empresa privada como Repsol, mientras un socialdemócrata como José Luis Rodríguez Zapatero defiende el libre juego entre «empresas privadas». Otra es escuchar a líderes sindicales defender la mejora de la productividad y la competitividad mientras el presidente de la patronal pide «un paréntesis en la economía de mercado» e intervenciones del Estado para salvar empresas. El mundo al revés.

Hay una maldición china que consiste en desear que vivas «tiempos interesantes», y éstos lo son. Esas paradojas sugieren que en este momento los clichés ideológicos y los roles del mercado y del Estado han de amoldarse a una realidad nueva. Esa nueva realidad se impuso a la ideología el día en que Gordon Brown tomó la audaz decisión de utilizar al Estado para salir al rescate de los bancos privados y evitar la pérdida de confianza en el sistema financiero. Y lo volvió a hacer el día en que olvidando el santo temor al déficit puso en marcha un fuerte programa fiscal para contener la recesión. Ahora sabemos una cosa: que esta crisis requiere un liderazgo político fuerte, audaz y coherente, capaz de reducir incertidumbres y volver a crear confianza.

Ese liderazgo político es aún más necesario en España. Sin embargo, el Gobierno de Rodríguez Zapatero parece tener dificultades para articular un discurso político sobre la salida de la crisis que sea algo más que un conjunto de medidas dispersas que, aunque necesarias, no están coordinadas y no consiguen reducir incertidumbre ni generar confianza.

Pero antes de entrar en la cuestión del liderazgo político del Gobierno permítanme un comentario sobre la crisis de la economía española.

Aunque lo parezca, la crisis financiera internacional no es la causa de la aguda recesión que está experimentando la economía española. Ha sido, eso sí, el desencadenante. Pero su mayor intensidad está causada por una especie de enfermedad asintomática que estaba tapada por la euforia de una década de crecimiento espectacular. Sin embargo, conocíamos sus síntomas: baja productividad, elevada inflación diferencial y, especialmente, un fuerte déficit comercial -el 10% del PIB, el mayor del mundo-, y su reverso, un elevado endeudamiento exterior que servía para financiarlo.

Sea cual sea la salida a la crisis bancaria y a la sequía de crédito, el Gobierno tiene que afrontar tres retos. Primero, evitar que la crisis se transforme en una recesión profunda, larga y dolorosa, especialmente en términos de desempleo. Segundo, fomentar acuerdos estratégicos para mejorar la productividad y promover nuevas especializaciones productivas capaces de aumentar la competitividad y generar empleo de salarios elevados. Y tercero, modular los efectos colaterales negativos que pudiese tener el elevado endeudamiento de grandes empresas inmobiliarias e industriales con la banca.

El objetivo prioritario a corto plazo tiene que ser el evitar una anorexia del consumo y la inversión. Las recesiones profundas no son la penitencia a pagar por el pecado de los excesos del crecimiento. Atribuir un sentido moral a la recesión es una creencia conservadora. Las recesiones lo único que traen son consecuencias sociales y políticas devastadoras, especialmente el desempleo. La función de los gobiernos es evitarlas.

La capacidad de destrucción de empleo de esta crisis es elevada. Para tener una idea del riesgo es útil la comparación con la recesión de 1992-93. En aquella ocasión el PIB cayó desde el 3,8% en 1991 al -1% en 1993; es decir, 4,8 puntos. Y el desempleo pegó un brinco enorme, que lo llevó a un techo del 23%. Ahora las previsiones de analistas independientes hablan ya de un desplome del PIB que van desde el 3,8% de 2007 al -1,5 o -1,8% en 2008. Es decir, una caída de 5,8 puntos en dos años. La mayor en nuestra historia. Y los pronósticos sobre el desempleo son proporcionales a la intensidad de la recesión, especialmente en el sector inmobiliario.

El ajuste es inevitable y las empresas han de tener flexibilidad para adaptarse a la nueva situación del mercado. Pero no da igual la forma en que se aborde. No es lo mismo que se produzca bajo fórmulas del «sálvese quien pueda» o del «todos contra los más débiles», a que se lleve a cabo mediante una solución cooperativa que amortigüe y distribuya equitativamente el coste del ajuste y del cambio productivo.

Ahora bien, una solución cooperativa que implique a empresarios, trabajadores y administraciones exige liderazgo. Requiere que alguien tome sobre sus espaldas la responsabilidad y la tarea de poner de acuerdo a todos los actores ante unos objetivos y una «hoja de ruta». Esa tarea corresponde a la política y a los políticos. En primer lugar, al Gobierno.

Pero el Gobierno y su presidente han tenido un comportamiento curioso. Al principio negó la existencia de crisis y mostró una complacencia exagerada en la inmunidad de la economía española al virus de la crisis. Después utilizó eufemismos, como el definirla como un «periodo de especiales dificultades». Ahora practica un hiperactivismo de medidas orientadas a proteger intereses de grupos concretos, pero que no hacen emerger un interés general, no muestran cuál es la «política» que hay detrás de esas políticas. Esto debilita la confianza en su liderazgo.

Decía Winston Churchill que los norteamericanos son reacios a tomar medidas frente a los nuevos problemas, pero que cuando no tienen más remedio acaban haciendo bien lo que tienen que hacer. Quizá nuestro presidente es un norteamericano honorario al que hay que darle tiempo. Pero la verdad es que tiempo no hay mucho si queremos evitar un elevado desempleo y el colapso del consumo.

No es función de un economista decir lo que han de hacer los políticos. Pero sí podemos decir algo acerca de los efectos de las diferentes formas de enfrentarse a los problemas.

El gobierno de esta recesión será más complicado que el de las anteriores. No disponemos de la política monetaria. Tampoco de la palanca del tipo de cambio para ganar competitividad. Nos queda la moderación salarial. Pero sería injusto y políticamente imposible hacer descansar todo el ajuste en los salarios y el desempleo.

Una solución ideal podría ser una política que se apoye en cuatro columnas: 1) acuerdos sobre flexibilidad y moderación salarial -con algún tipo de acuerdo sobre salario mínimo y salarios no monetarios-; 2) compromiso de las empresas en inversiones en mejoras de productividad; 3) una política fiscal y presupuestaria activa orientada a mantener empleo y evitar la asfixia del consumo; y 4) una mayor capacidad de financiación pública de las infraestructuras y del tejido empresarial existente.

Una política de este tipo tiene la ventaja de que evita la estrategia del «sálvese quien pueda», da coherencia a las medidas parciales, genera confianza y permite a empresarios, trabajadores y administración reducir incertidumbre y crear expectativas ciertas sobre el comportamiento de unos y otros. No es una política fácil. Exige liderazgo político. Pero ya lo hicimos con éxito en los llamados Acuerdos de la Moncloa de 1977. No se trata de copiar los contenidos de esos acuerdos, sino de aprender del proceso que hizo posible aquella experiencia exitosa.

Esta crisis es el test del liderazgo político de José Luis Rodríguez Zapatero. Hablando de la crisis de los años 80 y de la reconversión industrial, Felipe González ha dicho que «no se sabe cuál es la calidad de un gobernante hasta que no se enfrenta a una crisis», y que «un gobierno socialista no tiene por qué ser un gobierno estúpido, sino afrontar la crisis y abrir vías de esperanza». Y no se abren vías de esperanza sólo con un activismo al que le falta hilo conductor y hoja de ruta. Es necesario un liderazgo político capaz de generar una solución cooperativa a la crisis económica que vaya más allá de las medidas parciales y haga emerger un interés general. El bien común.

Y en estas estamos, esperando el liderazgo del Gobierno.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.

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Al borde del precipicio, de Antón Costas en El País de Cataluña

Posted in Economía, Política by reggio on 25 noviembre, 2008

El deterioro de la economía española es tan brusco, rápido e intenso que tiene todos los números convertirse en la mayor recesión desde la posguerra, dejando empequeñecida a la que tuvo lugar en 1992-93.

Nunca fui muy piadoso con los que defendían la tesis del «aterrizaje suave» y por eso les hablé ya a finales del año pasado, en este misma página, de que veríamos «algo más que una suave desaceleración». Pero lo que estamos viendo va más allá de lo imaginado y tiene todas las trazas de una larga y dolorosa recesión, sin descartar la más temida depresión. No es tremendismo ni pesimismo exagerado.

Nuestra economía está al borde del precipicio. Y mi temor es que, por falta de liderazgo, el Gobierno acabe dándole el empujoncito que la lance al vacío. Pero antes de seguir con esta cuestión déjenme volver a lo que está ocurriendo con nuestra economía.

Para tener un poco de perspectiva puede ser útil ver lo que ocurrió a inicios de los noventa. La economía española crecía a una tasa de alrededor del 4% y creaba mucho empleo bajo el impulso de una fuerte actividad inmobiliaria y de la entrada de capitales. Ese crecimiento tenía, sin embargo, su talón de Aquiles en el elevado déficit comercial -el segundo mayor del mundo en términos absolutos, después del de Estados Unidos, y el primero con relación al PIB-, que se financiaba endeudándose en el exterior.

Esa economía alegre y confiada se pegó un enorme batacazo a finales de 1992. Ese año se produjo una crisis monetaria y financiera , derivada de la quiebra del sistema monetario europeo. Y haciendo verdad aquello de que sólo se sabe quién se está bañando desnudo cuando baja la marea, surgieron fuertes especulaciones contra las monedas que, como la peseta, estaban sobrevaloradas y tenían un elevado déficit exterior.

El resultado fue una fuerte recesión y un retroceso de los niveles de renta. Del 3,8% de crecimiento se pasó al 0,9 en 1992 y al -1% en 1993. Es decir, una caída de casi cinco puntos porcentuales del PIB en escasamente dos años, algo que nunca antes había ocurrido. La tasa de paro dio un brinco espectacular alcanzando el techo del 22,4%; la tasa de inflación, pese a la recesión, se estancó en el 4,6%, lejos de la media europea; el déficit público se disparó por encima del 6% del PIB, y la deuda pública superó por primera vez el techo del 60% del PIB.

Aquella recesión duró seis semestres si la medimos por el comportamiento del PIB, y un poco más del doble si nos fijamos en el desempleo. La medicina fueron cuatro devaluaciones sucesivas de la peseta, que consiguieron corregir la pérdida de competitividad; el estímulo del dinero barato, y una sorprendente moderación de los salarios, que crecieron por debajo de la inflación. Por eso en 1966, recién llegado al poder, José María Aznar pudo exclamar: «¡España va bien!».

Como contradiciendo el aforismo que dice que la historia nunca se repite de la misma forma, la economía española ha crecido también a lo largo de la última década con un patrón de conducta similar al que acabo de describir. El combustible fue también la actividad inmobiliaria y el endeudamiento exterior. Idéntico ha sido también el talón de Aquiles: volvemos a tener el mayor déficit exterior del mundo en términos relativos, aunque ahora de dimensiones descomunales: más del 10% del PIB.

¿Será esta recesión como la de 1992-93? ¿Es posible que el desempleo llegue a cotas de más de 20% como en los noventa? Sin ningún deseo de cargar las tintas, las cosas ahora podrían ser peores. Por tres razones. En primer lugar, porque la intensidad de una crisis económica es mayor: a) si coincide con una crisis financiera, b) aún mayor si además existe una crisis bancaria, y c) si la economía tiene mecanismos de mercado. Y ahora tenemos todo eso. Una tormenta económica perfecta.

En segundo lugar, porque, a diferencia de 1993, no podemos usar la devaluación de la peseta para corregir rápidamente la competitividad perdida y retornar a la expansión. En tercer lugar, porque ahora tampoco está en nuestra mano el usar la política de bajos tipos de interés para estimular el consumo y la inversión, al margen de que, como señalé en mi último artículo, ahora no se puede confiar en la política de dinero barato para salir de esta recesión. Y por último, porque los ajustes en la economía española acostumbran a hacerse a través de la eficiencia en costes, especialmente los laborales.

Y entonces, ¿qué nos queda? ¿Es posible confiar en que todo el ajuste y la recuperación de la competitividad de nuestras empresas recaiga en el nivel de empleo? Al margen de que sería injusto y políticamente imposible, sería una mala medicina económica: deprimiría aún más las rentas de los hogares y la confianza de los consumidores, y agravaría la recesión, con riesgo de provocar una depresión, es decir, entrar en una larga y dolorosa anorexia económica.

¿Es posible una medicina diferente? La hay. Consiste en fuertes ajustes salariales, pero no a través del desempleo, sino a través de acuerdos nacionales entre Gobierno, empresarios y sindicatos; acuerdos acompañados de una política fiscal activa y de una política empresarial basada en la mejora de la calidad y la innovación de producto, y no sólo en la eficiencia en costes laborales.

Pero es una medicina que no se puede imponer al paciente. Requiere liderazgo político, empresarial y social. Es amarga y difícil, pero no imposible. Ya lo hicimos a finales de los años setenta, en lo que se llamó Acuerdos de La Moncloa. Ahora quizá la recesión sea peor, pero no tenemos una crisis industrial como la de aquella época. Si fuimos capaces antes, ¿por qué no vamos a serlo ahora? Sólo se necesita que el Gobierno abandone la complacencia y corrija el desconcierto en el que se encuentra. Si no, el precipicio.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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La duración de la crisis económica, de Antón Costas en El País de Cataluña

Posted in Economía by reggio on 11 noviembre, 2008

La economía española ha entrado en recesión. Después de la crisis inmobiliaria y de la crisis financiera, ahora llega la tercera fase: la de la economía real. Probablemente estamos en el comienzo de un doloroso y largo periodo de estancamiento económico y de caída del empleo. Podemos seguir con los eufemismos y hablar, como hace el presidente del Gobierno, de «periodo de dificultades especiales», pero siempre es mejor llamar a las cosas por su nombre. En todo caso, la cuestión que ahora se plantea mucha gente es cuánto durará la recesión y cuál será su intensidad.

Creo que fue el norteamericano Paul Samuelson, premio Nobel y maestro de economistas, quien recomendó que al hacer previsiones se dé una fecha o una cifra, pero nunca las dos cosas a la vez, porque entonces seguro que te equivocas. Sin embargo, la Comisión Europea se atrevió la semana pasada a hacer un pronóstico sobre la economía española dando una fecha y una cifra: seis trimestres de recesión y estancamiento, que incluyen dos trimestres de suave recesión y cuatro de estancamiento. La recuperación llegará en 2010, aunque ha tenido la precaución de decir que puede ir peor si no se hacen bien las cosas.

Esta crisis económica no es como una gripe, que bien tratada tarda una semana en curarse, y mal curada siete días. Se asemeja más a una neumonía, cuya intensidad y duración depende de los remedios que apliquen las autoridades.

Pero antes de entrar en los remedios, déjenme decir algo más sobre la situación económica.

Las ventas de bienes de consumo duradero -como los coches y electrodomésticos- han caído en picado, a niveles como no veíamos desde la recesión de los noventa. Lo mismo sucede con las ventas al por menor de los comercios y las tiendas. Si a estos datos unimos la evolución del índice de confianza que elabora el ICO, veremos que parece como si los consumidores españoles hubiesen tirado la toalla. Lo mismo ocurre con los indicadores de producción industrial y con los de confianza de las empresas, que están en niveles que los economistas asocian con una recesión. Vamos, todos los síntomas de que hemos entrado en un periodo desagradable, doloroso y posiblemente duradero.

¿Cuánto de doloroso? Quizá el mejor indicador de los aspectos más desagradables de una recesión sea el desempleo. Con ligeras variaciones, todos los organismos coinciden en que podemos llegar al 17%, una cifra muy elevada.

¿Cuánto durará? Si analizamos todas las recesiones que ha habido en el último siglo, la duración media ha sido de seis trimestres. Como he dicho, esa es la previsión que la Comisión Europea hace para la recesión española actual. Por otra parte, la recesión de 1992 y 1993, que fue muy dolorosa (hace unos días Quimet, el propietario de un conocido restaurante de la zona universitaria de Pedralbes, me decía que había sido la más dura que él había conocido), duró un año, desde el último trimestre de 1992 hasta el tercer trimestre de 1993. Pero si nos fijamos en la evolución del desempleo, vemos que las cosas fueron más desagradables: el empleo comenzó a caer en el segundo trimestre del año 1992 y siguió cayendo durante 12 trimestres, es decir, tres años.

¿Podría la recesión actual tener una intensidad y una duración similar a la de los noventa? Hay algunos elementos que la hacen similar, pero otros la diferencian sustancialmente. En primer lugar, ahora, con el euro como moneda única en manos del Banco Central Europeo, no tenemos margen para utilizar las devaluaciones de la peseta para acelerar el ajuste, como sí se hizo en los noventa. En segundo lugar, tanto en los noventa como en la desaceleración que siguió al derrumbe de la Bolsa de las puntocom de inicios de esta década, las autoridades pudieron utilizar la política financiera para animar a los consumidores a comprar y a las empresas a invertir.

Sin embargo, ahora la política monetaria no tiene mucho margen para servir de combustible al optimismo. La razón es que estamos en una situación que los economistas llaman «trampa de liquidez»: es tal el grado de desconfianza, que cuando las autoridades monetarias inyectan nueva liquidez en la economía, es decir, dinero fresco, los banqueros no lo utilizan para dar nuevos créditos a las empresas y las familias sino que se sientan encima de él, en previsión de que las cosas vayan a peor y lo tengan que utilizar para cubrir nuevas perdidas. De la misma manera, cuando el Gobierno da cheques o reduce los impuestos, las familias no utilizan ese dinero fresco para comprar nuevos bienes, sino que lo atesoran en previsión de que las cosas empeoren. En estas circunstancias, es previsible que no podamos esperar que la política monetaria sirva de combustible para salir rápidamente de la recesión.

¿Qué hacer entonces? El remedio en esta recesión está más en la política fiscal que en el dinero. Especialmente a través de programas de gasto público directo en infraestructuras, instrumentados tanto a nivel estatal como autonómico y local, así como a través de la ampliación de beneficios a los desempleados. Ayudar a los gobiernos locales es ahora una buena política. Algunos países, como Alemania, han comenzado ya a aplicar un programa fiscal de ese tipo. Otros, como Estados Unidos, es muy probable que lo pongan en marcha coincidiendo con el nuevo Gobierno.

Recuerdo que en los primeros ochenta, como joven economista que vivía mi primera gran crisis, le dije al profesor Estapé, mi maestro, que me parecía que la recesión estaba tocando fondo. «Es posible, me dijo, pero recuerda que siempre se puede escarbar». Pienso que si tardamos en aplicar el estímulo fiscal, es posible que nos veamos forzados a escarbar más allá de lo que dicen las previsiones arriba comentadas.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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Salvar al capitalismo de sus depredadores, de Antón Costas en El País de Cataluña

Posted in Economía, Política by reggio on 28 octubre, 2008

Al fin una buena noticia relacionada con la crisis. En medio del holocausto financiero que estamos viviendo, con la desaparición de parte importante del ahorro colocado en productos financieros y planes de pensiones, la semana pasada dos bancos españoles, Fibanc-Mediolanum y Banif, controlado por el Santander, anunciaron que se hacen responsables de los bonos de Lehman Brothers que habían vendido a sus clientes como formas de ahorro totalmente seguras y que después se demostró que no era así. Aplican, a mi juicio, una regla básica de la confianza mercantil: el vendedor del producto es el que se responsabiliza de su fiabilidad frente al cliente.

Para comprender lo que está sucediendo, es conveniente diferenciar lo que le ocurre a la Bolsa de lo que sucede con la confianza financiera. La Bolsa se ha desplomado muchas veces, pero en la mayoría de los casos, como ocurrió con el desplome de las punto.com a inicios de esta década, esas caídas no afectaron a la confianza en los bancos. Por tanto, la pérdida de confianza financiera tiene otras causas.

Recuerdo que hace unos años mi padre, jubilado, me llamó para decirme que el director de su oficina bancaria le aconsejaba que pasara sus ahorros de toda una vida de trabajo de la tradicional cuenta de ahorro, que le daba un interés bajo pero era segura, a un producto financiero que, aunque en teoría tenía más riesgo, en la práctica era «igual de seguro». Era un consejo irresponsable. Por suerte, mi padre no lo siguió. Pero otros sí lo hicieron. ¿Quién es el responsable de haberlo hecho, el banco que aconsejó o el cliente que compró? ¿Qué confianza se les puede pedir a personas que, mal aconsejadas, han metido todos sus ahorros en un «producto muy seguro» que luego resultó insolvente?

Dentro del capitalismo ha crecido un nueva casta de altos directivos y ejecutivos excepcionalmente bien retribuidos que, sin embargo, no se consideran responsables de las consecuencias de sus decisiones. Esa nueva élite anida especialmente en los despachos de los bancos de inversión, en los fondos de alto riesgo, en las agencias de calificación de riesgo, en las grandes consultoras y despachos de abogados. Justifican sus elevadísimas retribuciones por el valor que añaden a los negocios. Pero, en muchos casos, más que añadir valor, actúan como verdaderos depredadores de la riqueza de sus clientes.

Esta nueva casta ha desarrollado un nuevo capitalismo cuyo rasgo cultural es la irresponsabilidad. A pesar de sus elevadísimas retribuciones y de haber hecho circular productos fraudulentos, no se sienten responsables, aunque las consecuencias sean devastadoras para las empresas que dirigen o para los clientes a los que asesoran. Posiblemente porque practican la autoexclusión de los ricos y han dejado de sentirse parte de la sociedad en la que viven.

Curiosamente, después de arruinar a los demás, algunos se presentan como víctimas del sistema. Hace unos días participé en una jornada para ex alumnos de una escuela de negocios. Hablé de esa nueva élite. Desde la sala se me objetó que no era adecuado hablar de depredadores, sino de un fallo sistémico. Sin dejar de tener algo de razón, el argumento me recuerda el cinismo de aquel escocés que después de haber asesinado a sus padres pedía al juez ser tratado con benignidad por el hecho de ser huérfano.

Sin embargo, de la misma forma que conviene no confundir la religión con lo que hacen los ministros de la Iglesia, tampoco debemos confundir el capitalismo con esta casta de capitalistas. Por eso hay que «salvar al capitalismo de los capitalistas», como argumentan en un libro reciente dos profesores de la Universidad de Chicago, Luigi Zingales y Raghuram Rajam, defensores a ultranza de la economía de mercado, pero que, a la vez, señalan de forma convincente que el mercado no puede funcionar sin la «mano visible» del Estado. Ya lo dijo, aunque de otra manera, Carlos Marx cuando en el Manifiesto comunista afirmaba que el Gobierno del Estado moderno es el consejo de administración de los negocios de la clase burguesa en su conjunto. Es decir, de lo que ahora llamamos clases medias.

Eso es lo que ha hecho el primer ministro británico, Gordon Brown, un laborista socialdemócrata a la antigua que no ha dudado en utilizar la mano visible del Estado para suministrar un bien público básico en una economía moderna, la seguridad financiera. Tanto la seguridad de los mercados, mediante la capitalización pública de los bancos privados en situación de riesgo de quiebra, como la seguridad de las personas, mediante la protección de sus ahorros.

La historia financiera nos enseña que el capitalismo es como el colesterol: lo hay del bueno y del malo. El buen capitalismo es como el colesterol bueno, no hace daño; al contrario, fortalece mediante la creación de riqueza. Pero en las últimas décadas el colesterol malo del capitalismo se ha expandido como un virus que ha intoxicado al conjunto de la economía, la depreda y amenaza con destruirla.

Hay que recuperar los valores básicos del capitalismo primitivo, aquellos que le dan legitimidad social. Por una parte, la cultura del esfuerzo y del trabajo responsable y bien hecho, premiado con un salario adecuado y una jubilación digna. Por otra, el principio fundamental de que quien recibe los beneficios también ha de correr con las pérdidas. Para ambas tareas, la mano visible del Estado, la regulación y el control público, es insustituible y urgente.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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El ‘crash’ de 2008, ¿cómo el de 1929?, de Antón Costas en El País de Cataluña

Posted in Economía, Historia, Política by reggio on 14 octubre, 2008

Ni simple desaceleración como se empecinó durante un tiempo el Gobierno, ni recesión como sosteníamos algunos. Estamos al borde del precipicio que más temen los economistas: una depresión económica. Para entendernos, la depresión es para la economía lo que la anorexia para las personas, una pérdida del apetito de consumo y de inversión. Como es sabido, una vez que se cae en la anorexia lleva tiempo salir de ella.

Por una parte tenemos creciente evidencia de que la economía se está debilitando. Los indicadores de consumo, producción industrial y empleo muestran signos claros de pérdida de pulso; mientras, la sequía de crédito no da aliento ni a las familias ni a las empresas, que no sólo no pueden acceder a nuevos créditos, sino que se ven obligadas a pagar más caro el que tenían.

Por otra, estamos asistiendo a un crash bursátil y a un pánico financiero como no habíamos visto desde el crash de octubre de 1987 o, aún peor, desde el de octubre de 1929 (por cierto, ¿qué tendrá octubre para ser tan propicio a crashes bursátiles? ¿Habrá que eliminarlo del calendario como los estadounidenses hacen con el piso 13 de los edificios?).

Por último, tenemos un liderazgo político dubitativo y confuso, tanto a nivel nacional como europeo.

Economía débil, quiebras bancarias, pánico financiero y liderazgo político errático componen un cóctel potencialmente explosivo para el crecimiento económico y para nuestro bienestar.

Necesitamos con urgencia una hoja de ruta para avanzar en miedo de la tormenta financiera y de la amenaza de anorexia económica. La primera cuestión es conocer cuál es la relación entre el desplome bursátil, las quiebras bancarias y la economía real. La segunda es discernir si es suficiente con frenar las quiebras bancarias o es necesario, además, poner en marcha un programa económico que evite la anorexia.

¿Es inevitable que el desplome de la Bolsa degenere en una depresión económica? No necesariamente. Burbujas que al explotar generan quiebras y pánico hemos tenido bastantes a lo largo de los dos últimos siglos. Pero, para lo que aquí nos interesa, lo importante es que no todas han tenido iguales efectos devastadores.

Así, el derrumbe de la Bolsa de octubre de 1929 y el pánico financiero que le siguió provocaron una intensa y duradera depresión económica. Y además tuvo consecuencias sociales y políticas devastadoras, en la medida en que favoreció la llegada de Adolf Hitler al poder y el ascenso del nazismo, lo que a su vez desembocó en la II Guerra Mundial.

Por el contrario, el derrumbe de la Bolsa de octubre de 1987, cuando el índice Dow Jones de Wall Street llegó a caer también más de 500 puntos en un día, no tuvo esas consecuencias devastadoras. Se saldó con algunas quiebras bancarias y una recesión que fue superada bastante rápidamente.

¿Qué es lo que provocó esa diferencia? El factor diferencial esencial fue el papel que desempeñó el Estado en uno y otro caso. En 1929 no había ningún instrumento legal que permitiese a las autoridades salir al rescate de las instituciones financieras en quiebra y de las familias ahogadas por la caída de los precios y el endeudamiento hipotecario. Además los políticos más conservadores se opusieron a las medidas de rescate. Como consecuencia, el pánico se extendió y la depresión se introdujo en la economía.

Sólo con la llegada a la presidencia de EE UU, en marzo de 1933, de Franklin D. Roosevelt comenzaron las autoridades públicas a dotarse de instrumentos para erradicar el pánico financiero, estabilizar la economía y proteger a los más débiles. Su lema sigue siendo, a mi juicio, válido en estos días: » A lo único que hay que temer es al miedo».

Surgieron entonces toda una panoplia de instrumentos regulatorios y de intervención pública orientados a: 1) evitar los pánicos financieros mediante el seguro de depósitos bancarios; 2) salir al rescate de los bancos en quiebra mediante diversos tipos de intervención pública, incluida la nacionalización, y 3) aliviar a las familias endeudadas mediante la suspensión temporal de la ejecución de hipotecas y otros mecanismos orientados a disminuir su endeudamiento. Además Roosevelt puso en marcha un programa de fomento de la actividad económica y del empleo. Todo eso fue el inicio del Estado de bienestar que unos años más tarde, en 1936, vendría a tener el respaldo científico del gran economista John Maynard Keynes. Con esa experiencia y esos nuevos instrumentos de intervención, el desplome de la Bolsa de octubre de 1987 no tuvo el dramatismo del de 1929. Aun así, exigió nuevos instrumentos en forma de acuerdos entre los gobiernos de los países más desarrollados para hacer frente de manera coordinada a la crisis. Con esos acuerdos, en 1987 se logró contener el pánico y evitar las desastrosas consecuencias económicas, sociales y políticas que habían tenido lugar en 1929.

¿Cuáles serán las consecuencias del colapso financiero que estamos viviendo? ¿Vamos hacia una reedición de la depresión del 29 o de la recesión del 87? Quiero ser optimista. No es posible que no hayamos aprendido nada de esas dos experiencias pasadas. De algo habrán valido. Y así parece ser en el momento en que escribo este artículo. Las acciones coordinadas que han acordado este pasado fin de semana los gobiernos de la Unión Europea están orientadas por aquel principio rooseveltiano.

Una vez que se haya contenido el pánico y restaurado la confianza de los ciudadanos en el sistema financiero, habrá que pensar en la puesta en marcha de un programa de fomento de la actividad económica y del empleo, así como en regular mejor el capitalismo financiero para evitar las situaciones de inestabilidad como la que estamos viviendo.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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Evitar el socialismo para ricos, de Antón Costas en El País de Cataluña

Posted in Derechos, Economía, Política by reggio on 30 septiembre, 2008

Imaginen que esos banqueros y empresarios que nos proponían desregular toda la economía y sacar al Estado de cualquier actividad que no fuese la de policía y de justicia (la ley y el orden) hubiesen logrado su objetivo. ¿Quién atendería ahora sus angustiadas llamadas de auxilio para que el Estado les rescatase de las situaciones de quiebra?

El Estado regulador ha sido el gran invento del siglo XX. No me refiero al Estado interventor (en nuestro caso, el franquista), sino al llamado Estado keynesiano (en memoria del gran economista liberal John M. Keynes, que propuso soluciones eficaces contra la Gran Depresión de 1929), capaz de estabilizar la economía cuando las cosas vienen mal dadas y de garantizar el bienestar de los ciudadanos. Ese gran invento hay que protegerlo tanto de sus enemigos como de algunos de sus más fervientes partidarios.

¿Debemos utilizar al Estado -es decir, los impuestos de los ciudadanos- para salir al rescate de bancos que en épocas de vacas gordas hicieron elevados beneficios y pagaron astronómicas retribuciones a sus directivos, pero que ahora se ven amenazados de quiebra por la imprudencia, avaricia e incompetencia de esos mismos directivos? Éste es el debate en curso tanto en EE UU como en la Unión Europea y en España.

Es tentador defender que en el pecado llevan la penitencia. O que cada palo aguante su vela. Pero hay razones para no caer en la estupidez de dejarse sacar un ojo si al enemigo le sacan los dos. Una quiebra bancaria generalizada no sólo se llevaría por delante a los imprudentes, sino al conjunto de la economía al provocar una depresión del crédito. De ahí que tenga sentido una cierta nacionalización del riesgo que amenaza de quiebra al sistema financiero. Pero antes de entrar en los detalles de esa nacionalización, veamos de dónde surge el riesgo de depresión.

En los años de dinero barato y abundante, muchas personas y empresas se endeudaron más allá de toda prudencia. La idea era que todo lo que se podía comprar subía, subía y subía, y nunca bajaría. Eso llevó a muchos a comprar todo lo que les financiaban los bancos, sin poner un euro propio, y a muchos otros a endeudarse para especular con activos financieros e inmobiliarios. Vamos, la locura.

Déjenme hacerles una recomendación: acérquense a alguna librería o biblioteca y lean el capítulo De cómo fui protagonista de las locuras de 1929 de la biografía de Groucho Marx. Es la mejor descripción breve que conozco de cómo nos podemos volver locos con la Bolsa y creer que es posible hacerse rico sin trabajar. «Marx, la broma ha terminado», le dijo su asesor de inversiones a Groucho el martes negro del 29, cuando, de repente, Wall Street se hundió y el pánico se extendió como reguero de pólvora.

Ayer como hoy, después de comprar activos con el dinero que no se tiene, siempre llega un momento en que algo hace que la broma se acabe. A partir de ese momento, la gente endeudada intenta vender activos y con lo recaudado reducir su deuda. Pero como todos, llevados del pánico, quieren vender al mismo tiempo, se produce lo que el economista Irving Fisher llamó la «desbandada de vendedores». Esto hace que el remedio sea peor que la enfermedad, porque la caída de precios se intensifica y el riesgo de quiebra es mayor. Además, como los potenciales compradores conocen esa necesidad de vender, esperan a comprar para obtener un precio aún más bajo. Esta inhibición de los compradores hace que los precios se hundan aún más, poniendo a los vendedores en situación de quiebra.

Pero una fuerte y repentina caída de los precios de los activos no sólo arruina a los muy endeudados, sino que puede arrastrar también a los bancos, empresas y personas con un balance saneado. Eso es así porque la caída de precios produce una fuerte pérdida de riqueza en el activo de las economías. Entramos entonces en riesgo de depresión generalizada provocada por la desaparición del crédito bancario y la caída del consumo de los hogares. Eso es lo que ocurrió en 1929 y lo que puede ocurrir ahora.

¿Qué hacer para evitar la depresión? Alguien tiene que actuar como mano visible reguladora, actuar como esos grandes depósitos que existen en el subsuelo de las grandes ciudades como Barcelona para embalsar las aguas pluviales en los momentos de grandes riadas y soltarlas de forma controlada una vez que el temporal amaina.

En este caso, esa labor reguladora la puede hacer el Estado nacionalizando el riesgo de quiebras a través de algún organismo que actúe como comprador de última instancia. Aunque también la podrían realizar grandes inversores privados. De hecho, en estas situaciones surgen buenas oportunidades de negocio. Recuerdo que a Manuel Girona, banquero catalán del siglo pasado, le preguntaron una vez cómo se había hecho rico. «Dándole gusto a la gente», contestó, «es decir, comprando cuando la gente quiere vender y vendiendo cuando quiere comprar».

Pero en este momento, esa función de comprador de último recurso la tiene que hacer el Estado. Hay que hacer algo que evite el riesgo de depresión, pero hay que hacerlo evitando que se utilicen los impuestos de los ciudadanos para salvar patrimonios privados y mantener las elevadas retribuciones de los directivos. Y lo que se haga no puede ser un simple «paréntesis en la economía de mercado», como con fraudulenta inocencia pidió el presidente de la patronal española. Tiene que significar una modificación radical del modelo del sistema financiero desregulado que nos ha conducido a esta crisis.

Pero para juzgar la idoneidad de las fórmulas que finalmente se aprueben hay que esperar a conocer los detalles, porque en los detalles está el demonio. En este caso, el peligro es que nacionalizando los riesgos se haga socialismo para ricos. Es decir, privatizar las ganancias y socializar las pérdidas.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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La crisis no es como el juego de la oca, de Antón Costas en El País de Cataluña

Posted in Economía, Política by reggio on 16 septiembre, 2008

Todos ustedes han tenido la ocasión de comprobarlo reiteradamente. Cualquier nuevo dato que se publica sobre la evolución de la economía española viene acompañado por un comentario que, por reiterado, se está convirtiendo en estribillo de la crisis: «El peor dato desde 1993». Es como flagelarse. Da lo mismo que se trate de la evolución del empleo, del PIB, de las hipotecas, de la venta de viviendas, del crédito, del consumo minorista o de la venta de coches, el comentario periodístico es siempre que hay que remontarse a 15 años atrás para encontrar un dato tan malo.

Tengo la impresión de que esa referencia a lo que ocurrió hace 15 años no es una simple comparación técnica de indicadores que nos señalan que el frenazo de la economía es similar al que se produjo en 1993. Creo que esa comparación está acompañada de un temor no manifestado a que la crisis no se trate sólo de un simple frenazo momentáneo, sino que puede significar perder todo lo avanzado en estos últimos 15 años; un miedo a que la crisis de la economía pueda ser como el juego de la oca, en el que si caes en la casilla 58, la de la calavera, tienes que volver al punto de partida.

Posiblemente este miedo tiene que ver con la visión de algunos medios de información económica extranjeros, especialmente del Reino Unido, que ven la economía española como uno de los pigs (cerdos) -acrónimo utilizado en los años noventa, en los inicios de la Unión Monetaria, para referirse a Portugal, Italia, Grecia y España- que fue capaz de volar en la época de dinero barato y del boom inmobiliario, pero que a partir de ahora volverá a retozar en la pocilga.

Dejemos a los ingleses con sus metáforas. Pero ¿es posible que 2008 signifique un retorno al pasado? ¿Podemos comparar la economía y la sociedad española de 2008 con la de 1993? Creo que nada de lo que ocurra a partir de 2008 será comparable a lo que ha ocurrido antes. Nuestra economía y, especialmente, nuestra cultura económica son totalmente diferentes. Pero antes de entrar en esta cuestión, veamos qué paso en 1993.

Después de crecer seis años de forma intensa y experimentar un boom inmobiliario desde 1986, en 1993 la economía española dio un brusco frenazo y entró en recesión. Para los economistas recesión no significa la muerte, el estancamiento absoluto, sino que durante dos trimestres el crecimiento económico es menor de lo que fue en los trimestres equivalentes del año anterior.

Si medimos la recesión de 1992-1993 a través del comportamiento del PIB, vemos que la recesión duró un año, desde el último trimestre del año 1992 al tercer trimestre de 1993. Aunque si la medimos a través del comportamiento del empleo, que es la forma más directa como la recesión afecta a los hogares, vemos entonces que la recesión duró 11 trimestres consecutivos -es decir, casi tres años-, durante los cuales el empleo estuvo cayendo trimestre tras trimestre.

Pero de esa recesión se salió con tal empuje que la economía española ha vivido 15 años consecutivos de crecimiento ininterrumpido. Y lo más importante no ha sido el crecimiento en sí mismo, sino la modernización y el cambio que han tenido lugar en los comportamientos sociales y sindicales. La España de 2008 no se parece en nada a la de 1993, especialmente en lo que hace referencia a la cultura económica y a la confianza en la capacidad para competir internacionalmente.

La España de 1993 era aún un país cohibido, con un complejo de inferioridad que venía del franquismo y que afectó a toda una generación de españoles, que se sentían -nos sentíamos- como ciudadanos de segunda, incapaces de competir con los países avanzados europeos. Además la cultura económica de aquella época era poco sensible a la importancia de los equilibrios macroeconómicos: la inflación, los salarios o el déficit público.

La España de 2008 es un país que ha perdido ese complejo de inferioridad y ha ganado una nueva confianza en sí misma, especialmente en su capacidad para competir internacionalmente. Aunque pueda parecer anecdótico, es significativo que hayamos ganado la copa europea de fútbol o que algunos de nuestros mejores triunfos deportivos hayan sido en deportes de equipo muy competitivos, como el baloncesto. Esos resultados son tan expresivos de nuestra capacidad de competir como el hecho de que ahora tenemos un conjunto de empresas españolas eficientes y muy competitivas en los mercados globales, cosa que no ocurría en 1993.

No quiero pintar una situación idílica. La crisis será dura y posiblemente más larga que la de 1993. Además esos avances en la capacidad de competir no se pueden predicar aún del conjunto de las empresas. Tenemos aún una economía basada en una especialización en productos de escasa innovación, baja productividad y magros salarios. Y eso es un lastre. Pero ahora tenemos dos ventajas: sabemos cuáles son nuestras debilidades, pero también cuáles son nuestras nuevas fortalezas: confianza en nuestra capacidad para competir con los mejores si hacemos las cosas bien.

Una crisis no es una vuelta al inicio, como en el juego de la oca. Es cierto que no es deseable en sí misma, porque quienes sufren más son los más débiles. Pero si se sabe protegerlos, entonces estoy de acuerdo con lo que quiso decir Pedro Solbes con su comentario de que una recesión sirve para limpiar la economía, es decir, soltar el lastre de aquello que sólo se puede sostener cuando el dinero es abundante y barato.

Ya sabemos que hemos contraído una infección económica. No es necesario que nos estemos flagelando diariamente con las malas constantes vitales del enfermo. Pongámonos a la tarea, especialmente las autoridades que tienen la función de liderar política y socialmente la salida de la crisis y el cambio de modelo productivo.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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